Santiago Ramentol
Samuel Langhome Clemens, conocido como Mark Twain, además de un gran escritor y un orador fabuloso, era una persona muy ocurrente. Hay quién lo considera uno de los humoristas más agudos. El mejor. Muchos lo recordarán por Las Aventuras de Tom Sawyer, y su continuación Las aventuras de Huckleberry Finn, o por Un yanqui a la corte del rey Arturo, o El príncipe y el mendigo, adaptadas más tarde al cine y algunas como musicales. Sus libros formaban parte de mi primera biblioteca y la de muchos niños.
Decía que fue un personaje ocurrente. Sus sentencias y aforismos son muy ingeniosas. Hay una que me parece especialmente simpática: “El ser humano fue creado al final de la semana, cuando Dios ya estaba cansado”. Pero hay otra bastante corrosiva y satírica: “Dios creó la guerra para que los estadounidenses aprendieran geografía”.
Y aquí se inicia mi reflexión. Con una palabra clave: geografía. O mejor: geopolítica. Algunos expertos sostienen (creo que con bastante razón) que solo con el hecho de examinar atentamente los mapas se entienden muchos fenómenos de hoy y de siempre. Si observamos, por ejemplo, los viejos planisferios tradicionales, aquellos que presidían las aulas hasta no hace mucho, el mundo se mostraba así: Europa, en el centro; África, en el Sur; las tres Américas, a la izquierda (occidente); y Asia, a la derecha (oriente). Eran los restos de una antiquísima centralidad mediterránea, más tarde desplazada hacia el corazón y el norte de Europa. Esta representación, en forma de lámina o grabado, todavía forma parte de nuestro imaginario. Y condiciona una percepción que ya no tiene demasiado a ver con la realidad del siglo XXI.
Desde principios del siglo XX, el nudo de la actividad internacional (y de poder) se fue desplazando desde Europa hacia la Norteamérica. Los Estados Unidos se convirtieron en la primera potencia global. Los grandes intercambios y las grandes influencias cambiaron de dirección: cruzaban el Océano Atlántico rumbo a Europa. Y después de la Segunda Guerra Mundial, con la consolidación de la Unión Soviética, el Viejo Continente, constreñido, se convirtió en el teatro de operaciones de la guerra fría. No era el centro del mundo, aunque figuraba en el centro del mapa.
Y ahora, en pleno siglo XXI, estos dibujos están volviendo a cambiar. Gran parte de la actividad política y económica se ha ido trasladando, desde hace tiempo, desde el océano Atlántico hacia el Océano Pacífico. Y el eje vertebrador gira ahora en torno a las relaciones chino-estadounidenses. Y si miramos el planisferio a partir de esta perspectiva (el Pacífico en el centro del escenario), el mapa se transforma radicalmente, y todo se reconfigura: la Unión Europea pasa a ser un apéndice de Asia, allá arriba, a la izquierda. Europa, en definitiva, se convierte en un actor secundario en este mundo global. Y el continente asiático se sitúa en el epicentro de los movimientos sísmicos internacionales.
Washington ya hace tiempo que practica esta mirada, inspirada en el análisis político ya anunciado y cultivado por el viejo Henry Kissinger en los años 70 del siglo pasado. Continuado, con más o menos intensidad, por los presidentes posteriores. Encastillado por el inestable Donald Trump. Y ahora remachado por Joe Biden con el pacto de alianza estratégica entre EE. UU., el Reino Unido y Australia, ante la ira de China, el berrinche de Francia y, en general, la permanente perplejidad de Europa. Aplicación del principio de realidad.
Desde la misma visión tradicional y periclitada de Europa como centro, Rusia y las repúblicas asociadas eran (y son) un enorme territorio aislado, rodeado de adversarios: la misma Europa, los Estados Unidos, Canadá, Turquía (en definitiva, la OTAN) los países del Oriente Medio, China y Japón. Más que aislado: Rusia era (y todavía es) un espacio estrangulado. Respiraba un poco por el Norte, porque había un océano, cubierto por un inmenso manto de hielo, aparentemente eterno: el Ártico.
Invito al lector a observar el globo terráqueo situando el punto de vista sobre el eje balanceante del polo Norte. El viejo enfrentamiento entre los EE. UU. y la URSS (ahora Rusia) adquiere así una perspectiva sorprendente: ambas potencias (más Canadá) están situadas directamente la una ante la otra, con el hielo en medio. Bajo esta capa blanca, faenan decenas de submarinos nucleares, de uno y otro color, dispuestos a arrasar el planeta. De hecho, en caso de guerra nuclear, los misiles intercontinentales también sobrevolarían esta área.
Además de este papel de colchón de seguridad y de escondrijo de barcos de guerra, el polo Norte no servía casi por nada. Era impracticable. Hasta ahora. Porque con el cambio climático (y el deshielo asociado), con la posible existencia de minerales, gas y petróleo, y la previsible apertura de vías de enlace con el Pacífico, el Ártico se está convirtiendo en un área estratégica de primera magnitud, en la que Rusia jugará un papel hegemónico. Un nuevo espacio de tensión. Dejémoslo aquí.
Más allá de la voluntad de explotar el norte, Rusia siempre ha buscado abrir al menos dos salidas en el sur. Una primera que le permitiera dominar el Mar Negro, y forzar un acceso más libre en el Mediterráneo. Esto se ha conseguido parcialmente con la anexión de Crimea. Turquía y Siria juegan aquí un papel cardinal. Y una segunda que le posibilitara llegar directamente al mar de Arabia. La primera ventana de oportunidad: dominar Afganistán. Era una aventura de alto riesgo, porque Afganistán no tiene salida en el mar. Hacía falta una continuación en Irán o Pakistán. Pero la operación afgana (1979/1989) resultó fallida, como antes había sucedido con el imperio británico (1839/1842) y ahora mismo con los Estados Unidos (2001/2021), con la retirada vergonzosa y caótica de sus tropas.
¿Qué tiene Afganistán que lo hace tan deseable y, al mismo tiempo, problemático?
Hay que estudiar, una vez más, el mapa: una orografía muy escabrosa y salvaje, que favorece el asilo de pequeños grupos armados. El mejor refugio para las fuerzas terroristas del siglo XXI. La cordillera del Hindu Kush, que domina buena parte del territorio, tiene más de ciento cumbres que superan los 6.000 metros. Más de 2.600 kilómetros de frontera conflictiva (pero ideológicamente permeable) con Pakistán (mayoría Pastunes a cada lado). Y la determinación inmemorial de las tribus autóctonas y de sus señores de la guerra, favorecida por la conformación de este paisaje inhóspito y hostil. Geografía física y humana.
Y geopolítica. Porque si ampliamos el foco, observaremos que Afganistán es una de los eslabones más débiles de aquello que Zbignew Brzezinski, consejero de Seguridad Nacional con el presidente Carter, denominó “el arco de la crisis”. Esta línea curvada se inicia en Turquía (que se está convirtiendo en potencia regional clave), recorre Siria, Israel, Jordania, Irak, Irán, las repúblicas asociadas a Rusia, Afganistán, y acaba en Pakistán o en la misma India (otra potencia emergente). Y la flecha de este “arco” turbulento apunta hacia los países productores de petróleo. La península Arábiga. Nada más y nada menos.
No hay que añadir casi nada más para entender que es una zona especialmente convulsa y de intereses cruzados. Allá se sucederán crisis graves y batallas sanguinarias, resueltas por las grandes potencias con el desarrollo intensivo de una guerra tecnológica que ha demostrado su eficacia, pero también sus limitaciones.
Y si alguien se pregunta sobre la capacidad de supervivencia del régimen teocrático talibán, todo y su desprecio por los derechos humanos y especialmente los de las mujeres, habrá que decir que la geografía está a menudo por encima de la humanidad. Los talibanes perdurarán, si saben jugar bien sus cartas. Como ha sucedido en la Siria de Hafez al-Assad, con centenares de miles de muertes sobre sus hombros. Y como ha sucedido (y sucede) en el caso de otros muchos regímenes dictatoriales con la geografía a favor, como es el caso de las monarquías del Golfo Pérsico productoras de petróleo. Justo allí (en la suntuosa Abu Dabi) ha encontrado refugio el rey emérito de España, lo que por sí mismo constituye un escándalo.
Se trata de un escaparate global muy complicado: el Océano Pacífico como epicentro (con China y EE. UU. de protagonistas), Rusia reclamando un nuevo papel imperial, el arco de la crisis (Oriente Medio) siempre presente. Y Europa casi fuera de juego. El controvertido intelectual norteamericano Robert D. Kaplan ha denominado este fenómeno como “La venganza de la geografía”.