Santiago Ramentol
Muchos think tanks (laboratorios de ideas), bastantes empresas especializadas en análisis prospectivos (las que estudian los escenarios de futuro) y las mismas centrales de inteligencia confeccionan, alrededor del cambio de año, un listado de predicciones a corto, mediano y largo plazos. Muchos de estos informes son públicos, al menos en parte. Pero hay que buscarlos. Son pronósticos, proyecciones, no profecías, ni tampoco verdades absolutas. Son asuntos remarcables que suelen encontrar un eco más o menos discreto en los medios de comunicación. Pero con fecha de caducidad. Es decir, no se hace un seguimiento detallado. Estallan y se olvidan.
Un ejemplo. Desde mucho antes de que irrumpiera la covid-19, y se convirtiera en el tema estrella en los medios, el riesgo inmediato de una nueva pandemia de ámbito global ya formaba parte del catálogo de grandes amenazas para la humanidad, previstas en informes extraoficiales más o menos reservados. Y, no obstante, cogió a casi todo el mundo con el pie cambiado. Y todo fue un caos.
En estos documentos, suelen figurar dos cuestiones que siempre me han llamado especialmente la atención, ambas relacionadas con aquello que sentimos cuando miramos hacia el cielo, percibimos el infinito y distinguimos los misterios que rodean el universo. La primera tiene que ver con el riesgo de que un asteroide o un cometa choque con el planeta Tierra y provoque un gran colapso o una catástrofe definitiva. No se trata de ciencia ficción. Esta amenaza aparece de forma reiterada y, desde hace tiempo, se sabe que forma parte de las prioridades de la NASA y de la ESA, la agencia europea. La segunda es de un orden diferente, aunque relacionado: la posibilidad que, en algún momento determinado, se manifieste la existencia de vida más allá del sistema solar y, sobre todo, de vida inteligente. Y esto provocaría un choque psicológico trascendental.
De la primera, hemos tenido noticias hace muy poco: el lanzamiento de una nave contra un asteroide; y el estreno en Netflix de una película (“No mires arriba”) sobre la amenaza de impacto por parte de un cometa contra la Tierra.
Un cohete Falcon 9 se elevó, el 24 de noviembre pasado, desde la base de Vandenberg (en California), con el fin de comprobar si es posible alterar la trayectoria de un asteroide amenazador. El objetivo: el asteroide binario 65803 Dídymos/Dimorphos, de 780 y 160 metros de diámetro. La sonda Dart, este es el nombre de la nave, impactará sobre Dimorphos el próximo octubre. Se espera que la trayectoria lo desplace medio milímetro por segundo. ¿Sería suficiente? No se sabe.
Esta misión forma parte del programa que dio nombre a la sonda: DART (Double Asteroid Redirection Test). Y no es el primer ensayo. En 2005 los EE. UU. enviaron la nave Deep Impact contra el cometa rocoso Temple 1. Cosquillas. Pero provocó un cráter de unos 100 metros de diámetro y redujo mínimamente, sutilmente, la velocidad.
La Tierra ha sufrido todo tipo de colisiones con cuerpos cósmicos de dimensiones muy diversas. La más terrible y a la vez fundamental fue el probable impacto con un cuerpo de la medida aproximada de Marte, hace unos 4.500 millones de años, al poco de formarse la Tierra. Los restos de aquella enorme devastación acabaron formando la Luna. El más mortífero se produjo hace 250 millones de años, cuando otro probable choque con un meteorito provocó la desaparición del 96% de los seres vivos. La vida estuvo muy cerca de desvanecerse totalmente. Y el más popular, sobre todo entre los niños, se produjo hace aproximadamente 66 millones de años, causado por el impacto de un meteorito de unos 12 kilómetros de diámetro que acabó con el 75% de las especies y, con ellas, todos los dinosaurios.
Los impactos de asteroides sobre la Tierra han dejado numerosas cicatrices, generalmente en forma de cráter. Y parece que se trata de un fenómeno que se ha producido en un ritmo decreciente pero constante. Algunos son muy lejanos en el tiempo. Por ejemplo, el cráter de Vredeford, de un diámetro de 300 kilómetros, en Suráfrica, originado hace aproximadamente 2.000 millones de años. O el cráter descubierto bajo la Antártida en 2006, y que tiene más de 400 kilómetros de diámetro. El cráter causado por el asteroide que provocó la desaparición de los dinosaurios, el Chicxulub, se esconde alrededor de la península del Yukatán (en México), y tiene entre 170 y 300 kilómetros de diámetro.
Hay ejemplos más recientes. Hace no demasiado más de un siglo, en 1908, la explosión provocada por la caída de un meteorito arrasó una superficie de 2.200 kilómetros cuadrados cerca del río Tunguska, en Siberia oriental. Y más cerca, el 15 de febrero del 2013, en la zona de Cheliábinsk, en los Urales, la caída de un meteorito de unos 18 metros de diámetro y 11.000 toneladas de peso provocó más de 500 heridos por la onda de choque. Se prevé que la sonda DART deje un cráter de 20 metros de diámetro sobre la superficie de Dimorphos.
Estos bólidos potencialmente destructores pueden provenir de una zona intermedia que hay entre las órbitas de Júpiter y Marte. Allá existe lo que se conoce como el cinturón de asteroides, un tipo de anillo formado por casi un millón de cuerpos cósmicos de medidas muy diversas, desde un metro de diámetro (o menos) hasta 950 kilómetros (como es el caso del planeta enano, denominado Ceres). En general, el cinturón está formado por restos de la formación del sistema solar. Escombros planetarios.
Los asteroides pueden abandonar esta zona por motivos diversos. Por ejemplo, cuando chocan entre ellos, desprenden fragmentos que se expanden y pueden llegar a cualquier planeta del sistema solar, y especialmente a los interiores. Y de este modo, uno de los fragmentos de un asteroide llamado Baptistina podría ser la causa del cráter de Chicxolub (en la península del Yucatán). Y otro fragmento de la misma procedencia podría haber originado el cráter Tycho en la Luna.
Mucho más cerca de la Tierra, también circulan asteroides de varias procedencias, y algunos con órbitas bastante excéntricas. Existen unos miles, de entre 1 metro (o menos) y 32 kilómetros de diámetro (Ganímedes). Son los NEA, acrónimo en inglés que significa justamente esto: asteroides próximos a la Tierra (Near Earth Asteroid). Constituyen una amenaza remota, pero latente. Puestos a hacer cálculos aproximados, se sabe que un asteroide de poco más o menos un kilómetro de diámetro (letal para la humanidad) choca cada millón de años con la Tierra. Uno de 5 kilómetros impacta cada diez millones de años.
Existen varios programas que siguen y graban las evoluciones de estos cuerpos cósmicos. El más importante: la red internacional de alerta de asteroides (IAWN, siglas en inglés), integrada por la NASA, la Agencia Espacial Europea (ESA) i otras organizaciones científicas. Cualquier señal de riesgo inminente sería notificada al Grupo Asesor de Planificación de Misiones Espaciales (SMPAG), que pondría en marcha un programa de destrucción o desviación. La NASA ha establecido varias gradaciones de peligrosidad: desde centenares de asteroides potencialmente amenazantes hasta unos cuántos que merecen una atención especial.
Así que no se puede descartar que una catástrofe cósmica de estas dimensiones se vuelva a repetir. Pero que nadie se asuste. Buena parte del que sucede a “No mires arriba” es ficción. Informada, pero ficción. La probabilidad de un choque devastador, a corto y medio plazo, es muy pequeña: de 1 sobre 1.750 (0,057%). Pero no es despreciable. Este es justamente el caso de Bennu, un asteroide de medio kilómetro de diámetro, que merece un seguimiento específico. Y los científicos creen que hay que estar preparados para evitar cualquier contingencia. De aquí los experimentos de la NASA. No sea que pase lo mismo que en el caso de los virus globales emergentes. O lo que sería aún peor: que terminase como la película “No mires arriba”.
Un cuerpo muy extraño
No dejemos los cuerpos que vagan por el universo. Y que, en este caso, generan indiferencia. Frialdad. Porque, el octubre del 2017, un aparente asteroide llamó la atención de los científicos que observan desde los grandes telescopios. Era muy raro: no esférico, sino largo y relativamente plano, inmenso, en forma de nave abollada de la guerra de las galaxias. Lo bautizaron con un nombre de resonancias cariñosas: Oumuamua. En hawaiano, “explorador”. Tenía unas características bastante extrañas. Por ejemplo, era diez veces más reflectante que cualquier otro objeto conocido, casi como si fuera de metal pulido. Su aceleración era muy superior a la de los asteroides comunes, salvo los cometas. Pero no tenía cola.
El astrofísico Abraham (Avi) Loeb no recordaba nada igual. Catedrático en la Universidad Harvard, sugirió que aquello que inquietaba los expertos era la primera evidencia de tecnología inteligente de origen extraterrestre. Y provocó un intenso debate científico. Mejor dicho, un terremoto. Loeb no era un científico cualquiera, ni tampoco menor: acumulaba sobre sus hombros numerosos cargos académicos, múltiples asesorías y distinciones, y había sido considerado por la revista Times como una de las personas más influyentes el mundo sobre temas relacionados con el espacio,
¿Era aquel objeto cósmico la reliquia de una cultura extinguida? La pregunta sonaba a fantasía de una novela infantil de ciencia ficción. Muchos expertos, a pesar de admitir las características insólitas e incluso sorprendentes del fenómeno, se inclinaban por una explicación natural. Pero, un año después de su descubrimiento, Loeb y el estudiante postdoctoral Shmuel Bialy, respondieron que sí: que era una evidencia de tecnología avanzada. La única fantasía, dijeron, es pensar que los humanos estamos solos.
Loeb y Bialy publicaron un artículo en la revista de referencia The Astrophysical Journal Letters, en el cual defendían con contundencia la hipótesis de un diseño artificial. Y Loeb remachó el clavo con la publicación, en 2020 (traducido al catalán y al castellano el 2021), de un libro titulado “Extraterrestre: la humanidad ante la primera señal de vida inteligente más allá de la Tierra”. Recomiendo su lectura.
Loeb considera que no se hace bastante para investigar la posible existencia de vida inteligente en el Cosmos. Que se dedican muchos esfuerzos y dinero en teorías no demostradas o de muy difícil demostración. La teoría de las cuerdas, por ejemplo. O la supersimetría. O la existencia de multiuniversos. Y que, en cambio, cuando se habla de invertir recursos en la investigación de vida extraterrestre, los científicos fruncen el ceño. Fantasías, dicen. Y se quedan tan panchos.
Loeb sostiene, y creo que tiene razón, que el descubrimiento de trazas de más vida inteligente en el cosmos constituirá una revolución sin precedentes en la historia de la humanidad. Y formula una pregunta, opino que apropiada: ¿está preparada la civilización humana para afrontar el reto de la existencia de vida inteligente fuera del espacio reducido de un planeta que gira alrededor de una estrella, mediana, aparentemente anodina, llamada Sol?
Y la respuesta es no. Loeb acusa la ciencia ficción sensacionalista, novelas y películas, de presentar una imagen falsa de los alienígenas, violando a menudo las leyes de la física, y presentándolos como seres estrafalarios, malévolos o benevolentes, muy alejados de aquello que se considera razonable. Fantasía en estado puro. Pero es muy probable que hayan existido, existan ahora y en el futuro. Tener señales de su presencia en el cosmos tendría que ser, según Loeb, un objetivo prioritario por unos humanos que, hasta ahora, se han sentido solos en la inmensidad.
Pero una noticia reciente puede dar respuesta a las preocupaciones de Loeb. Al menos, en parte. Se trata del lanzamiento de telescopio espacial James Webb, capaz de detectar qué pasó hace 13.700 millones de años, ciento millones de años después del Big bang, cuando el universo era un recién nacido. Y se convirtió en transparente. Este artefacto humano de alta tecnología tiene una larga lista de objetivos, entre ellos descubrir planetas otros sistemas solares capaces de albergar vida. Y si hay vida en otros espacios, hay esperanza.
Y la esperanza, según Aristóteles, es el sueño del ser humano cuando está despierto.