1948, el año que lo cambió todo
El 28 de enero de 1848, un explorador, de nombre James Marshall, llegó al Fort New Helvetia, con una piedra de dimensiones considerables, en la que dominaba el color amarillo brillante. Aquella pequeña fortaleza y, al mismo tiempo, rancho había sido construida en la confluencia de los ríos Sacramento y Americano, cerca de la actual San Francisco, en la alta California. La había fundado un ciudadano de origen suizo, John Augustus Sutter, en agosto de 1839. Se había convertido en lugar de residencia o punto de reposo para los pioneros que habían superado todas las enormes dificultades de cruzar el territorio norteamericano, a pie o a caballo, solos o en caravana. New Helvetia era un fuerte erigido con muros de piedra (no de madera), dos torres de vigilancia, unas pocas casas en su interior y una capilla con un campanario, sobre el cual ondeaba la bandera americana.
A su alrededor, se constituyó una colonia que, con el tiempo, se convertiría en la ciudad de Sacramento, la capital (todavía hoy) del Estado. Sutter consiguió que el gobernador Juan Alvarado le cediese 48.839 acres de territorio (casi 200 kilómetros cuadrados) y le otorgase numerosas subvenciones. Sutter estuvo relacionado con numerosos negocios sospechosos y ha sido considerado uno de los más grandes estafadores de la historia.
Entre 1836 y 1890, alrededor de 100.000 personas, hombres, mujeres y también niños, viajaron hacia el occidente americano, en lo que se conoce como la Conquista del Oeste. Los indígenas fueron sus víctimas. Al principio, unos pocos miles de aventureros y pioneros llegaron a California. Muchos habían cruzado el Valle de la Muerte, la zona más desértica y árida de los Estados Unidos, con temperaturas que superaban (y superan) los 50 grados. Más tarde, en el año 1913 alcanzarían un pico de 56,7 grados, récord absoluto en el Planeta. Hacía, y hace, tanto calor que se podían cocer huevos fritos en las piedras. Las largas caravanas habían superado todas aquellas terribles condiciones. James Wilson Marshall, el de la piedra amarillenta, era uno de ellos.
Se rodó una película emblemática de aquella odisea, estrenada en 1966, codirigida por John Ford, Henry Hathaway y George Marshall, y protagonizada por actores tan famosos como John Wayne, James Stewart, Carroll Baker, Gregory Peck, Henry Fonda, George Peppard, Debbie Reynolds, Richard Widmark y unos cuantos más. La voz del narrador la puso Spencer Tracy. Rodada en color y cinerama, duraba casi dos horas y media. Ganó tres óscars y obtuvo cinco nominaciones más.
Aquella aventura legendaria (y también masacre) dio mucho de si en el mundo de Hollywood y també de la literatura, generalmente barata. Originó un género: el western. Las historias del Far West. Quienes tenemos una cierta edad recordamos las batallas con los indios (los pieles rojas), los conflictos entre ganaderos y entre éstos y los agricultores, los cowboys (vaqueros) y los jinetes solitarios, los exploradores, los sheriffs i/o marshals, los jueces, los sepultureros, los pistoleros, los malhechores, los bandoleros y los caza-recompensas, el general Custer, Buffalo Bill, los revólveres (el Colt 45 a 17 dólares), los rifles (Winchester), las diligencias, las interminables caravanas, los caballos pura sangre, el ferrocarril, los saloons y muy a menudo burdeles (con sus puertas recortadas que se abrían en los dos sentidos), el whisky y la cerveza de la casa, el tabaco de mascar, las cartas de póquer, los dados, el pianista, la ropa interior masculina de una pieza (union suit), las chicas de buen ver y buen yacer (ladys of the night), el cancán autóctono… Machismo puro y duro. Y resulta, como mínimo curioso, que espectadores de todos los rincones del Planeta nos sintiéramos identificados con aquellos personajes y escenarios. Un día, los Reyes Magos me trajeron un fuerte de madera y me puse la mar de contento.
Pero volvamos al principio de la historia. Aquel 28 de enero de 1848, Marshall es presentó con una piedra con trazas amarillas brillantes. De inmediato, sospechó que era oro. Pero Sutter no se lo acababa de creer. Así que Sutter y Marshall la investigaron más a fondo y llegaron a la conclusión (acertada) de que, efectivamente, era oro. Quiero creer, y lo he leído en alguna novela (pero no lo puedo demostrar), que el 1 de julio de 1848 empezaron a llegar los primeros exploradores. Si no e vero e ben trovato. Pero la auténtica fiebre del oro se desarrolló a lo largo de 1849, impulsada por centenares de cazadores de fortuna (forty-niners), cribando la arena de los ríos o cavando túneles en la montaña. Paradójicamente, ni Sutter ni Marshall se beneficiaron de ello.
1848 també es conocido como el año de las grandes revoluciones contra el absolutismo y contra los imperios. Se las llama la primavera de los pueblos. Iniciadas en Francia, se extendieron por casi toda Europa. Fracasaron. Pero sus ideas, sueños e ilusiones acabarían teniendo una gran influencia en los movimientos sociales y políticos del futuro.
Cien años después
Yo nací justo cien años después de aquellos acontecimientos: el 1 de julio de 1948. El moderno Fort New Helvetia se llama ahora Silicon Valley. También está en California, a un paso de San Francisco, muy cerca del lugar en donde John Augustus Sutter construyó su rancho primitivo. Y el nuevo oro recibe el nombre de sistema digital binario. Es una revolución que ha cambiado la historia. Y mi aventura está especialmente relacionada con esta nueva fiebre del oro.
Comencemos por el principio. No tengo ningún dietario en el que mis padres anotasen qué pasó el día en que nací, el 1 de julio de 1948, jueves: si hacía más o menos calor, si el cielo estaba nublado o despejado, si llovía, si el parto fue muy doloroso (parece que lo fue), si el futuro del mundo estaba en peligro… No he encontrado ningún cuaderno de notas en el que la mi familia pegase fotos, estampas, billetes de tranvía, entradas de cine y otros comprobantes. No tengo ningún registro sobre aquello que sucedió durante los primeros momentos de mi vida. Estos álbumes, a menudo cursis, se pusieron de moda bastante más tarde. Ahora sé que la mayoría acaba en el rincón más oculto, dentro de un cajón, de un armario o de un baúl, cubierto por toneladas de ropa infantil desgastada o junto a hojas y libretas de la caja de ahorros. Los viejos manuscritos se rescatan (si existen) muchos años más tarde, cuando el recién nacido ya es un adulto, quizá un anciano, y quiere revivir o remover aquello que no conoce de primera mano, aquello que la memoria no puede recuperar: su pasado más lejano.
Tampoco conservo ningún opúsculo, ilustrado con dibujos al estilo y de la escuela de Roser Capdevila, Lola Anglada o Mercè Llimona, que hablase del mes en que nací: julio. Hoy la gente los regala: se han agotado bastantes ediciones. Explican aquello que es de sentido común y que, al menos aparentemente, no cambia nunca. Es verano y hace calor. Pues sí, en julio suele hacer calor. Aquel julio debía hacer calor. La gente va ligera de ropa. Entonces no tanto. Las circunstancias… Las playas se llenan de bañistas. Ahora mucho más que antes.
En aquellos tiempos, casi no había turistas. Para poner un ejemplo: la delimitación y definición de la Costa Brava, tal como hoy la conocemos, no apareció públicamente hasta un año después, en 1949, y no se oficializó hasta el año 1965. Ava Gadner, James Mason, Dirk Bogarde, Truman Capote, Elizabeth Taylor, Sean Connery, Sammy Davis, Mel Brooks, John Wayne, Robert de Niro, y tantos otros, muchos alojados en el hostal de La Gavina, disfrutaron de aquel paisaje maravilloso, pero cada vez menos virgen, y se bañaron en sus aguas cristalnas.
En definitiva, julio está abarrotado de historias, refranes y fiestas. Me hubiera gustado tener uno de esos libros, aunque fuera para ver qué se destacaba hace tantos años y qué es lo que ha cambiado.
Algunos de mis conocimientos sobre mí mismo y mi entorno provienen de la memoria de otros. De la memoria selectiva y nebulosa de mis abuelos, víctimas expiatorias de los dos bandos de la guerra civil. Ellos sobrevivieron, pero murieron demasiado pronto, y evitaban evocar las tragedias vividas, como si no hubieran existido nunca. De la memoria atemorizada y profundamente conmovida de mis padres y la de mis familiares más próximos, todos desaparecidos, que relataban con cuentagotas aquello que sucedía (y aquello que rodeaba aquello que sucedía), porque las hostilidades habían dejado heridas profundas que les habían traumatizado y todavía no habían cicatrizado del todo, y la Segunda Guerra Mundial había situado la cotidianeidad en tierra de nadie, demasiado cerca del orden fascista y demasiado lejos de la libertad y de la democracia… No podía contar con la memoria de mis hermanos y mis primos, todos más pequeños que yo. De las descripciones de los profesores de la época, al menos de los míos, más vale no hablar. Mi escuela era como un pozo negro, lleno a rebosar de las aguas fecales del nacionalcatolicismo.
Aquel fascismo, que era real como la vida misma, empapó todos los escenarios cotidianos. Se extendió durante décadas, y acabó con el dictador muriendo en su cama o en su camilla, en palacio o en el hospital. Es igual. Derrotado por la edad. Enterrado solemnemente en el Valle de los Caídos, un monumento a la ignominia. Y aquellas aguas sórdidas trajeron esos lodos. La reflexión sobre aquel hoy indefinido dependía del peso insoportable de un pasado y de un presente que todos ocultaban: historias que iba yo escuchando mientras hablaban los mayores, silencios que no sabía ni podía averiguar, entre el humo irrespirable de los puros y el aroma balsámico del café. El pasado no existía. Y el futuro, tampoco. Fui recuperando los instantes y los acontecimientos vividos, pero no recordados, mediante la lectura de libros, algunos más fiables que otros. Muchos conocimientos de segunda y tercera mano, como diría Daniel Innireraty. Muchos años perdidos.
El país del horizonte oscuro
Sí. Yo nací el año 1948, en los momentos más duros de la dictadura. Y viví muchas décadas bajo este régimen. Hacía nueve años que Franco había ganado la guerra civil, y el miedo, acompañado de ansiedad permanente, atemorizaba y congelaba toda la sociedad española, y aún más la catalana. Era un miedo doble, cocinado y alimentado por los servicios de propaganda del régimen franquista: miedo a la represión indiscriminada y cruel que el sistema ejecutaba sin miramientos, y miedo también al retorno de la guerra civil. Era un miedo espeso y condensado, oscuro, sin tonalidades ni porvenir. No se vislumbraba un mañana más allá de los rostros rígidos de la caverna hispánica. La retórica fascista era abrumadora y asfixiante. Y los administradores del régimen sabían que el pánico amansaba, domesticaba y anulaba las voluntades. No sólo había ganado el fascismo militarizado, sino que también estaba consiguiendo muchas adhesiones a base de convertir la amenaza y la mentira en argumento digerible.
Poco a poco se iba consolidando el franquismo sociológico, que aún hoy se mantiene recluido, pero latente, en ciertos sectores conservadores muy poderosos. Bastaba con observar el ambiente masivo favorable durante los desfiles militares y las visitas del dictador a todos los pueblos de España, incluidos los de Catalunya. Buena parte de la derecha actual es la heredera más directa de aquella ideología.
El aislamiento y la soledad, digámoslo claro, configuraban el presente y modelaban el porvenir de la oposición democrática. Los ciudadanos de la calle no sabían nada de aquello que se estaba cocinando más allá de la retórica oficial. Silencio total.
Cuando el dictador y la dictadura ya chocheaban, con bastantes universitarios (no la mayoría) y algunos trabajadores en pie de guerra, la oposición seguía mostrándose débil. Recordémoslo: buscaba refugio en las parroquias, los seminarios o los monasterios para celebrar sus encuentros. Era la cara amable de la Iglesia, el contrapunto al nacionalcatolicismo, sobre todo en Catalunya. La prueba de aquella flaqueza es que fueron los franquistas reciclados aquellos que, en buena parte, pilotaron la transición.
Desde el año 1970 o 1971, yo formaba parte del Moviment Socialista de Catalunya (versión Pallach) y, desde finales de 1974, del Reagrupament Socialista i Democràtic de Catalunya. Al otro lado, por cuestiones más personales que ideológicas, se hallaba el MSC de Joan Raventós, con quien también simpatizaba. Entre las dos familias, sumaban cuatro gatos. Esquerra Republicana de Catalunya era, en el Principado, un partido testimonial. Jordi Pujol se movía entre el sector católico catalanista, la burguesía ilustrada y la prisión. Entre todos, eran pocos y, a menudo, mal avenidos.
Un día y un año que no puedo precisar, creo con el historiador y periodista Edmon Vallès, tal vez con Josep Pallach, no lo recuerdo exactamente, nos reunimos con el “representante” del PSOE en Catalunya. Vivía en la calle Gran de Gràcia, un poco más abajo de la estación de metro de Fontana: una casa con escaleras angostas y empinadas, sin ascensor; un piso pequeño, oscuro y con pocos muebles; un personaje anodino y aparentemente solitario. ¿Era realmente un portavoz autorizado del socialismo español? ¿Se trataba de un piso franco? Sinceramente, nunca lo he sabido. Tuve la sensación de que el PSOE era un partido decadente, desgastado por las luchas internas en el exilio, sin mañana; al contrario del PSUC, en plena efervescencia, dominante. El futuro era suyo. Iba desencaminado.
Volviendo al año 1948, y también a los años 50 y 60 del siglo pasado, quiero destacar, una vez más, que entonces todo tenía el sabor amargo de lo permanente. La tendencia al infinito. Había la sensación que nada cambiaría por los siglos de los siglos. Los ciudadanos eran, per definición, ingobernables cuando administraban su propia libertad. El pueblo no era maduro. Ni lo sería nunca jamás. La democracia parlamentaria era una trampa, consecuencia de una conspiración a la vez comunista, judía y separatista. El sistema permanecería “atado y bien atado”. La dictadura se mantendría incólume. Franco no moriría: era eterno. El espíritu del “movimiento” seguiría fijo, firme e inmutable, día y noche, cielo y tierra, a perpetuidad. Nada rompería la unidad de España, entendida como una uniformidad sin fisuras, mantenida (si hiciera falta) por la fuerza de las armas. Los militares aún son sus depositarios. Franco exigió al entonces príncipe Juan Carlos (hoy rey emérito y corrupto) que, pasase lo que pasase, defendiera la unidad de la patria. Hasta las últimas consecuencias. “Antes roja que rota”. “A por ellos”. Y así lo entendieron sus sucesores hasta hoy.
La escuela era un reflejo de esta situación, hoy añorada por algunos sectores poderosos de la derecha carpetovetónica. El nacional catolicismo empapaba todos los liceos, incluidos los religiosos. Yo fui educado (es un decir) en uno estos centros confesionales. Eran colegios con profesores la mayoría mediocres (muchos, miembros de la congregación), que nos obligaban a memorizar libros grises, atiborrados de letra pequeña y fotos desenfocadas, vulgares, estériles, que no permitían ningún debate intelectual alejado de las versiones oficiales. Ejercían sin miramientos, la violencia. Yo diría que gratuita y extrema. Eran tiempos de bofetadas, con la mano abierta o con el puño cerrado, de golpes de regla, de bastón o de puntero, de llaveros con silbatos metálicos, de rodillas, cara a la pared, colgados en la percha de las batas. Eran tiempos de caricias sospechosas a los protegidos. O algo más…
Eran tiempos de prohibiciones: prohibido el uso de la lengua catalana en el aula y en el patio, prohibido reunirse en grupos que no estuvieran controlados, prohibidas según qué lecturas, según qué literaturas, según qué publicaciones, según qué películas… Todo bajo la vigilancia de uno o diversos directores espirituales, sacerdotes a menudo barrigones y pringosos, que impartían la asignatura de religión; y de uno o diversos militantes de Falange, de aspecto adusto y bigote fino, generalmente horizontal, camisa azul con corbata negra o azul oscuro, voz bronca, porte militar (pura pantomima), que impartían la Formación del Espíritu Nacional. Estas dos asignaturas, religión y FEN, más la gimnasia, que consistía en subir por una cuerda (lisa o con nudos) y saltar el plinto o el potro, recibían el nombre despectivo de “las tres marías”.
La jornada se abría con el “Himno de España” (la marcha real), con la letra que José María Pemán adaptó al fascio casero (hacía una llamada a “alzar los brazos” con “los yugos y las flechas”), o el Cara al Sol (“impasible el ademán”), todos reunidos en fila, firmes, mirando la bandera con el águila rapiñadora, “roja y gualda”, mientras se izaba. España era “una, grande y libre”. Vaya estupidez.
Una vez a la semana, había misa obligatoria, de espaldas al público y en latín, precedida de una confesión planteada con un ejercicio de terror apocalíptico. Una vez al año, hacíamos ejercicios espirituales en Sant Martí de Sesgueioles, con el objetivo declarado de lavarnos el cerebro. Y a menudo lo conseguían. Un sacerdote de origen cubano, anticomunista hasta el tuétano de los huesos, nos aterrorizaba en una cripta, totalmente a oscuras, bajo la luz de una vela, rodeados de urnas de cristal llenas de esqueletos de mártires de la guerra civil. Nos temblaban las piernas, las manos, la voz y el corazón.
Cuando entré al Seminario Diocesano de Barcelona, me sentí liberado y perplejo. Había acabado el bachillerato de ciencias. Y entre La Conreria y aquel viejo edificio de la calle Diputació, cursé dos años de filosofía antes de salir. Allí se estudiaban los pensadores y sus obras desconocidas para mí o que mis profesoras anteriores calificaban de perversas: Marx, Popper, Engels, Darwin, Sartre, Adorno, Jaspers, Maritain, Lukács, Heguel, Brecht, Russell, Gramsci, Einstein, Keynes, Freud, Bergson, Bobbio, Foucault, Aranguren… Algunos de mis compañeros de cursos superiores habían asistido a las clases que Manuel Sacristán impartía en la Universidad de Barcelona. En el Seminario se hablaba de pluralismo, de democracia, de justicia social, de catalanismo… Mis padres ya habían recibido una advertencia llena de ira del director de mi escuela: “Es un error muy grave: el seminario está lleno de comunistas y separatistas”. En realidad, estaba lleno de libertad.
Casi nadie sonríe en las fotos antiguas
Conservo, repito, pocas escenas de cuando era niño. No tengo, por ejemplo, ningún documento ni ninguna imagen de todo lo que acabo de explicar sobre la escuela. Entonces las máquinas de fotografiar se utilizaban con prudencia y mesura. No como ahora, en que cualquier acontecimiento o viaje merece centenares de retratos, instantáneas e imágenes en movimiento, todos compartidos, en tiempo real, dentro de diversos chats y grupos en internet. Hoy vivimos en el mundo de la superabundancia de imágenes (por cierto, desprotegidas): se generan fotos y vídeos, a menudo con el objetivo difundirlas masivamente.
Entonces, una foto era un tesoro que costaba un dineral, y precisaba de habilidades y presupuesto que no estaban al alcance de todo el mundo. Y muchos menos de los niños y de los adolescentes. Nada estaba al alcance de la mano. Había que comprar un carrete (Agfa o Kodak, Fugi, Negra o Valca), era necesario seleccionar la sensibilidad (alta, media o baja), y la capacidad de carga (12, 24 o 36 fotografías), había que insertar la lengüeta de la película dentro de la ranura correspondiente, vigilando que la luz no velase el celuloide (esta operación se solía realizar en penumbra). Era necesario deslizar con cuidado el mecanismo de arrastre (no fuera que se perdiera una opción). Había que afinar mucho a la hora de enfocar, medir la velocidad y la apertura del diafragma, corregir los posibles errores de paralaxi y disparar, porque se corría el riesgo de perder una instantánea o muchas. Y eso costaba dinero (no exista la opción de borrar). Superadas todas estas dificultades, era preciso llevar el carrete a revelar. El tendero lo enviaba lejos, no se sabía exactamente a dónde, tardaba más de una semana, tal vez un mes, y finalmente llegaba retratado sobre papel. “Cuando podremos recoger las reproducciones?”, preguntábamos de forma rutinaria. “No se lo puedo decir con exactitud”, respondía el dependiente. Era toda una odisea.
Arthur Eddington, astrónomo y director del Observatorio de Cambridge, vivió una experiencia similar, mucho tiempo antes y en otro contexto. Decidió comprobar si la luz de una estrella se desviaba al pasar por el campo gravitatorio del Sol, según preveía la teoría de la relatividad de Einstein. El experimento se realizó desde dos lugares (en la jungla amazónica al norte de Brasil y en la pequeña isla africana de Príncipe, entonces colonia portuguesa). Se trataba de aprovechar un eclipse de Sol que se produjo a finales del mayo de 1919. Las placas fotográficas obtenidas se enviaron a Inglaterra en barco, se revelaron con mucho cuidado y se compararon. Todas estas operaciones no estuvieron terminadas hasta el mes de septiembre. Los científicos se estaban desesperando y algunos se mordían literalmente las uñas. Sólo Einstein mostró una aparente indiferencia, que los biógrafos han demostrado que era falsa. Final feliz: la teoría de la relatividad era correcta y el mundo se rindió a los pies de Einstein.
En aquella época, las fotos, al principio en blanco y negro, después en color, merecían un marco de madera, mejor de plata o, como a mínimo, un álbum. Muchas se guardaban en cajas de cartón, generalmente de zapatos. O de bombones. Algunas adquirían el rango de una pintura al óleo. Caras serias, pero no disgustadas. “Casi nadie sonríe a les fotos antiguas”, recogía un anuncio de la marca de coches Audi. Y tenía razón. “Nadie cuelga ni enseña las fotos tristes”, proclama Lorne Malvo, el malvado de la serie Fargo en un capítulo de la primera temporada. Verlas se convertía en una liturgia social, los días de fiesta, en las reuniones de familia, amistades y otros conocidos y saludados.
Durante buena parte del siglo XX, las fotos (siempre en blanco y negro) eran un testimonio valioso en manos de los viejos detectives de las clásicas novelas y películas de los géneros negro y de espionaje. Eran, y son, mis novelas y películas preferidas: Hércules Poirot o miss Marple, Sam Spade o Philip Marlowe, Maigret, Smyley, Auguste Dupin, Perry Mason, incluso el padre Brawn, quizá Sherlock Holmes… Una antigua y única foto, encontrada en el cajón de un tocador, debajo de unos guantes blancos, o en un rincón de la buhardilla, era una prueba de valor incalculable. Muchos habrían querido destruir esta foto, o matar para obtenerla. Ahora eso sería imposible: habría miles de imágenes repartidas por todo el mundo o, lo que resulta más inquietante, en la nube.
También aparecieron las diapositivas, transparencias en positivo en un marco, primero de cartón, y después de plástico, que se proyectaban sobre una pared clara o sobre una pantalla desplegable, desde un aparato que soplaba, con una lámpara que se calentaba una barbaridad y se fundía, muy a menudo, en los momentos más inoportunos. Miles de diapositivas descansan hoy en paz, en un proceso imparable de decoloración, dentro de ataúdes improvisados, abandonadas en los rincones más inverosímiles.
Nadie, insisto nadie, hubiera imaginado que centenares de aquellas fotos (y todavía muchos menos los vídeos) se alojarían cinco décadas después, en un pequeño teléfono móvil, capaz de obtener imágenes de gran calidad, editarlas y transferirlas. Todo ello conectado en red y en tiempo real a diversos aparatos (móviles o no) y a diversos familiares y amigos. Maravillas que entonces hubiéramos considerado milagros, sueños o fantasías irrealizables.
Recuerdo también el nacimiento de la televisión e Barcelona, y tal vez en España, porque lo conocí en vivo y en directo. Un tío mío, de nombre Salvador Ramentol, el único hermano de mi padre, fabricó uno de los primeros aparatos: un tubo de rayos catódicos primitivo (Telefunken), rodeado de cables y lámparas de vacío. No creo que dispusiera todavía de transistores. Mi tío era lo que hoy llamaríamos un ingeniero de telecomunicaciones, pero sin título universitario (no existía). Había estudiado, creo, en la escuela de Radio Maymó. Aquel extraño aparato con una pantalla grisácea, que al encenderla se convertía en luminiscente, hubo de esperar las primeras emisiones de TVE. Y cuando se produjeron, fueron el centro de la curiosidad de todo el barrio. Muchos años después, descubrí que el tío Salvador, que tuvo demasiada suerte en la vida, había publicado algunos artículos en una revista electrónica especializada, el nombre de la cual he olvidado. En 1964, obtuvo la patente de un “aparato imantador de volantes magnéticos”. Me sabe mal, pero desconozco su utilidad.
Mi padre fue un alto directivo de Nestlé, y esta empresa multinacional de origen suizo patrocinó los primeros grandes programas de éxito en TVE: “Ayer noticia, hoy dinero” y sobre todo “Esta es su vida”, versión española de un programa de la NBC americana creado per Ralph Edwards. Los producía y dirigía Jordi Garriga, director de publicidad de la empresa en España, con el seudónimo de Jorge Leman. Le acompañé en algunas emisiones y pude vivir la televisión des de dentro.
Y en una estancia de cuatro meses en París, después de dejar los dos años de estudios en el Seminario, fui testimonio de las primeras pruebas de televisión en color, con el sistema Secam (Séquentiel Couleur à Mémoire). Y estuve presente, durante varios días, en el montaje de la demostración que se hizo en el Palais de la Découverte, en el ala oeste del Gran Palais de París.
Hojas de periódico sobre el suelo recién fregado
Nadie, decía, escribió el diario del día en que nací. Entonces no había costumbre. Seguro que mis padres compraron La Vanguardia Española. Pero después de hojear aquel periódico cenizo y plúmbeo (si aquel día tuvieron tiempo de hacerlo), lo guardaron para proteger el suelo mojado y recién fregado. Tampoco recuerdo, como es natural, nada de aquello que sucedió el año 1948, ni mucho menos del día 1 de julio.
Muchos años más tarde, descubrí que La Vanguardia, el diario que, repito, solían comprar mis padres, abrió su primera página con la tensión creada por el bloqueo de Berlín, con imágenes de los aviones que cargaban las provisiones que llegaban mediante corredores aéreos. La misma primera página incluía otra foto de la proclamación, en Filadelfia, del candidato republicano a la presidencia de los Estados Unidos, Thomas E. Dewey. Era el favorito. Pero perdió, contra pronóstico, ante el demócrata Harry S. Truman. El Chicago Tribune, en una primera edición, llegó a titular, de forma precipitada, “Dewey derrota Truman”. La prensa, como siempre, confundiendo los deseos con la realidad.
La primera página de La Vanguardia también contenía informaciones sobre la visita del ministro de Instrucción Pública de Filipinas al Consejo Superior de Investigaciones Científicas. Me gustaría saber qué se investigaba en aquella época. Se incluían de oficio las audiencias de Su excelencia el Jefe del Estado y Generalísimo de los Ejércitos (el dictador Franco) en el Palacio de El Pardo, entre las cuales había una con Dionisio Redruejo, que después se convertiría en disidente democrático. Quizá fuera aquél el día en que el Ridruejo, exfalangista y exfascista hasta a la médula, le hizo a Franco un monumental corte de mangas. Tal vez no. Es igual: tampoco hubieran dicho nada. Los medios y la mayoría de sus profesionales también estaban al servicio del régimen. No observo hoy grandes cambios en este sentido.
La cuota “literario/intelectual estaba representada por un artículo recargado y de tono lírico escrito por César González Ruano, titulado “Sí vale algo”, intentando contradecir una frase de Voltaire que decía, según él, lo siguiente: “el final de la vida es triste, la mitad no vale nada y el comienzo es ridículo”. González Ruano, feliz viviendo dentro y gracias a la dictadura, solía arrimarse al sol que más calentaba: poeta ultraísta y escritor prolífico, de ideología nazi o no, depende, delator de judíos a la Gestapo y traficante de visados para que huyeran, condenado en Francia en 1948 por “inteligencia con el enemigo”, corresponsable (como muchos prohombres franquistas) de sus asesinatos, amigo de Raquel Meller y biógrafo de Mata-Hari. A mediados de los años 40 del siglo pasado, se recluyó en Sitges y vivió una vida bohemia. Hay un refrán catalán que reza: el diablo, cuando es viejo, se hace ermitaño. Después regresó a Madrid.
La apostasía de Dionisio Ridruejo tuvo un cierto impacto dentro de los limitados círculos del falangismo disidente. Manuel Sacristán siguió un camino parecido, pero no sé si paralelo. Algunos mantenían contacto con sectores anarcosindicalistas y colaboraban en secreto dentro de los sindicatos verticales. Otros buscaron raíces izquierdistas en el pensamiento de José Antonio Primo de Rivera y concluyeron que había signos socialistas. Así lo teorizó Manuel Cantarero del Castillo en una obra titulada “Falange y socialismo”. Libro en mano, me entrevisté con él en su despacho de abogado en Madrid. Me pareció un hombre honesto, que quería salir de la dictadura dando paso a los grandes partidos tradicionales, mediante una república democrática. Pero sus argumentos (sobre todo los que se referían a Falange) no me parecieron demasiado sólidos. Más tarde, muerto el dictador, se alió con el PSOE histórico. Salió rebotado. No le entendieron ni sus antiguos compañeros del Frente de Juventudes ni los nuevos del socialismo tronado. He perdido la pista de sus partidarios. Tal vez algunos optaron por ingresar en el PSOE “verdadero” de Felipe González. No lo sé. Cantarero acabó en Alianza Popular y después en el Partido Popular. Fue diputado europeo. Al final, de socialista, nada. Murió en marzo de 2009.
También el 1 de julio de 1948, hacía pocos días que el Barça había ganado la liga, y el Real Madrid (decimoprimero sobre catorce equipos) había estado a punto de bajar a segunda división, con sospechas de compra de partidos para evitarlo. El Madrid ya era el equipo de régimen.
Testimonio mudo
No quiero esquivar, no obstante, mi responsabilidad sobre la miseria documental de que dispongo. He vivido, en vivo y en directo, una cantidad inmensa de acontecimientos que podemos calificar de históricos. Muchos. Algunos públicos, pero también bastantes ocultos y confidenciales. Pues bien, no tengo ni un mal pedazo de agenda en donde, con paciencia, haya ido apuntando mis experiencias vitales, les fechas y los datos: las vivencias más o menos históricas, las personas y los personajes conocidos o saludados, los recorridos profesionales, las reuniones, los congresos, las conferencias y las mesas redondas, las relaciones humanas, los encuentros, los sucesos, los viajes, las comidas, las confidencias, los secretos…
He conocido y conozco bastante gente del mundo de la historia, del periodismo e incluso de la política que lo ha hecho. Josep Tarradellas, sin ir más lejos. TV3 emitió un documental sobre el expresidente y lo tituló “L’home que ho guardava tot” (El hombre que lo guardaba todo). Su inmenso legado histórico y testimonial reposa (es un decir) en el monasterio de Poblet. Se trata de más de un kilómetro lineal de documentación, unas 130.000 cartas enviadas y recibidas, más de 11.000 libros y casi 34.000 fotografías. Dios me libre.
Joaquim Nadal, exalcalde de Girona y exconseller de la Generalitat, tenía un dietario en el cual apuntaba las charlas e incluso los menús de los almuerzos. Todos los detalles. Lo transcribió, de forma hábilmente administrada, en un libro titulado “Testigo de cargo: veinte años al servicio de Catalunya, 1993-2012”. Fíjense bien: testigo de cargo, es decir, la persona que declara en un juicio en contra del acusado. Me parece muy fuerte. Es preciso recordar, además, que “Testigo de cargo” era y es una gran película, dirigida por Billy Wilder el año 1957, basada en una novela de la siempre sorprendente Aghata Christie. No sé con quién se quería comparar Quim Nadal: tal vez con Sir Wilfrid (interpretado por el extraordinario Charles Laughton), un astuto abogado recientemente curado de una enfermedad; o con Leonard Vole (Tyrone Power), el acusado y asesino de una vieja viuda; o con la aparentemente malévola, pero inocente, Christine Vole (Marlene Dietrich), quien finalmente mata a su marido infiel; o incluso con la divertida enfermera Plimsoll (Elsa Lanchenster). Se trataba de la crema y la nata del cartapacio de actores y actrices del Hollywood de los años 50 y 60. Al final de la sesión, mientras pasaban los créditos, una voz en off recomendaba a los espectadores no explicar el desenlace a nadie. No he seguido aquellas instrucciones. Lo siento. Pero tampoco es el caso de Quim Nadal: su testigo de cargo reúne cotilleos políticos a porrillo y, en algunas ocasiones, no deja títere con cabeza. A fe de Dios, que yo no soy nada fisgón, al menos en el sentido festivo de la palabra.
Sami Naïr, un intelectual francés de origen argelino, metido provisionalmente en el lío de la política como asesor del entonces ministro del Interior, Jean-Pierre Chevènement, era el más alto funcionario de guardia el 31 de agosto de 1997. Le tocó gestionar la muerte en accidente de Diana de Gales, la princesa triste y torturada. Fue testigo privilegiado de los momentos inmediatos del brutal impacto del coche en que viajaba Diana en un túnel muy cerca del puente del Alma, en París, en compañía de su amante Dodi al Fayed, un guardaespaldas y un chófer borracho. Asistió en primera línea a muchas idas y vueltas, algunas secretas. Un montón de maniobras diplomáticas. Estaba presenta cuando la princesa murió en el hospital de la Pitié-Salpêtrière. Calló, pero no olvidó. El mismo explicaba, veinte años después, que había guardado diversos documentos. Yo probablemente no lo habría hecho.
He pasado horas y horas charlando con un historiador que supera a aquel huraño presidente de la Generalitat en la obsesión por recoger y guardar papeles de forma ordenada, y que tiene una agenda más bien administrada que la de Quim Nadal. Se trata de Joan B. Culla. Él y el economista Eugeni Giralt, dos traperos de posters y dosieres, fundaron el Centre Documental de Comunicació (más bien de documentación política), quizá el más importante del Estado español, y que yace (es un decir), disfrutando de una cierta soledad, en el edificio de la Biblioteca de Comunicació i Hemeroteca General de la Universitat Autònoma de Barcelona. Les malas lenguas hablan de dos personajes estrafalarios que iban al final de las manifestaciones, antes que llegasen los camiones de limpieza, recogiendo, de aquí y de allí, todos los papeles que se habían lanzado. O que, sentados, al lado de la fotocopiadora, en la sede de cualquier partido político o institución, pedían educadamente un duplicado de la documentación. Y sorprendentemente, se lo entregaban. O que deslizaban discretamente entre los militantes en la sala de reuniones y pispaban (pillaban, dirían ahora) una carpeta llena de manifiestos ideológicos, estrategias más o menos ocultas y alguna que otra miseria. O que hurgaban en las papeleras… No sé si recibieron algún golpe de porra. Pero, en todo caso, salieron indemnes. Lo que sí sé es que todas aquellas hojas de los tamaños más diversos y de los contenidos más inverosímiles están cuidadosamente reunidas y clasificadas dentro de centenares de cajas en el CEDOC o, lo que es más impenetrable, en el archivo de Culla.
No ha sido, ni es, ni será mi caso.
No he recogido, organizados por temas, fechas o por orden alfabético, dentro de ningún receptáculo, sifonier o cualquier otro tipo de cómoda, los apuntes, los papeles o las fotografías que hubieran podido documentar aquello que sería necesario recordar porque lo he vivido directamente. O aquello que me parece que ha sucedido. Conservo, eso sí, en papel fino de copia dactilográfica o dentro de un lápiz de memoria, centenares de artículos escritos por mí a máquina o en el ordenador. Algún ataúd de cartón contiene recortes y fotocopias de estos mismos artículos una vez publicados en más de una veintena de diarios y revistas en los que trabajé de periodista, en algunos casos con cargos de alta responsabilidad. Sé que los tengo enterrados y conservados. Sospecho que, dentro de unos años, servirán para encender la chimenea. De hecho, estoy convencido de ello.
No guardo nada grabado (ni se guarda nada grabado) de mi paso por la radio y la televisión, en algunos casos también en cargos de responsabilidad. No coloqué nunca ningún micrófono (al estilo de La Camarga) para registrar las conversaciones que he mantenido con un buen número de personalidades de todos los colores y habilidades. Yo no lo he conservado (se gravaba en cintas de vídeo profesional de gran formato). Y mis sucesores literalmente las borraron, sospecho que aniquilaron, lo cual, si fuese verdad, se podría considerar un escándalo monumental.
En el caso de Televisión Española, en donde dirigí los informativos diarios Crònica y Miramar, se trataba de material único correspondiente al período de la postransición de la dictadura a la democracia. Es decir: entre los años 80 y 82 del siglo pasado. Cuando RTVE en Catalunya produjo un documental y organizó una exposición en el Palau Robert para celebrar el 50 aniversario, no se encontró ninguna imagen significativa de aquellos informativos, salvo las obtenidas durante el extraño y sospechoso asalto al Banco Central de Barcelona. Aquella época no existió. Alguien me confesó que había sido una venganza contra el período aperturista de Fernando Castedo e Iñaqui Gabilondo en Madrid, y de Tomás García Arnalot, Antoni Serra y Sergi Schaaff en Barcelona. Yo formaba parte de este equipo olvidado. ¿O tal vez fue un sueño?
Así que, si un día, quiero escribir y evocar mis recuerdos, tendré que fiarlo todo a mi memoria. Y la memoria (incluida la mía) es falible.
La información como ciencia
Pero volvamos al año al año 1948. En un momento determinado de mi vida, descubrí que, al margen de lo que titulaban los periódicos, aquel 1948 fue el año en el cual se diseñó la columna vertebral de todo aquello que hoy se conoce como la teoría de la información y la sociedad del conocimiento.
No sé exactamente cuándo y cómo lo supe. Tal vez el año 1969 o 1970, en la Escuela de Periodismo, la oficial no la de la Iglesia, ubicada en el primer piso de un edificio, al principio de las Ramblas de Barcelona, y dirigida por un escritor falangista decepcionado, de físico y pensamiento decadentista y bastante liberal (tal vez influenciado por el nuevo Dionisio Ridruejo), con unas gotas de existencialismo sui generis y un poco (no mucho) de ochocentismo, de voz grave y sonora, muy buena persona, de nombre Julio Manegat. En la teoría y en la práctica, él y yo estábamos enfrentados: yo era el delegado de los alumnos y él era el director. Mantuvimos muchas discrepancias y desavenencias. Y algún conflicto serio. Pero acabamos como amigos, hasta el punto que fue testimonio en mi boda con Montse Sintas, la mujer de mi vida, alumna también de la escuela.
En los subterráneos de aquel inmueble, todavía permanecían los largos y lóbregos pasillos bordeados por cabinas, en las que los tempraneros censores franquistas habían vigilado todo lo que se emitía por la radio. Entonces ya no estaban. Continuaban censurando, pero lo hacían desde algún otro lugar.
El equipo docente de aquella escuela estaba formado por especímenes de todo tipo: desde un personaje que lucía orgulloso la esvástica como en los botones de su camisa (cruz gamada dorada sobre fondo negro), liberales camuflados no demasiado beligerantes con la dictadura, hasta marxistas activamente enfrentados al régimen franquista. El marxista era Carlos Martínez Shaw, discípulo de Pierre Vilar, excelente profesor de historia contemporánea, quien dejó una huella indeleble en muestra formación. El aparentemente no alineado, ni fu ni fa, era Carlos o Carles Pujol, según interesaba, discípulo de Martín de Riquer, plurilingüe y traductor de élite, una de las personas más leídas que he conocido, tal vez el mejor profesor de literatura que he tenido, fundador de la Academia de los Ficticios y responsable a en la sombra de la cocina de los premios Planeta. Las malas lenguas decían que el señalaba el ganador, eso sí, teniendo en cuenta o reconduciendo el oráculo de la esposa del editor José Manuel Lara Hernández, doña María Teresa Bosch Carbonell. El profesor nazi se llamaba Javier Comín, y era hermano de Alfonso Carlos Comín, católico y marxista (del PSUC), entonces alumno de la misma escuela y padre de Toni Comín, de izquierdas republicano e independentista, consejero (ministro) de Sanidad, a propuesta de ERC, en el gobierno presidido por Carles Puigdemont, a quien acompañó en su exilio en Bruselas. Hoy más cerca que lejos de los hederos de la desaparecida Convergència. Qué lío de familia.
Impartía una asignatura (no recuerdo cuál), un profesor flaco o, diría más, reseco, sabio, de ideas aparentemente estrafalarias, de nombre Alejandro o Alexandre Sanvicens o Sanvisens i Morfull. Había construido un pequeño ratón electromecánico que era capaz de encontrar la salida de un laberinto de sobremesa. Cuando el animal mecánico notaba que le faltaba energía, buscaba un enchufe situado exprofeso cerca de la salida, y se conectaba. Me lo mostró. Era una primera aproximación a la inteligencia artificial. Literalmente, aluciné. Me dijo que era una copia de un ratón de iguales dimensiones y prestaciones, creado por un ilustre ingeniero y matemático norteamericano de nombre Claude Shannon, considerado el padre de la Teoría de la Información, basada en un libro suyo publicado curiosamente el año 1948. Primera noticia.
También me dijo que aquel tal Shannon había publicado un texto (después descubrí que era un artículo en la revista Philosophical Magazine) sobre la posibilidad de construir una máquina capaz de ganar a los grandes maestros del ajedrez. Yo jugaba al ajedrez. Nada del otro mundo. Pero jugaba. Y, para mí y para todo el mundo, aquello parecía entonces un sueño totalmente imposible. Y puestos a delirar, añadió que había calculado el número de partidas que era necesario que la máquina memorizase: un 1 seguido de 120 ceros (10120). Los programas actuales de ajedrez (por cierto, casi invencibles) son capaces de evaluar hasta 200 millones de movimientos per segundo. Y así, cuando tenía 21 o 22 años, comencé a conocer el nombre y la obra de Claude Shannon. Nadie de mi entorno lo había descubierto.
Desde aquel día, Claude Shannon fue apareciendo y desapareciendo de mi horizonte intelectual. Al principio, repasé las guías de libros publicados en catalán (entonces pocos) y castellano. Nada. Consulté los diccionarios generales y temáticos a mi alcance. Nada, tampoco. En la enciclopedia Espasa, por ejemplo, ni una mención. No existía. Ni en las versiones de los años 70 ni en la de 1985. Había tres Shannon’s: un pintor inglés experto en retratos, presente en la National Portrait Gallery de Londres; otro retratista, éste anglo-americano, y un médico nefrólogo neoyorquino. Descubrí que el río más importante de Irlanda se llama Shannon y es navegable. Pero ni rastro de Claude Shannon. Entonces no había programas de busca como los de ahora, ni enciclopedias virtuales en todos los idiomas posibles. El saber disponible se movía dentro de un círculo muy restringido. De forma siempre intermitente, su nombre afloraba en la revista Science & Vie, que yo leía desde muy joven, generalmente relacionado con el desarrollo primitivo de la inteligencia artificial. Casualidades de la vida: yo llegué a ser director de la edición española de aquella publicación mensual francesa. Y de esta manera, una lectura aquí y una cita allá, fui incorporando la Teoría de la Información a mi área de conocimiento y, naturalmente, a la lista de efemérides importantes del año de mi nacimiento.
Un día lo anuncié en público, y nadie me hizo caso. Me miraban como si quisiera dar un significado o un lustre artificial a una fecha anodina: la mía. Abrí, a partir de esta idea, alguna conferencia o mesa redonda, no lo recuerdo, pensando que era una forma original y ocurrente de entrar en materia, y a nadie le hizo gracia.
El 24 de abril de 2001, Salvador Alsius, en su discurso de ingreso en la Acadèmia de Doctors, puso énfasis en la transcendencia del año 1948. Aquella intervención se titulaba “La informació, un concepte clau per a la ciència contemporània” (“La información, un concepto clave para la ciencia contemporánea”). Yo no asistí a aquel acto, porque nadie me había invitado, ni tampoco nadie me advirtió sobre su celebración. Y me supo mal. Así que, cuando leí la versión impresa, me sentí muy reconfortado. Alguien pensaba lo mismo que yo. Después del título, aparecía la foto del doctor Alsius, disfrazado de académico, con cara de satisfacción contenida, birrete octogonal con borlas negras y flecos trenzados grises, pajarita blanca, toga (sotana) negra, capirote gris plateado con doce botones dorados, bocamangas (puñetas) blancas de puntas esmeradamente bordadas, las manos ligeramente cruzadas cogiendo los guantes también blancos. Más tarde me confesó que se había sentido bastante ridículo. Vete a saber.
La indumentaria era, efectivamente, antigua pero el planteamiento era muy innovador. Consideré que aquella intervención confirmaba mis presentimientos y razonamientos, y ayudaba a imprimir un giro importante al concepto de información impartido hasta entonces en el marco de la docencia universitaria de periodismo. Me sentí acompañado. Menos solo.
Cuando entré a formar parte del gobierno de Pasqual Maragall como director general de medios y servicios de difusión audiovisuales (a propuesta de ERC), lo utilizaba como una forma de explicar el porqué del tránsito de la televisión analógica a la digital, que yo pilotaba. Era mi destino, decía en broma, haber nacido el año 1948 y dedicarme a digitalizar el medio de comunicación más utilizado por la ciudadanía. Caras inexpresivas. En una ocasión, una persona del público o un contertulio, no lo recuerdo con precisión, me respondió que él había nacido el año de la proclamación de la República (eso sí que era significativo) y en cambio no lo aireaba. 1948 era un año como otro cualquiera, me reprochó con la seguridad propia de quien cree saberlo todo. Pura bagatela.
Lo explicaba en clase, pero mis alumnos no acababan de ver claro qué relación tenían todos aquellos conceptos estrambóticos, incluso pintorescos, con el periodismo. Lo utilicé, mucho más tarde, para presentar a Manuel Castells, en una conferencia organizada por el Consell de l’Audiovisual de Catalunya, organismo del que yo fue consejero, y mi ilustre invitado puso cara impasible, ni frío ni calor. No lo repetí más.
Mantuve un prudente silencio (excepto en la universidad) hasta que el historiador de la ciencia y la tecnología James Gleick, en su libro sobre La información, proclamó que 1948 había sido el año más crucial en la historia de las comunicaciones.
Una teoría matemática de la comunicación
Yo nací el año 1948. Déjenme que lo repita una y otra vez, porque me siento especialmente orgulloso. Pero entonces, como es obvio, no podía saber nada sobre la teoría de la información (y añado: del conocimiento). Es necesario admitir que bastantes personajes eminentes, analistas de renombre, académicos famosos y personalidades públicas de la época tampoco se dieron cuenta de su trascendencia. Y eso que ya estaban en pleno uso de razón. Los hay que, aun hoy, no se han enterado. No sería ni el primer ni el último episodio de estas mismas características: a Einstein, per ejemplo, le costó mucho que le hicieran caso.
Aquel año 1948, Claude Elwood Shannon (1916-2001), ingeniero electrónico y matemático estadounidense, publicó “A Mathematical Theory of Communication”, la obra que creó la Teoría de la Información. Aquel mismo año y en aquel mismo espacio, se editó “Cybernetics: or Control and Communication in the animal and the Machine”, de Norbert Wiener (1894-1964), la obra sobre la cual se construyó la nueva ciencia de la cibernética. Información y cibernética, los pilares de la era actual. El disparo de salida hacia la infotecnología, las conexiones en red y en tiempo real, la gestión de la información masiva (big data), los algoritmos, la realidad virtual, la robótica, la inteligencia artificial…
Once años antes, en 1937, Shannon había presentado su tesis doctoral en el Massachusetts Institute of Technology (el célebre MIT), en la cual aplicaba el álgebra de Boole y la aritmética binaria, utilizando relés y computadores per primera vez en la historia. Titulada Un Análisis Simbólico de Circuitos, Computadores y Relés, la tesis de Shannon se convirtió en la base de los circuitos binarios digitales. Tomen buena nota: los circuitos binarios digitales. Las aportaciones de Shannon han tenido una gran repercusión: su forma de cuantificar la información es la que se usa habitualmente en las telecomunicaciones y en la arquitectura de computadores.
Aquel mismo año, 1937, George Stibitz (1904-1995), quien trabajaba en los Laboratorios Bell, había inventado un computador basado en relés, y lo había llamado Modelo K. La k provenía de la palabra inglesa kitchen: lo construyó en la cocina de su casa. Utilizaba el sistema binario para realizar los cálculos. La empresa Laboratorios Bell autorizó un programa de investigación, con Stibitz al mando de un grupo de investigadores de primera línea.
Tres años más tarde, el 8 de enero de 1940, Shannon y Stibitz habían acabado el diseño de una Calculadora de Números Complejos. Y en el marco de la conferencia de la Sociedad Americana de Matemáticas, el 11 de septiembre de 1940, habían enviado órdenes a la calculadora mediante una línea telefónica y un teletipo. Fue la primera máquina computadora utilizada de manera remota. Estaban presentes John von Neumann, John Mauchly y el ya citado Norbert Wiener.
Recordémoslos. Von Neumann (1903-1957), un matemático y físico de origen húngaro nacionalizado norteamericano (en realidad, se llamaba Margittai Neumann János Lajos), fue un auténtico monstruo de la ciencia, un superdotado desde que ya era un niño. Cuando tenía seis años, era capaz de dividir mentalmente números de ocho cifras. A los ocho años, ya había leído la cuarentena de volúmenes de la Historia Universal que lustraban e ilustraban las estanterías de su casa. Memorizaba las páginas de un libro y las declamaba al pie de la letra, con puntos y comas. Me hubiera gustado tener alguna de esas habilidades.
Von Neumann fue el padre de mil y una teorías que han modelado la matemática moderna y sus aplicaciones tecnológicas, especialmente en el campo de aquello que hoy conocemos como ordenadores. Su arquitectura computacional, con unes cuantas modificaciones y ajustes, se aplica todavía hoy en nuestros portátiles (tabletas y smartphones). Su currículum tan sólo tiene, digamos, una mancha: haber colaborado en el proyecto Manhattan, la fabricación de les bombas que cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, y haber ayudado a diseñar la bomba de hidrógeno. De hecho, era un auténtico militarista. Dicen que murió de cáncer en un centro médico del ejército, rodeado de importantes medidas de seguridad, para evitar que, por voluntad propia o bajo los efectos de los sedantes, revelase los múltiples secretos militares que conocía.
Von Neumann participó, muy activamente en algunos casos, en los primeros proyectos de computadores electrónicos digitales avanzados: el célebre ENIAC y sus derivados. El creador de estas máquinas fue el ya citado físico norteamericano John William Mauchly (1907-1980), junto con John Presper Eckert (1919-1995). En su desarrollo, hicieron aportaciones fundamentales un grupo de mujeres programadoras, sabias y humildes, las “niñas” (eniac girls), el trabajo de quienes se silenció per cuestiones de discriminación de género.
El talento de Norbert Wiener podía competir perfectamente con el de Von Neumann. A los dos años, Wiener sabía leer y escribir; a los once, ingresó en la universidad; y a los catorce, había acabado la carrera de matemáticas. Y así sucesivamente. Era otro auténtico monstruo de la ciencia. Fue el creador, como he dicho hace un rato, de la cibernética, la rama de las matemáticas que estudia las funciones de control basadas en retroalimentación, los flujos de información y los sistemas de comunicación de las máquinas (y también de los seres vivos). No explicaré sus ecuaciones, sus teoremas, sus integrales ni, en general, su trabajo matemático porque sospecho que haría el ridículo. Tan sólo añadiré que, al contrario de Von Neumann, Wiener fue un auténtico pacifista y luchó en contra de la militarización de la ciencia.
Así que Von Neumann, Mauchly y Wiener habían estado allí, observando atentamente cómo Stibitz y Shannon enviaban, por primera vez, órdenes remotas a su calculadora. Ahora yo lo hago muchas veces cada día desde mi móvil, tableta y ordenador sin que le otorgue mayor importancia ni esté presente ninguna mente privilegiada.
Nada es imposible
Pero volvamos al año 1948. En algún momento de esta evocación histórica, he utilizado los términos “información”, “binario” y “digital”. Definámoslos brevemente.
El concepto de información se utiliza en ámbitos muy diversos: las matemáticas, la física, las telecomunicaciones, la genómica, las autodenominadas ciencias de la comunicación y, naturalmente, el periodismo. En cada uno de estos espacios, la palabra tiene unas connotaciones diferentes. Pero hay un denominador común. Se puede definir, en general, la información como el hecho de procesar, gestionar y organizar datos de una forma que produzcan conocimiento. Dicho de otra manera, y en palabras de Claude Shannon, información es aquello que reduce la incertidumbre. Ya sé que, en un sentido social más amplio, también se podría definir la información como todo aquello que un ser humano es capaz de percibir, incluyendo las comunicaciones escritas y orales, las imágenes, la ciencia, el arte y la música. Pero yo prefiero la primera de todas.
Permitan que lo repita mil y una veces: la información se concibe como el hecho de procesar, gestionar y organizar datos de una forma que produzcan conocimiento. Según mi opinión, el periodista hace exactamente eso. O lo tendría que hacer. Y aquí lo dejo. Per ahora.
El sistema binario se basa, tal como he dicho, en dos estados. En matemáticas e informática, representa la información utilizando solamente las cifras cero y uno (0 y 1). En un principio, correspondía al lenguaje de los computadores, pero ahora también se aplica en las tecnologías de la comunicación (las TIC’s) y en las telecomunicaciones (infotecnologías), dado que trabajan internamente siempre mediante dos niveles de voltaje o de tensión eléctrica: H (high) alto, y L (low) bajo; o encendido 1 y apagado 0.
No se trata de un invento actual. No. El matemático indio Pingala presentó la primera descripción que se conoce de un sistema de numeración binario, en el siglo tercero antes de nuestra era, lo que coincidió (o no, según los historiadores) con el descubrimiento del valor numérico del número cero. Se encuentran lenguajes binarios en China y en la India. En 1605, Francis Bacon (1561-1626) se refirió a un sistema en el que las letras del alfabeto podrían reducirse a secuencias de dígitos binarios.
El sistema binario moderno fue definido per Leibniz (1646-1716), en el siglo XVII, en su artículo Explication de l’Arithmétique Binaire, en el que se mencionan los símbolos binarios usados per matemáticos chinos. Leibniz ya utilizó el 0 y el 1.
[Abro un paréntesis. Leibniz nació, déjenmelo decir, el 1 de julio, es decir el mismo día y el mismo mes que yo, tres siglos y dos años antes que yo. De la siguiente lista de nacidos el mismo día, se desprende la multiplicidad de caracteres y habilidades (lo digo por los aficionados al horóscopo): George Sand, Diana de Gales, Josep Lluís Sert, Olivia de Havilland, Pamela Anderson y, curiosamente, Indiana Jones (personaje ficticio recreado per George Lucas), entre muchos centenares de miles de personas de naturalezas y talantes muy diferentes. Leibniz formuló la pregunta más profunda, enigmática y esencial de todas las preguntas que se pueden formular. Es mi pregunta sin respuesta preferida: ¿Por qué hay alguna cosa en vez de nada? En algún momento reflexionaré sobre esta cuestión. Cierro el paréntesis.]
Íbamos por el sistema binario. En 1854, el matemático británico George Boole publicó un artículo que marcó un antes y un después, detallando un nuevo sistema de lógica: el Álgebra de Boole. Este sistema jugaría un papel fundamental en el desarrollo del sistema binario actual. Shannon se basó en la matemática y en la geometría de Boole para confeccionar su tesis doctoral.
La utilización del código binario para el procesamiento, transmisión y almacenaje de todo tipo de información es el origen de todo. La unidad mínima es el bit (0/1 abierto/cerrado…). El byte es una colección de 8 bits, y corresponde aproximadamente a una letra. Un megabyte (un mega, o un millón de bytes) equivale a una novela. Un gigabyte (un giga o mil millones de bytes) equivale a un camión lleno de libros. Un ordenador portátil tiene un disco duro de, como a mínimo, 500 gigas. Un lápiz de memoria (tan pequeño como un escarabajo) puede llegar a las 128 gigas, o más. Un terabyte (un billón de bytes) equivale a un millón de libros (por cierto, 50.000 árboles de papel). Un disco duro externo portátil (entre 80 y 100 euros) puede tener uno, dos o incluso tres terabytes de memoria. Pronto podrá contener toda la Biblioteca Británica (entre 150 y 170 millones de obras y publicaciones). Se están fabricando memorias de diversos petabytes. Un petabyte corresponde a mil billones de bytes. Se cree que la memoria humana puede almacenar, como mucho, 2,5 petabytes de información. Nada es imposible.
La tecnología digital de nuestras máquinas aplica el sistema binario. Digital quiere decir que los datos (textos, sonidos e imágenes) se codifican en dígitos. Estos dígitos acostumbran a ser binarios: dos opciones. Pero no siempre. El código Morse, por ejemplo, está formado por cinco estados digitales (no binarios, sino quinarios): punto, raya, espacio corto (entre letras), espacio medio (entre palabras) y espacio largo (entre frases).
Hablamos de digital en contraposición a lo analógico. Y eso no resulta fácil de explicar. Las dos señales transmiten información. Pero lo hacen de forma diferente. Los sistemas analógicos funcionan con señales continuas, parecidas (análogas) a las señales originales, es decir, a aquello que percibimos. Se transmiten mediante ondas sinusoidales, en les que la información, en un intervalo determinado, puede adquirir valores infinitos. La señal analógica utiliza todos los valores posibles. El conjunto de señales que percibimos los seres humanos es analógico: la luz, el sonido, la temperatura, la velocidad, etcétera. Cuando hacíamos una fotografía analógica, la imagen original quedaba gravada en una película. Tal cual la veíamos. Eso sí: en negativo y tamizada per una lente. Dejémoslo aquí.
Los sistemas digitales, en cambio, funcionan mediante señales discontinuas que viajan en forma de impulsos y, en el caso binario, siguiendo la lógica de dos estados (1 y 0, alto o bajo voltaje, abierto o cerrado…). La señal se convierte así en unas largas combinaciones de ceros y unos que no se parecen en nada a la señal original. Necesitamos un conversor (o mejor, un convertidor) que traduzca la señal analógica (la realidad que nos rodea) en digital.
La señal digital, entre otras ventajas, puede ser gestionada y permite una gran precisión. Un cronómetro analógico de esfera tradicional mide el tiempo según el movimiento de una aguja y la habilidad de quien la detiene. Vemos como la aguja circula por todos los estados posibles, pero tiene una precisión limitada. Un cronometro digital no mide, cuenta y calcula números binarios, no presenta ambigüedades y permite disponer de datos exactos: milésimas de segundo, milésimas de milésimas… Los aparatos digitales computan enormes cadenas de dígitos. Pero no importa. Trabajan a gran velocidad, son capaces de realizar un gran número de operaciones complejas (hasta a billones por segundo) y permiten almacenar una enorme cantidad de datos.
Shannon trabajó con todo esto.
El arte de medir los mensajes
En 1948, Shannon (que seguía en los laboratorios Bell) descubrió que la información se podía medir y cuantificar. Y eso se podía aplicar a la capacidad que podía tener una línea telefónica, o una conexión por radio o (después) un DVD, un lápiz de memoria o un disco duro. En aquel momento, se trataba de saber cómo se podían reunir el mayor número de conversaciones telefónicas en una misma línea y, al mismo tiempo, sin que se interfirieron las unas con las otras.
Shannon se formulaba cuatro preguntas fundamentales. ¿Es posible medir la cantidad de información de un mensaje? Y si pudiéramos medirla, ¿es posible evaluar la capacidad del canal por el cual la información ha de circular o del soporte que la ha de almacenar? Y si se pudiera evaluar, ¿sería posible establecer un código eficaz (inteligible, sencillo…) que permitiese comunicar la información desde un emisor a un receptor? Y si este código existiera, ¿se podrían salvar les perturbaciones (ruidos) que pudieran afectar a las señales en el transcurso del su traslado y/o almacenaje? Respondió sí a todo. Shannon le puso un nombre: Teoría de la Información. Era una idea revolucionaria.
La información codificada en ceros y unos (es decir, en bits) puede responder a cualquier pregunta siempre que tenga una respuesta finita. Se poden codificar, por ejemplo, las letras en bits. Se necesitan aproximadamente entre cinco y ocho bits (un byte) para codificar cada letra de les 27 que tiene el alfabeto español. Y con eso se puede escribir una palabra, una frase, un artículo, un libro… Por ejemplo: un libro medio en castellano contiene unas 70.000 palabras y (con una media de 4,94 letras por palabra) unas 345.000 letras, en total dos millones de bits de información, que ocupan 0,04 por ciento de la capacidad de un DVD y una ínfima parte de la memoria de un lápiz potente o de un disco duro interno o externo. Es un descubrimiento sensacional.
Hemos dicho que, en un computador, los valores numéricos (0 y 1) pueden representar dos voltajes diferentes. También pueden indicar polaridades magnéticas sobre un disco magnético. Así un DVD puede contener información procedente del alfabeto (uno o diversos libros), pero también sonidos e imágenes fijas o en movimiento. Una película, por ejemplo, contiene más información que un texto. Ningún problema: se convierten los píxeles en bits. El píxel (de picture element) es la unidad mínima que, en conjunto, forma una imagen digital gráfica. Si la película es en blanco y negro, contiene mucha menos información que si es en color, o en alta definición, o en muy alta definición o en tres dimensiones (como más píxeles, más bits). Insisto, ningún problema. Depende de la capacidad la máquina computadora y del sistema de transmisión. Y eso se puede gestionar.
Shannon introdujo los nuevos conceptos de entropía y redundancia, que abrieron la puerta a los sistemas de gestión y compresión de los datos. La entropía de Shannon es la magnitud que mide el grado de información aprovechable contenida en un flujo de datos. Es decir, aquello que aporta información sobre un hecho concreto. Cuando, en 1948, Shannon formuló una función que permitía calcular la información de un mensaje en forma de bits, pensó llamarla “función de información”. Pero la palabra “información” tenía demasiados significados, especialmente en inglés. Así que decidió llamarla “incertidumbre”. Lo comentó a John Von Neumann (ya sabemos quién es) y le propuso el nombre de entropía, per dos razones: porque la palabra incertidumbre ya era utilizada en mecánica estadística; y porque nadie sabría qué quiere decir exactamente “entropía”. Y efectivamente, nadie sabe realmente qué quiere decir.
El valor de la entropía de Shannon también equivale al número mínimo de bits que se necesitan para transmitir un mensaje entre emisor y receptor, sin perder información. Ejemplo de mensaje sin información (o con información de valor cero): «Esta noche, el cielo estará oscuro hasta que salga el sol». Para Shannon, la falta de información radica en el hecho de que este mensaje no contiene ningún desorden respecto de la realidad habitual y, por lo tanto, es de entropía cero. Ejemplo de mensaje con información: “Hoy, 10 de agosto, durante la noche, nevará en toda la costa mediterránea”. Este mensaje sí que contiene información. Se está produciendo un fenómeno poco habitual (un desorden) y, en consecuencia, el conocimiento de esta predicción aporta un cierto grado de información.
La redundancia es una propiedad de los mensajes, consistente en tener partes predecibles que no aportan nueva información o repiten parte de la información. La redundancia también se puede identificar como un exceso de información. Un ejemplo de redundancia sería el pleonasmo, una figura retórica consistente en la repetición de elementos léxicos aparentemente innecesarios en una oración. Por ejemplo: «sal fuera» o «entra dentro» o “sube hacia arriba”. El pleonasmo, que puede ser útil (para explicar una acción) o conveniente en literatura, es prescindible en teoría de la información.
Todos estos conceptos, y su procesamiento en un sistema digital binario, permiten plantear una primera idea básica sobre la compresión de la información por eliminación de datos, es a decir, la reducción del volumen de información tratable (destinada a ser procesada, transmitida o grabada) para que ocupe la menor cantidad de espacio posible. En este sentido, la información puede tener tres niveles: básica/relevante (la necesaria para que se pueda reconstruir el mensaje i/o la señal), redundante (la repetitiva o previsible) e irrelevante (la que no afecta el contenido del mensaje). Y atendiendo a esta división, se podrían establecer tres tipologías de compresión: sin pérdidas reales, cuando se transmite toda la información básica y también la irrelevante, pero se elimina la redundante; subjetiva sin pérdidas, cuando se transmite sólo la básica (sin la redundante ni la irrelevante); y subjetiva con pérdidas, cuando (además de la redundante y la irrelevante) se elimina cierta cantidad de información básica, de manera que el mensaje se reconstruirá con errores perceptibles pero tolerables.
¿Una versión orquestal digitalizada ha de acumular la misma cantidad de información si está destinada a ser escuchada dentro de un coche que circula per la carretera, rodeado de ruidos, o si se escucha dentro de una habitación forrada de material aislante, sumida en el silencio más absoluto? ¿Podemos eliminar la mitad de los 40 violines (es un decir) en el caso del coche, sin que se note? ¿Una película destinada a ser vista en la pantalla pequeña, en algunos casos minúscula, de un smartphone, es necesario que se reciba en ultra alta definición (4 u 8 K) como si fuera una pantalla gigante?
Shannon fue uno de los primeros en interesarse por la redundancia estadística de las lenguas naturales y, en particular, por la de la lengua inglesa. Sus investigaciones, hechas a partir de la entropía de los textos escritos en inglés, probaron que las lenguas naturales contienen una redundancia estadística cercana al 80%. Eso no significa exactamente que, en los textos en inglés, se pueda eliminar el 80% de los caracteres. Se trata de un dato estadístico. Los experimentos demuestran que si se eliminara más de una cuarta parte de las letras sería imposible reconstruir completamente un texto. Pero también es cierto que los lenguajes naturales tienen numerosas redundancias y un alto grado de ineficiencia. De hecho, los usuarios de los medios de movilidad (especialmente smartphones) envían mensajes del tipo “q t pases b”. Y un emoticono de besos. Es a decir, “que te lo pases bien, besos”. La frase comprimida se entiende perfectamente, sin necesidad de completarla según las reglas gramaticales. Y eso provoca un escándalo mayúsculo entre los lingüistas. A menudo, se utilizan sólo emoticones: el dedo pulgar hacia arriba (es a decir, muy de acuerdo). Shannon en estado puro. Pero la mayoría de quienes hacen esto, desgraciadamente, no lo sabe.
Por cierto, dentro de las lenguas vivas más cercanas, el catalán y el inglés son las que utilizan menos letras por palabra. El alemán, usa entre 6,10 y 5,92 letras; el castellano, entre 4,96 y 4,94; el francés, entre 4,87 y 4,84; el inglés, entre 4,88 y 4,50; y el catalán, 4,73.
El sistema de comunicación está compuesto, según Shannon, por cinco momentos básicos: la fuente (emisor) y el mensaje inicial; el transmisor y el mensaje codificado (en digital binario y comprimido); el canal, es decir, el medio físico que permite el transporte de las señales (cable, espacio radioeléctrico, disco magnético, lápiz de memoria…); el receptor, es decir, el recurso técnico que descodifica, descomprime, corrige los errores (“ruidos”, interferencias) y transforma las señales binarias recibidas en un mensaje inteligible; y finalmente, el destinatario, es decir, aquel que recibe el mensaje (textos, sonidos o imágenes), teniendo en cuenta les necesidades objetivas.
Llegados a este punto, podría reproducir aquí algunas fórmulas para calcular, por ejemplo, el grado de entropía. Pero declino también esta tentación. Yo mismo me siento incapaz de explicarlas y de aplicarlas. Es preciso añadir finalmente que, además de los sistemas de compresión por eliminación de datos, existen hoy diversos estándares técnicos que permiten comprimir y mejorar el transporte de información. Uno de los más conocidos en el campo del audio y el video es el MPEG (Moving Picture Experts Group).
He insinuado hace un rato que, con la tecnología digital, pronto podríamos poseer, dentro de un disco duro, todos los contenidos de cualquiera de las grandes bibliotecas del mundo. Todo puede estar a nuestro alcance. Nada, decía, es imposible. Y esta es la visión positiva y optimista.
Pero todo esto también dibuja un horizonte inquietante. Quien posea todos los conocimientos, incluidos nuestros datos personales, y sea capaz de gestionarlos mediante complejos algoritmos, dominará el mundo. No es una mera hipótesis: está sucediendo. Google, Facebook y otras compañías ja hace tiempo que son conscientes de que el poder no pasa por el dominio sobre las máquinas y las tecnologías en general, sobre las armas o los sistemas financieros, sino per la acumulación y el control del flujo de datos. A cambio de darnos servicios gratuitos (de busca, por ejemplo) las grandes empresas de acumulación de datos masivos obtienen información sobre nuestros gustos, nuestros hábitos, nuestras necesidades, nuestro estado de salud y nuestras intenciones. Todo. Habrá que regular la propiedad, el derecho de acceso y el uso de los datos. O caeremos en manos de los algoritmos y de sus propietarios. El pensador israelí Yuval Noah Harari y muchos otros autores nos avisan de los posibles efectos colaterales perniciosos de la fusión entre la infotecnología, la neurotecnología y la biotecnología.
El invento del siglo y más ideas geniales poco recordadas
En 1948, sucedieron muchos más eventos, algunos relacionados directa o indirectamente con lo que he contado.
Justamente el 1 de julio de 1948, la Bell Telephone Laboratories hizo público el invento de un pequeño (por la época) dispositivo electrónico semiconductor que sustituía buena parte de los componentes de los grandes ordenadores (y de los aparatos de radio y TV) con aquellas inmensas y recalentadas válvulas de vacío que tío aun utilizaba. La Bell patentó el primer transistor propiamente dicho, que habían inventado los ingenieros norteamericanos John Bardeen, Walter Houser Brattain y William Shockley. Los investigadores habían observado que, cuando los contactos eléctricos se aplicaban a un cristal de germanio, la potencia de salida era más grande que la de entrada. Recibieron el Premio Nobel de Física de 1956. El mismo año, y de forma independiente, los físicos alemanes Herbert Mataré y Heinrich Welker, que trabajaban en la Compagnie des Freins et Signaux, una subsidiaria francesa de la norteamericana Westinghouse, inventaron el transistor de contacto.
Después llegarían los circuitos integrados, en los que se alojan uno o más transistores, y los microprocesadores (los chips). Alguien dijo que el transistor es el invento más importante del siglo XX y tal vez de toda la historia de la humanidad. “La vida en un xip”, se tituló un programa de Joaquim Maria Puyal en TV3, la televisión pública de Catalunya.
También en 1948, Peter Goldmark, basándose en las ideas de John Logie Baird y Guillermo González Camarena, desarrolló el primer sistema tricromático de televisión en color, denominado sistema secuencial de campos, adoptado inmediatamente por su empresa, la Columbia Broadcasting System. Entre 1948 y principios de 1949, el ingeniero Leroy “ed” Parsons creó en Astoria (Oregon) la primera televisión por cable. En 1948, el físico inglés Dennis Gabor descubrió los principios de la holografía. En 1948, el estadounidense Willard Frank Libby construyó el primer reloj atómico, basándose en las ideas de Isaac Rabí. En 1948, Peter Goldmark creó el primer disco de vinilo irrompible, y supuso el gran big bang de la industria discográfica. En 1948, se inauguró en Monte Palomar el telescopio mes grande del mundo. En 1948, salió al mercado la cámara instantánea Polaroid…
El 4 de agosto de 1948, murió Mileva Maric, matemática serbia, compañera y después esposa de Albert Einstein, la mujer más influyente en el desarrollo de la teoría de la relatividad. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el grado de su participación. El matrimonio tuvo una hija que Einstein nunca reconoció, y dos hijos. Cuando la relación se deterioró, Einstein impuso a Mileva unas duras condiciones de convivencia. Einstein se casó con su prima Elsa Löwenthal, con quien mantenía relaciones antes de divorciarse de Mileva. Algunos capítulos de la vida de Einstein no son precisamente ejemplares, pero desde el punto de vista intelectual es una de mis grandes referencias, junto a Bertrand Russell, los dos Karl’s (Popper y Marx) y el Jesús histórico.
En 1948, se estrenó la película Let’s Live a Little (Vivamos un poco), una comedia de romances y enredos, diría que mediocre, dirigida por Richard Wallace y protagonizada por Robert Cummings, Anna Sten y Hedy Lamarr. ¿Que por qué la cito? Por Hedy Lamarr. ¿Y por qué Hedy Lamarr?
Hedy Lamarr fue la gran protagonista de una película estrenada un año después, en 1949, y considerada una de las grandes producciones de la historia del cine. Se trataba de un filme de carácter bíblico: Sansón y Dalila, del siempre espectacular Cecil B. DeMille. No la fui a ver. Ni en el año 49 (tenía un año) ni el 65, cuando la reestrenaron en Barcelona.
El crítico de La Vanguardia (que firmaba A.M.T., probablemente Antonio Martínez Tomás) decía que la Dalila de Lamarr era bastante “teatral y convencional”. Pero añadía, de inmediato, que la actriz era “de una gran belleza”. Efectivamente, el dibujo oficial del cartel de la película reproducía, en plano general, una escena en la que Lamarr, en posición escultural, acariciaba con su mano izquierda la cabeza de Victor Mature (Sanson) y escondía en la derecha un puñal, dispuesta a clavárselo en cuanto las circunstancias lo permitieran.
Repasando la larga lista de intervenciones cinematográficas de Hedy Lamarr, no recuerdo haber visto ninguna película suya. Y me sabe mal. Porque, es cierto, Hedy Lamarr era muy hermosa. Un retrato promocional, muy probablemente del año 1948, presentaba un primer plano de la actriz: la cara perfectamente dibujada, cabellos oscuros, cejas arcadas, ojos claros y brillantes que se dejaban querer por la cámara, nariz fina y labios bien perfilados y ligeramente carnosos. Lucía un escote tipo retrato, con un collar y unos pendientes plagados de piedras preciosas.
Lamarr formaba parte de una lista selecta de actrices que han recibido el calificativo de míticas, junto a Greta Garbo, Marlen Dietrich, Lana Turner, Marilyn Monroe, Rita Hayworth, Lauren Bacall, Ava Gardner, Ingrid Bergman, Elisabeth Taylor y la también austríaca Romy Schneider…
Bastantes científicos que he conocido o de los que he tenido referencias preferían a Marilyn Monroe. Los posters de la actriz ilustraban buena parte de las paredes de los despachos y de los laboratorios de muchos investigadores, entre ellos el del doctor y catedrático de Biología celular de la Universitat Autònoma de Barcelona, Josep Egozcue, uno de los grandes pioneros de las técnicas de reproducción asistida y muchas cosas más. Fue el director de mi tesis doctoral. Gran, enorme y divertido hombre de ciencia.
Hedy Lamarr había nacido en Viena el 9 de noviembre de 1914, veinticuatro años antes que Romy Schneider. Viena era, en aquellos momentos, la capital del imperio austro-húngaro. Lamarr murió en Altamonte Springs (Estados Unidos) el 19 de enero del 2000, dieciocho años después que Romy Schneider. Vivió casi 86 años.
Los malos gacetilleros de Hollywood destacaban sobre todo el hecho de que Hedy Lamarr, aparte de actuar en muchas películas bajo la dirección de los personajes más ilustres de la cinematografía mundial, había llevado y sobrellevado una vida sentimental y sexual muy intensa, incluidos diversos matrimonios rotos y algunos episodios escandalosos. Había sido la primera actriz de renombre en protagonizar un desnudo integral en 1933. Algunos paparazzi la habían calificado de devoradora de hombres o de seductora patológica.
Hedy Lamarr era, efectivamente, una mujer de “armas tomar”. La lista de actores y directores seducidos, según esos periodistas de poca monta, serviría de base per hacer una historia del cine de aquella época, sin dejar prácticamente a nadie importante. Faltarían pocos. Quizá uno: Bogart, con quien se negó a protagonizar Casablanca porque no le gustaba nada. Bastantes actrices se quejaban que el actor basaba muy mal.
Los tabloides también relataban la vida, en apariencia, extravagante de la actriz. Era, según las malas lenguas, muy caprichosa. Añorando el clima lluvioso de su Tirol natal, diseñó y se hizo construir una máquina de fabricar lluvia en el jardín de su mansión en California, en donde vivía prácticamente como (según decían) prisionera. Al final de su carrera, en plena decadencia, operada de todo con el fin de eliminar los signos inevitables de la vejez, fue detenida en diversas ocasiones por robo. Y algunos gacetilleros aprovecharon la oportunidad para acusarla de cleptómana.
No obtuvo ningún Òscar. Como actriz, tan sólo recibió un único galardón: el Premio Manzana Ácida por su comportamiento ante los periodistas.
Pero, y aquí comienza otra historia, porque recibió un premio del cual los gacetilleros no hacían ninguna referencia: el Premio a la Frontera Electrónica de la Fundación Pioner. Y en este instante se nos revela un rincón misterioso de su personalidad.
Hedy Lamarr era una mujer especialmente (excepcionalmente) inteligente. Con el nombre de Hedy Kiesler Markley (el de soltera), y trabajando con el compositor y pianista de vanguardia George Antheil (1900-1959), inventó un “sistema de codificación de transmisiones de espectro ampliado por salto de frecuencia”, que sirvió para radioguiar torpedos durante la Segunda Guerra Mundial (hacer que fueran indetectables para los enemigos) y, más tarde, los mísiles inteligentes. Era una técnica que permitía emitir señales de radio que cambiaban constantemente de frecuencia (de aquí el salto de frecuencia). Así cuando alguien quería interferir las señales, no podía identificarlas. Sobre el tema de los torpedos y los misiles, hay diversas versiones. Unos dicen que el invento, una vez aplicado, contribuyó a la victoria aliada sobre les fuerzas nazis. Otros creen que aquella tecnología era tan avanzada que no se pudo utilizar hasta los años 60 (coincidiendo con la crisis de los misiles en Cuba).
La tecnología Lamarr/Antheil se convirtió en la base del sistema de guía (GPS), y se utilizó para mejorar las conexiones de les naves espaciales con la Tierra, abrió la puerta a les tecnologías Wi-Fi y Bluetooth, y hoy en día todavía se aplica. Así que cuando conectamos nuestro móvil o usamos nuestro WhatsApp, podemos pensar que algo se debe a la capacidad inventiva de una actriz de vida agitada pero maravillosa, que inventó muchas más cosas, y de un músico creativo. Es preciso añadirlos a la lista de grandes hombres y mujeres que fueron configurando el escenario de la Era de la Información.
Ficción, pero no tanta, y otros aconteceres históricos
Algunos historiadores conciben 1948 como el del inicio de la guerra fría. Y efectivamente, se consolidó la división de Alemania en dos Estados: los aliados occidentales promovieron un proceso constituyente en los tres sectores ocupados por ellos, y los soviéticos cerraron su área y obligaron a organizar un enorme puente aéreo per abastecer la zona occidental de Berlín. Lo veíamos en la portada de La Vanguardia. Se produjo el golpe de Praga que llevó a los comunistas al poder a Checoslovaquia, mientras Tito se rebeló contra Stalin al proclamar que Yugoslavia era independiente de Moscú. Se firmó el Tratado de Bruselas, que sería la base para la creación de la OTAN. Se creó la Organización Europea de Cooperación Económica (después OCDE) y entró en vigor el tratado entre Bèlgica, Holanda y Luxemburg para formar la Unión Aduanera de Benelux, embriones los dos de la actual Unión Europea. Se puso en marcha el Pla Marshall, con el objetivo de ayudar y fortalecer los lazos entre la Europa del Oeste y Estados Unidos. Se fundó el Estado de Israel, y diversos países árabes le declararon una guerra que todavía dura. Y también en 1948, un joven extremista hindú asesinó Gandhi. Ahí es nada.
En los escenarios de ficción, o tal vez no (¡yo que sé!), John le Carré explica que, en julio de 1948, en el marco de las guerras internas del espionaje británico, el Circus ganó la batalla definitiva contra el decadente Departamento de Investigación, y lo envió a la habitación de los trastos viejos. El nombre de Circus proviene del cruce (antes rotonda) de las calles Charing Cross Road con Shaftesbury Avenue, denominado Cambridge Circus, en el centro de Londres. Allí, no demasiado lejos de la estación de metro de Leicester Square, hay el Palace Theatre, un inmenso edificio de ladrillo rojo y de un estilo que no sé definir, con un interior recargado y barroco, lleno de mármoles, maderas nobles, dorados y granates, en donde se representan buenos musicales, entre ellos Los Miserables (diecinueve años ininterrumpidos) y el de Harry Potter.
Dicen, pero no lo he podido comprobar, que dentro del mismo edificio se alojó, durante un tiempo, el Eccentric Club, la misión del cual no hace falta aclarar visto el nombre. Hoy el Eccentric Club está ubicado en Old Gloucester St., muy cerca del parque de Russell Square y del British Museum, de modo que queda casi justo detrás del hotel en el que nos alojamos mi mujer y yo cuando viajamos a Londres. Para los socios de este club, la excentricidad consiste (y cito textualmente) en la capacidad innata de ignorar las rutas bien exploradas de los demás y de inventar formas originales propias, encontrar enfoques sorprendentemente nuevos, mediante la multiplicidad de posibles soluciones y la diversidad de puntos de vista. No está nada mal. La próxima vez iré a hacerles una visita.
Pero volvamos a Cambridge Circus, porque en este mismo lugar, o más bien cerca de aquella zona, es donde Le Carré situó la base del servicio de inteligencia británico, el MI6. ¿A qué edificio se refería? No se sabe exactamente. The Palace Theatre no puede ser, porque el escritor describía el teatro como “una gran mezquita profanada”. La sede del HSBC Bank es demasiado baja: tres plantas. El escritor habla a menudo de la planta quinta. Lo mismo ocurre con el bloque de la esquina nororiental. Así que el edificio más probable, teniendo en cuenta todas las citas, es un inmueble de seis pisos que está situado en dirección norte de Charing Cross Road, y que tiene visión directa (justamente desde la quinta planta) sobre Cambridge Circus. En aquellas oficinas, trabajaban, diría que moraban, Control (nombre de guerra de la máxima autoridad) y un sagaz y lúcido (pero gris) oficial de inteligencia, de nombre George Smiley. Le Carré resuelve aquel conflicto de competencias entre el Circus y el Departamento de Investigación en una de sus (para mí) mejores novelas: El espejo de los espías. Era, insisto, el año 1948.
Cabe añadir que Le Carré nunca facilitó la identidad real de Control. Provocó su muerte, por causas naturales, en la novela titulada (El topo) Calderero, sastre, soldado, espía (publicada en 1974), en plena investigación para identificar un infiltrado que Karla (el maestro de espías soviético) había situado en los niveles más altos de la dirección del MI6. Como obra cinematográfica, El topo (título de la versión en castellano) se estrenó en 2011, dirigida por Tomas Alfredson, y ganó el premio BAFTA al mejor filme británico.
En 1948, mientras el Circus, según John Le Carré, imponía su autoridad, Georges Simenon vivía en Arizona con su mujer, su secretaria y su cocinera, todas ellas amantes. Aquel año escribió sus novelas consideradas maestras: “Pedigrí” y “La nieve estaba sucia”. Y también “El muerto de Maigret”, uno de sus mejores trabajos policíacos, al mismo tiempo que “Las vacaciones de Maigret”. Su obra originó una cincuentena de películas y telefilmes, y diversas series de televisión. Simenon era un hombre sin límites. Produjo, como mínimo, 400 libros y, según la leyenda, mantuvo relaciones con 10.000 mujeres.
Pero desde el punto de vista cinematográfico, el año 1948 (lo admito) no fue especialmente relevante en cuanto a producción audiovisual se refiere. La película de la Hedy Lamarr, tal como he dicho, pasó sin pena ni gloria. Let’s Live a Little (Vivamos un poco, en castellano) era una historia de embrollos románticos entre un agente publicitario, su psiquiatra y su entorno, todo muy made in Hollywood.
En 1948, se estrenó Key Largo (Cayo Largo), con Lauren Bacall, Claire Trevor, Edward G. Robinson y Humphrey Bogart. Dirigida por John Huston, para la Warner Bros. Claire Trevor, considerada la reina del cine negro, recibió el óscar a la mejor actriz secundaria por su papel como excantante alcohólica. Se pasaba el rato pidiendo una bebida que nunca obtendría. En Key Largo, un grupo de gánsteres se hacen los amos de un hotel en plena tormenta tropical, y Bogard (con su inexpresión de siempre), convertido en veterano de guerra, se enfrenta a la situación, provocando la admiración de la Bacall. Fue la última película de Lauren Bacall (“la mirada”) con Bogart (mediocre actor, salvo cuando tenía una pistola o un pitillo en la mano) como matrimonio en la vida real. Continuaron casados hasta la muerte del actor en 1957.
En 1948, se estrenó Irving Berlin’s Easter Parade, un musical dirigido por Charles Walters, e interpretado por Judy Galand y Fred Astaire. Y también A Foreing Affer, dirigida por Willy Wilder, e interpretada por Marlene Dietrich, Jean Arthur y John Lund. Marlene Dietrich representa a una cantante de cabaret en Berlín, recién acabada la segunda guerra mundial, en un papel que le iba como anillo al dedo.
Del cine español, los críticos suelen recordar La calle sin sol, una aproximación al género negro, rodada en el barrio chino de Barcelona, dirigida por Rafael Gil e interpretada per Amparo Rivelles, Antonio Vilar, Manolo Morán, las hermanas Caba (Irene y Julia); Vida en sombras, un drama sobre el mundo del cine dirigido per Lorenzo Llobet-Gràcia, con Fernando Fernán Gómez, María Dolores Pradera e Isabel de Pomés; y La vida encadenada, dirigida por Antonio Román, con Ana Mariscal, Antonio Vilar y Elena Salvador.
De entre todas estas y otras producciones menores, la película que obtuvo un lugar en la historia fue, sin duda, Locura de amor, un melodrama histórico, dirigido por Juan de Orduña, y protagonizado per Aurora Bautista, Fernando Rey, Sara Montiel y Jorge Mistral. José María Pemán, escritor prolífico y autor de la letra del himno nacional español, era su productor. Éxito absoluto en la España sometida a la dictadura franquista y en otros países de habla hispánica.
El acontecimiento que marcó el futuro de la humanidad
Pero no acaban aquí les coincidencias entre la fecha de mi nacimiento y la sucesión de grandes hechos históricos. He dejado para el final un acontecimiento de la máxima trascendencia que, por sí mismo, convirtió 1948 en legendario: en el transcurso de la tercera asamblea de les Naciones Unidas, celebrada en París el 10 de diciembre, se proclamó la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Yo nací el 1 de julio de 1948, el año de la publicación de la Teoría de la Información, del inicio de la cibernética, del invento del transistor y de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. A tenor de la fecha, tan sólo podía ser dos cosas: ingeniero de telecomunicaciones o ingeniero en informática (títulos que todavía no tenían rango universitario), o periodista (que tampoco).
Opté por el periodismo, pese a que no era una profesión (para mí una vocación) demasiado prestigiada. El mismo Einstein nos despreciaba: se sentía, según Walter Isaacson, asediado por la prensa y “otro tipo de gentuza”. Se le atribuye a Tom Wolfe aquella célebre frase: “No digas a mi madre que soy periodista, dile que soy pianista en un burdel”. Voltaire ya había anunciado que los periódicos eran los archivos de las bagatelas. Sherlok Holmes creía que la prensa era una institución muy valiosa, si se sabía cómo utilizarla. Y así sucesivamente. Hay una frase de Chesterton que me gusta mucho: el periodismo consiste esencialmente en decir “Lord Jones ha muerto” a gente que no sabía que lord Jones estaba vivo.
Me titulé en periodismo y, más tarde, me licencié en Ciencias de la Información. Durante muchos años, compatibilicé las tareas de periodista (especialmente científico) con la de profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Después me doctoré en Ciencias de la Información, y gané una plaza de profesor titular de periodismo científico y tecnológico, también en la UAB. Interrumpiendo mis tareas estrictamente académicas, y en calidad de servicios especiales, formé parte del Gobierno de la Generalitat de Catalunya, y también de otras instituciones públicas catalanas y españolas. En ningún caso, me quedé allí, y siempre regresé a la universidad, mi espacio natural. Ahora soy, una vez jubilado, profesor honorario. Nunca me he arrepentido.
Siempre me he sentido periodista y profesor de periodismo. Pero, debido a la deriva perversa de buena parte del periodismo actual (y también el de siempre), y teniendo en cuenta los cambios que están propiciando las infotecnologías, prefiero presentarme como gestor de la información. El gestor de la información es aquel profesional que procesa, gestiona y organiza los datos de una forma que produzcan conocimiento. Para toda la ciudadanía. Es la base sobre la que se construye una democracia de calidad. Una tarea tan compleja y necesaria socialmente como apasionante.
santiago.ramentol@uab.cat