Santiago Ramentol
Mísiles hipersónicos. Pura poesía belicista. Una de las fotos que publicó el Ministerio de Defensa ruso sobre el misil hipersónico Zircon era casi de concurso. Estéticamente impecable. El mar, el Ártico, plácido, pero de una negrura intensa. El cielo, gris oscuro de plena noche, alumbrado por un estallido colosal de luz. Un rastro de humo blanco resplandeciente, que procedía de un misil que se elevaba desde un submarino invisible. Fascinante. Si no fuera porque este proyectil está destinado a transportar la muerte generalizada.
De lo que podría ser un misil hipersónico chino (el DF-17), en cambio, no había foto oficial. Los medios de comunicación tuvieron que recurrir a la imagen, también de gran belleza, de un supuesto misil hipersónico Starry Sky-2, negro intenso, fino como un dardo inglés, esbelto, emergiendo de la naturaleza entre montañas. Algunos se inclinaron por la figura del cohete Long March-2F, aparentemente especializado a transportar una nave tripulada Shenzhou, que, sin embargo, podría ser convertible y reutilizable. ¿Era uno de estos? No se sabe. Porque el Gobierno chino miró para otro lado, manteniendo el suspense, pero dejándolo entender: lo tienen.
Los misiles y los planeadores hipersónicos son artefactos que vuelan a una velocidad de más de 6.000 kilómetros por hora, al menos cinco veces la velocidad del sonido (1.235 kilómetros por hora), y al menos siete veces la velocidad de un avión comercial (unos 900 k/h). Viajan a una altura bastante más baja que los misiles intercontinentales convencionales. Siguen una trayectoria perceptiblemente recta, no parabólica. Es decir, casi paralela a la curva terrestre. A pesar de esto, son muy flexibles y tienen gran capacidad de maniobra. Y, en consecuencia, son menos detectables para los sofisticados sistemas actuales de defensa.
Alarma postiza
Las dos noticias, una tras otra, levantaron ciertas voces de alarma en Washington y en la OTAN. Inmediatamente apagadas. Algunos observadores hablaron de sorpresa. Incluso de estupor. Algunos medios las compararon con el impacto del lanzamiento del primer misil balístico intercontinental soviético, el R-7 Semiorka, entre julio y agosto de 1957; o con el efecto psicológico del primer vuelo orbital del satélite, también soviético, Sputnik, el 4 de octubre del mismo año. Nada que ver. Algunos expertos apuntaron que los Estados Unidos iban un paso atrás. Quizás sí.
O no. Porque el ejército estadounidense ya había ensayado discretamente varios misiles hipersónicos, pura tecnología punta, fabricados en torno al programa Hypersonic Air-Breat Weapon Concept (HAWC), bajo la dirección de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados de Defensa (DARPA). Y está diseñando una red de siete capas de satélites, ahora del tipo SpaceX y L3-Harris, capaces de detectar, seguir y ayudar a eliminar en vuelo los misiles hipersónicos enemigos. Nadie se puso demasiado nervioso. Ni tampoco países nucleares como Francia, Gran Bretaña, India, Israel, Irán, Corea del Norte, Pakistán… Cada vez, más. Pendientes de seguir el rastro de los grandes.
El ejército estadounidense lleva, en efecto, bastante ventaja en el desarrollo de escudos antimisiles. Los misiles intercontinentales convencionales, ahora vigentes, siguen una trayectoria parabólica: salen y entran en la atmósfera. Y, en el descenso, ya logran velocidades relativamente hipersónicas. De aquí que la apuesta rusa y china sea sobrepasar, a gran velocidad, este escudo, hoy casi infranqueable, y convertirlo en inútil.
Pero, ¿qué se divisa detrás la estrategia de Washington? Señales bastante evidentes de desarrollo disimulado del viejo programa de Iniciativa de Defensa Estratégica (más conocido como guerra de las galaxias), hecho público en marzo de 1983 por Ronald Reagan y, en teoría, suspendido y arrinconado. No obstante, nunca olvidado. En definitiva, significa la militarización definitiva del espacio exterior, ya iniciada, y desde hace tiempo en el punto de mira de las estrategias militares globales.
De salto en salto, todo apunta en la dirección de una transformación sustancial en la concepción de la guerra. Está cambiando todo, y de forma permanente: desde la guerra global a la local; desde las viejas batallas por tierra, mar y aire hasta las que utilizan el ciberespacio; des de la inteligencia al control de los mensajes; desde las armas destrucción masiva (nuclear, química y bacteriológica) hasta la de demolición y muerte selectivas; desde las intervenciones anticipadamente anunciadas hasta las ocultas y sucias. Las innovaciones se han ido produciendo y se producirán en un futuro, sin que la mayoría se expliquen a los ciudadanos ni a los medios de comunicación. Tal como dijo Donald Rumsfeld, exsecretario de Defensa norteamericano con Bush, dirigiéndose a los periodistas: “Solamente conocéis una parte muy pequeña de la realidad”.
Resulta difícil calcular, por ejemplo, la capacidad destructiva que almacenan las grandes potencias. Los datos oficiales apuntan a que los Estados Unidos disponen poco más de 1.300 cabezas nucleares operativas (1550, límite fijado por el tratado New Start), pero podrían tener hasta casi 6.000 (entre no operativas y pendientes de destruir). Rusia, tres cuartos de lo mismo (1.300/6.300). China, 350, pero tiene previsto llegar a las 700 en 2027 y a las 1.000 en 2039. Y quedan todavía otras mil bombas más de varios países armados atómicamente o en proceso de fabricación.
Me llama la atención que el tema de los gastos y las pruebas militares, y el de la producción de armas de todo tipo, cada vez más sofisticadas, no figure de forma destacada en la mayoría de las agendas de las cumbres del cambio climático, empezando por la que se ha celebrado en Glasgow. Las armas (y la guerra) son una de las fuentes más importantes de alteración ecológica del Planeta y constituyen la amenaza más colosal contra la vida.
La carrera del terror
El problema, como muchos expertos señalan, estriba en el hecho que la carrera de armamentos, que nunca se había parado, podría entrar, a partir de ahora, en un periodo de aceleración y de expansión. Tanto en la superficie terrestre y como en el espacio. Se puede dar la paradoja que, al mismo tiempo que se combaten las causas del cambio climático, se potencie el peligro de destrucción militar planetaria. Todos estos misiles hipersónicos que hoy ensayan las grandes potencias están destinados a transportar una o varias bombas nucleares. Es decir, armas de destrucción masiva. Y cuando se rompe el equilibrio, mediante ingenios más rápidos e inteligentes o escudos más efectivos, aumenta el riesgo de una batalla definitiva para la humanidad.
Todos los ejércitos saben que la única manera de salir victorioso en una guerra atómica es atacar unilateralmente de una forma tan contundente que impida cualquier tipo de represalia por parte del enemigo. Así que el único modo de impedir y contrarrestar este ataque es lograr la capacidad de devolver el golpe.
A esto se le llama equilibrio del terror o capacidad de destrucción mutua asegurada.
Efectivamente, hay quién proclama que mientras haya un empate, mientras se mantenga cierto equilibrio, no habrá peligro (ni tentación) de declarar una guerra con armas de destrucción masiva. Se trata de seguir alimentando una rueda sin fin entre innovación y respuesta. Es decir, hace falta que los adversarios repliquen al reforzamiento militar de uno o varios países con el despliegue inmediato de contramedidas efectivas. Y así sucesivamente.
El del equilibrio puede ser un argumento potente. De hecho, no se ha utilizado ninguna arma atómica en el campo de batalla desde el final de la Segunda Guerra Mundial.
Pero los expertos están cada vez más convencidos de la inseguridad de este juego temerario. Detallan las razones fundamentales: porque las armas son cada vez más sofisticadas y veloces; porque muchas de estas armas son híbridas o ambiguas (defensivas con consecuencias ofensivas), y de esta forma esquivan los tratados internacionales; y porque cada vez están en manos de más países. Si se acelera la carrera de armamentos, también aumenta la tentación de usarlas.
En su última novela, “Nunca” en castellano (“Mai”, en catalán), Ken Follet se pregunta si decisiones aparentemente banales, rutinas supuestamente inocuas, pueden desencadenar una guerra nuclear generalizada. Como fue el caso de la Primera Guerra Mundial. Nadie deseaba la confrontación, pero sucedió. Tom Clancy ya lo había expresado en su libro “Tormenta Roja”, cuando todavía existía la Unión Soviética. ¿Y si quien da el primer paso es un país con dirigentes fanáticos que no tienen, en principio, intención de ganar?
Robots asesinos
¿Es acertada la hipótesis de una aceleración de la carrera de armamentos? ¿Es congruente la idea de que se está produciendo una transformación sustancial del concepto y gestión de la guerra? Hagamos un balance provisional, teniendo en cuenta que, según Rumsfeld, solamente conocemos una parte pequeña de la realidad.
Ya hemos sugerido que la guerra global, la que probablemente usaría armas de destrucción masiva, tiene una tendencia a involucrar el espacio, ya bastante abarrotado de satélites y otras naves de uso militar. En respuesta a los avances norteamericanos, en enero del 2007, China ya destruyó un satélite de comunicaciones propio, mediante un misil lanzado desde tierra, ante el estupor general de los observadores especializados. En octubre pasado, envió al espacio una sonda (Shijiant-21) destinada a capturar satélites enemigos. Los misiles hipersónicos y la respuesta mediante un despliegue de satélites forman parte de este modelo de guerra.
También se están produciendo avances muy inquietantes en las armas químicas y bacteriológicas, a pesar de que están prohibidas desde hace décadas. Son armas de uso tanto global como local e individual, como se ha podido constatar con los atentados contra disidentes rusos. Añadamos, en el ámbito global, la guerra en el ciberespacio o cibernética, en funcionamiento en este momento, y que amenaza con colapsar y anular los instrumentos que conforman la vida cotidiana de los contendientes y de sus ciudadanos.
En un espacio de batalla algo más reducido, el de alcance medio o de teatro (entre 1.000 y 3.500 kms.), se está produciendo también una gran revolución, especialmente en los misiles inteligentes y en los drones, pero también en sus apoyos externos (aviones, barcos y satélites de todo tipo y especialidades). Se está viajando desde los misiles de inteligencia limitada hasta los misiles (y otros elementos autopropulsados) capaces de tomar decisiones propias.
Los primeros misiles inteligentes (tipos Tomahawk), estaban conectados al centro mando y a los satélites de vigilancia, pero ya tenían una capacidad de guía autónoma. Se regían mediante un programa muy complejo, que memorizaba las condiciones del terreno y les permitía esquivar obstáculos no programados. Una cámara transmitía, en tiempo real, todo el desplazamiento y el momento de llegada al objetivo. Se lanzaban desde tierra, mar o aire, desde plataformas situadas hasta 3.500 kilómetros de distancia. Mucho más allá del horizonte. Volaban a muy baja altura y a una velocidad de 900 kilómetros a la hora. Eran muy silenciosos, y no se veían afectados por las condiciones de poca luz o de combate nocturno. Se han usado (con éxito) en múltiples operaciones. Y todavía son plenamente operativos.
La gran transformación, en este campo de batalla, está llegando (o quizás ya ha llegado) de manos de las armas no tripuladas de inteligencia avanzada, con capacidad de decisión propia, especialmente drones y misiles. En caso necesario, pueden ser completamente independientes de la unidad que los ha disparado. Se los denomina también “robots asesinos”, porque son máquinas que pueden tomar la decisión de matar sin ningún control humano. Y esto preocupa, y mucho, la ONU y los expertos en inteligencia artificial.
Así que la ONU ya ha encendido la señal de alarma. El abril del 2015, reunió decenas de científicos para estudiar las implicaciones de los Sistemas de Armas Autónomas Letales (LAWS, en las siglas en inglés). El objetivo era (y es) impulsar una prohibición global de este tipo de armas, que plantean profundos dilemas éticos. Desde una perspectiva moral, la idea es aberrante: se delega el poder de decisión sobre la vida y la muerte a ingenios programados sin sentimientos. “Las armas autónomas no tienen compasión, una salvaguardia clave para evitar matanzas de civiles”.
Los expertos en inteligencia artificial, científicos y filósofos firmaron una carta contra el desarrollo de armas autónomas, en julio del mismo 2015, en el congreso sobre Inteligencia Artificial celebrado en Buenos Aires. Y lo han ido ratificando a lo largo de los años. “En muy poco tiempo, escribieron, la humanidad se encontrará con equipos capaces de seleccionar, fijar y atacar objetivos sin ninguna intervención humana”. Si algún poder militar aplica esta tecnología, añadían, “se hará virtualmente inevitable una carrera armamentista global”. Y alertaban sobre la alta probabilidad que estas armas acabaran en el mercado negro, en manos de grupos incontrolados, dado que, a diferencia de las armas nucleares, no requieren materiales costosas y difíciles de obtener. A la larga, serían baratas y se podrían producir masivamente.
Y finalmente, la fiebre innovadora afecta también a las armas más pequeñas (pistolas, rifles, ametralladoras de calibre pequeño…) y a las ligeras (ametralladoras más pesadas, lanzagranadas, misiles portátiles…), en el equipamiento, en el despliegue y en los sistemas de comunicación. Hablamos de pistolas y fusiles inteligentes, que llevan incorporado un ordenador, con balas orientables que contienen un chip a su interior, y sistemas de guías láser de una precisión inimaginable además de un kilómetro de distancia. Nos referimos a las armas propiamente láser, que disparan haces de luz de alta potencia en vez de balas. O a los cascos, relojes, gafas y ropa inteligentes, todos ellos conectados por satélite a un centro de mando situado a miles de kilómetros. Ciencia y tecnología avanzada al servicio de la muerte y la destrucción.
Una dinámica imparable
La investigación militar, científica y tecnológica relacionada con la guerra, tiene (por su propia dinámica) una imparable tendencia a crecer. La mayoría de las veces, lo hace rodeada de un muro de silencio, que se escapa de cualquier tipo de control social. El problema añadido consiste en el hecho que a menudo buena parte de esta inversión de dinero e inteligencia al servicio del terror acaba convirtiéndose en improductiva, incluso desde el punto de vista militar. Muchas innovaciones en la tecnología de la guerra nacen ya envejecidas y caducadas por la aplicación inmediata de nuevos descubrimientos. Y por las respuestas subsiguientes de los adversarios. En el mejor de los casos, su vida eficaz (si en la guerra se puede hablar de eficacia) se reduce a muy pocos años.
Este fenómeno de corta vida de los armamentos origina una carrera constante en los gastos acumulados en investigación por parte de las grandes potencias. Los países medianos y pequeños compran los restos en el mercado. Y esto provoca una especie de fase creciente de autoestímulo, que desemboca en un círculo infernal de oscuros intereses, donde intervienen mafias diversas. Las armas definitivamente caducadas circulan después por los mercados internacionales hasta ir a parar en algún país fanatizado, que pone en peligro la estabilidad de su entorno. Entonces todo el mundo se pone cínicamente las manos a la cabeza, como si la amenaza hubiera nacido por creación espontánea, al margen del rentable y peligroso comercio de armamentos.
Los mísiles hipersónicos, anunciados recientemente, son un signo de los tiempos que se avecinan. ¿Durando cuánto de tiempo se podrá mantener una paz basada en la acumulación de armas, que juntas pueden reducir el planeta y la humanidad a cero? No lo sabemos. Pero parece que el único camino para evitar la destrucción generalizada sería el desarme masivo. A medio plazo, total. Y esto no es aquello que está sucediendo ahora mismo. Ni en la cumbre del G-20 a Roma ni en la de la COP26 en Glasgow.