Santiago Ramentol
En algún momento de mi vida sentí una efímera pasión por la Edad Media. No me pregunten el porqué. No sabría decirlo. Era un sentimiento similar al que tienen los niños actuales por el mundo de los dinosaurios. Leí todo tipo de libros sobre la época, sus sociedades y sus personajes. Eso sí, sin ningún orden ni concierto. Carente de método. Los despachaba tal como llegaban. Y es por este motivo que no me considero un experto.
Se trata de un periodo largo en la historia de la civilización occidental: casi mil años, entre la caída del imperio romano (finales del siglo quinto) hasta el Renacimiento (finales del siglo decimoquinto), coincidiendo más o menos con el invento de la imprenta y la llegada de Colón a América. No eran dos límites nítidos, sino desdibujados dentro de largos periodos de transición. Y en el centro, el temido año 1000, cuando se tenían que cumplir las previsiones del Apocalipsis. El fin del mundo. De esto, nada de nada. Y la humanidad recuperó la esperanza.
Con el tiempo, mi curiosidad se fue diluyendo, aunque no desapareció del todo. Y de repente, se vio avivada al publicarse (en 1980 en italiano y después en castellano y catalán) la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa. Significó, para mí, una auténtica sacudida. La he leído varias veces, y todavía me sorprende. En especial, su trasfondo teológico. Seis años más tarde, se estrenó una excelente versión cinematográfica (sin los sutiles debates sobre esencias espirituales), que también he visto repetidamente, a pesar del descontento del autor de la novela.
No quiero entrar en la polémica sobre si la Edad Media fue una etapa especialmente oscura o, por el contrario, un intervalo histórico donde se forjó, a fuego lento, la gran revolución humanística y científica. Doctores tiene la Iglesia. Mi sensación, condicionada por mi apego por el pensamiento innovador (basado en la ciencia), es que sí, que efectivamente, la Edad Media fue un largo momento brumoso, oscuro, con instantes tenebrosos y alguna chispa de luz.
Antes de publicar El nombre de la rosa, en 1972, Umberto Eco había escrito (y yo había leído) un capítulo de un libro colectivo titulado La nueva edad media, junto a Furio Colombo, Francesco Alberoni y Gioseppe Sacco. La idea más compartida consistía en el hecho que la sociedad de finales del siglo XX, a causa de sus profundas contradicciones económicas y sociales, entre ellas el deterioro medioambiental, corría el riesgo de derivar en una nueva versión de la época medieval. Las palabras clave eran crisis y caos. En este punto, se sumaron varios pensadores, la mayoría expertos en relaciones internacionales. Edgar Morin, filósofo y sociólogo francés, hizo alguna reflexión pertinente. El economista Alain Minc, también francés, publicó un libro (1993) con el mismo encabezamiento e intención que el de Eco y compañía.
La nueva mirada medievalista preveía un futuro desesperanzado.
Leídos y releídos los argumentos y previsiones medievalistas, pienso que no se puede descartar este escenario: retroceso radical de la economía, naufragio de la democracia, descalabro de la civilización basada en la ciencia y la tecnología, fragmentación social definitiva, disolución de los vínculos existentes, tendencia a la privatización del poder, sensación permanente de incertidumbre… Y especialmente ahora, una vez se ha publicado el informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático, avalado por la ONU. Muchas de las peligrosas alteraciones que se observan, y también de las que se prevén, dice el estudio, son irreversibles a corto y medio plazo. Es probable que todo esto tenga graves repercusiones políticas y sociales. Y, en consecuencia, no se puede descartar la posibilidad que la historia entre en un túnel oscuro, parecido al de los peores estereotipos de la Edad Media.
Será necesario, pues, combatir las causas de la crisis medioambiental de forma inmediata y con el uso de todos los recursos disponibles, especialmente científicos y tecnológicos, para frenar el deterioro y, más tarde, revertirlo. Muchos ya son conocidos y no los reitero, centrados especialmente en la sustitución definitiva de todo aquello que genere gases de efecto invernadero. Otros menos mencionados: la pobreza, el injusto reparto de los bienes económicos, la carencia de derechos humanos, la intimidación permanente de las armas de destrucción masiva, la resolución de los conflictos mediante el uso de la violencia, el deterioro de la democracia y el crecimiento de los dogmatismos. Todos estos factores también amenazan la supervivencia del Planeta.
Pero la crisis que se divisa puede tener un reforzamiento inesperado, un empeoramiento añadido, si no se emprenden las reformas con la contundencia necesaria, pero también con prudencia e inteligencia. Porque está emergiendo un sector apocalíptico, que asegura que ya se ha cruzado el límite de la soportabilidad y que hay que dar marcha atrás. Lo llaman decrecimiento. Y se basa en dos supuestos: no es posible un crecimiento continuo en un Planeta que es limitado, y que la Tierra ya no da más de sí. El primero plantea una idea sobre la cual hay que reflexionar. Pero el segundo supone una visión muy pesimista sobre la capacidad humana de resolver los problemas mediante el pensamiento avanzado. Los mismos partidarios del decrecimiento de los años 80 y 90 del siglo pasado ya advertían que esta solución es muy difícil de aplicar porque puede crear un caos irreversible.
En la versión más radical del decrecimiento, se habla de eliminar los sistemas de transporte actuales, individuales y colectivos, suprimir las autopistas y carreteras, liquidar los puertos y los aeropuertos, regresar al viaje a pie o en bicicleta, restablecer el autoabastecimiento alimentario y energético. Algunos hablan de destrucción creativa. Nada más y nada menos.
Frente al decrecimiento, me inclino por el crecimiento sostenible y solidario mientras haya miseria y gente que muera de hambre. Creo que solo el crecimiento sostenible puede mantener el avance de la ciencia y la tecnología, que permita solucionar los graves problemas que afronta la humanidad. Digamos visión optimista sobre la facultad humana de corregir los errores, y la capacidad de la ciencia y la tecnología de resolver problemas complejos. Y después, una vez conseguida una supervivencia global, prefiero la idea de un crecimiento próximo a cero (o controlado), repartido equitativamente, tal como aconsejaba hace muchas décadas el Club de Roma.
No estoy en nada de acuerdo con aquellos que proponen un decrecimiento general y especialmente económico. En primer lugar, porque significaría la muerte de millones de personas ya hoy vulnerables (¿no tienen derecho a disfrutar de una sociedad del bienestar?). Provocaría caos y una catástrofe global. Llevaría la civilización hacia una decadencia quizás irreversible. O en todo caso, sumergiría el Planeta en una larga edad oscura, peor que la antigua época medieval. Y quizás sin perspectivas de renacimiento. La amenaza y el temor de Umberto Eco y compañía se mantienen vivos y latentes.
El reto es doble: invertir el deterioro ambiental y el cambio climático (salvar el Planeta), y hacerlo sin que esto signifique un paso atrás en la historia de la humanidad. Siguiendo el hilo del mensaje de la ONU, todavía estamos a tiempo.