Santiago Ramentol
Tropiezo en Google con una foto del cardenal español Antonio Cañizares, actual arzobispo de Valencia, sentado en su trono, con cara de satisfacción no reprimida, rodeado de tres solícitos presbíteros. Luce una inmensa, quilométrica, capa roja, que lo envuelve y, a continuación, arrastra los pliegues esparcidos por el suelo. Explican que mide cinco metros. No lo discuto. Pero yo diría que tiene más. A su derecha, se perfila la bandera vaticana. O eso parece.
Cuando se amplía el foco mediante una instantánea adicional, se observa la presencia de más hombres de fe rancia, uniformados con la debida sotana. Y otra foto muestra varias mujeres en actitud reverente: monjas totalmente cubiertas (como musulmanas fervientes) y laicas enmantilladas de negro. La imagen gótica es del año 2007, cuando este príncipe preconciliar de la Iglesia ocupaba el cargo de arzobispo de Toledo y primado de España, y también era vicepresidente de la Conferencia Episcopal. Después, faenaría en la Curia vaticana. Y acabaría como jefe de la feligresía valenciana.
De inmediato, recuerdo la capa, también inacabable, que lucía, y luce a menudo, el cardenal Raymond Burke, estadounidense y fundamentalista. Por cierto, adversario furibundo de las vacunas, ha sufrido para superar una gravísima afección de la covid-19. Burke visitaba las parroquias acarreando aquel largo manteo ceremonial, sostenido por uno o varios monaguillos. Su imagen medieval obtuvo bastante éxito en YouTube.
Así que Cañizares y Burke comparten el gusto por las capas magnas. Ningún problema, al margen de hacer el ridículo. Pero ambos presumen de otras coincidencias: una forma de pensar retrógrada, que choca (y nunca mejor dicho) con el talante religioso y vital del actual Papa Francisco. Ellos, y algunos facciosos más, a menudo encastillados en la Curia, encabezan las tramas de conspiración contra Jorge Bergoglio. Oscurantismo en estado puro.
Se trata de una ideología religiosa que, a estas alturas, todavía encuentra eco y cobijo en sectores poderosos de la Iglesia católica. De aquí que, de entrada, llame la atención el disgusto y la perplejidad mostrada por la Conferencia Episcopal Española ante las invectivas contra el Papa por parte de la presidenta de la Comunidad de Madrid, el expresidente español José Maria Aznar, y varios dirigentes del PP y de Vox. Sobre todo, cuando se sabe que dentro del órgano director episcopal conviven mitrados que se apuntarían con entusiasmo.
¿Reacción forzada y protocolaria? ¿Retirada táctica del nacionalcatolicismo? ¿Pánico ante la posibilidad que se descubran miles y miles de casos de pederastia como sucedido en Francia? ¿O se divisan cambios? En el comunicado hecho público recientemente, se intuía un esfuerzo (delicado y laborioso) para adecuarse a las líneas marcadas por el Papa Francisco. Y esto constituye una convulsión de consecuencias notables para la derecha extrema (PP) y la extrema derecha (Vox). El Vaticano revisa y sacude los pilares del nacionalismo español: el de una nación única e indivisible, el de la gloriosa conquista de américa, i el de la inexistencia de heridas históricas.
Descubrir las tendencias, los movimientos de fondo, de la Iglesia española no es una cuestión menor ni banal. Esta institución ha perdido mucha influencia social e ideológica. Cierto. Permanece cerrada, perpleja y acomplejada. Pero aquello que dice el Vaticano todavía condiciona la opinión de un sector cada vez más minoritario, pero no despreciable, de la ciudadanía española y catalana. De aquí que los clérigos más experimentados se aferren al pragmatismo. Escudriñen el pensamiento vigente en la Santa Sede antes de expresarse públicamente. Y citen con frecuencia, y según conveniencia, alguna frase del Papa actual en sus sermones y documentos, aunque no venga demasiado a cuento. Es decir, naden y guarden la ropa. I así resulta difícil averiguar qué piensan en realidad.
No haremos aquí un análisis detallado de los puntos de vista de cada cardenal, arzobispo y obispo. Y menos aún, de un clero de origen a menudo confuso, fruto de vocaciones alimentadas desde los sectores más conservadores. Describir la ideología, la forma de pensar, de la mayoría de los purpurados y diocesanos se convierte en una tarea casi imposible. Situarlos, por ejemplo, en el eje progresista/conservador depende generalmente de la temática a que nos queramos referir: religiosa en general, doctrinal, litúrgica, teológica, social o política. Y aún con muchos matices. Así que es difícil saber si, bajo tanta sotana pulcramente desplegada o bajo cada clergyman, hay alguna duda existencial, un pedazo de relativismo intelectual, una chispa de libertad.
El paradigma de esta multiplicidad de miradas es justamente el actual presidente de la Conferencia Episcopal, el arzobispo y cardenal de Barcelona Juan José (también Joan Josep) Omella. Bastante españolista en Madrid, algo menos en Barcelona. Se trata de un prelado de estilo sencillo, de trato amable, incluso apacible, buena persona, pero tozudo, testarudo, muy alejado de las capas magnas de Cañizares y Burke, nada que ver con el temperamento populista del abdicado y depuesto obispo de Solsona, Xavier Novell y, en consecuencia, muy cerca del Estilo humano del papa Francisco. En temas sociales, es progresista, con tonos y opiniones contradictorias. Moralmente y doctrinalmente es conservador, muy conservador, pero con la mirada siempre atenta a aquello que se haga y diga desde Roma. De hecho, es bastante más conservador que el Papa actual (muy crítico con el capitalismo neoliberal y más abierto a nuevas ideas). Sin embargo, Omella es un hombre de su máxima confianza.
Antes de la actual impronta de Bergoglio, durante el inacabable y corrupto papado de Juan Pablo II y el más breve de Benedicto XVI, la Iglesia española mostró su rostro más oscuro (poco amable, diríamos diplomáticamente), sin que esto hubiera originado ninguna señal de inquietud entre la mayoría de los sacerdotes y de los religiosos. Tan solo una minoría se mostró crítica. Sin que tampoco hubieses provocado ningún signo de disonancia pública entre la totalidad de los obispos, que vivían encerrados en sus palacios episcopales, inmersos en su mediocre y burocrática cotidianidad. Las dos figuras determinantes eran el cardenal Rouco Varela y el mismo cardenal Cañizares. Dogmáticos, doctrinarios y ultraconservadores.
Entonces la voz que llegaba desde Roma era radicalmente diferente de la de ahora. Y los protagonistas del poder católico español solo se atrevían a hacer declaraciones previsibles, fotocopiadas de los documentos vaticanos más fundamentalistas. Reñían, amenazaban y lanzaban ideas estúpidas, como la de la nueva evangelización o la de la unidad de España como valor moral. Dicen que algunos prelados catalanes disentían en voz baja (sotto voce). No se les percibía.
Aquella Iglesia áspera, decrépita, chocheaba. Las señas, el perfil y la personalidad de los fieles había ido cambiando desde hacía tiempo. La nómina de clérigos y religiosos decaía. Se estaban muriendo los viejos protagonistas del concilio Vaticano II, incomprendidos, arrinconados, solitarios y decepcionados. Juan Pablo II potenció las congregaciones (sectas) de extrema derecha. Abroncó y maldijo a los sectores más progresistas. Bendijo a los legionarios de Cristo, encabezados por un obseso sexual, abusador y pederasta. Permitió la corrupción financiera. Y promovió a aquellos que la hacían posible. Trabajó en sintonía con la CÍA Y dejó tierra quemada. Santo subito.
¿Cuál es la composición, a grandes rasgos, de la Iglesia católica hoy? A falta de estudios más rigurosos, se observan tres sectores básicos.
Permanecen, desconcertados ante un Papa que no hacen suyo, los grupos más conservadores: los de “Juan Pablo segundo te quiere todo mundo” o “totus tuus”, los del ABC y La Razón, la Cope y 13 TV, los Legionarios (sorprendentemente indultados), los kikos (neocatecumenales), y otros movimientos de beatos fervorosos. Restan también los laicos renacidos en la fe religiosa, al estilo de aquel ministro del interior del PP, Jorge Fernández Díaz (libertino primero y después de misa diaria), tan cristiano él, que se entretenía condecorando imágenes de la Virgen, mientras hería con concertinas de acero galvanizado a quienes pretendían cruzar las barreras de la sociedad del bienestar.
Todos ellos reunían (o eran capaces de movilizar) centenares de miles de personas: llenaban estadios a rebosar, abarrotaban planicies, embutían las plazas de gente, erigían escenarios recargados con decenas de presbíteros y de ornamentos. Configuraban el colchón popular sobre el cual descansó el pensamiento contrareformista de Juan Pablo II y Benedicto XVI. Batalla a muerte contra el relativismo. Ahora suspiran por los viejos tiempos perdidos. I esperan que provisionalmente perdidos.
De los sectores progresistas provenientes del Vaticano II, ya lo he dicho, no queda casi nadie. Algunos vestigios. Unos cuántos, pocos, sacerdotes y laicos de edad muy avanzada. Algunos creyentes (incluido unos pocos obispos) que han percibido (pero no vivido) aquellos aires de libertad de hace 60 años. Muchos se aferran a la figura del Papa Francisco, como si fuera el fantasma de Juan XXIII revivido. Pero no lo es, ni lo puede ser, ni acaso lo tiene que ser. Ni tampoco el escenario es el mismo del de aquel muy lejano, inmensamente lejano, año 1962. Los movimientos activos se fueron desvaneciendo, o se refugiaron a las catacumbas, o encontraron cobijo en la política o simplemente huyeron. En todo caso, van por libre.
Y subsisten, finalmente, más o menos turbados, cada vez más desubicados, los creyentes de buena fe, los de siempre. Por cierto, la mayoría mujeres, en una jerarquía de hombres. Se mantienen fieles y sobreviven. Y aquí incluyo varios perfiles de personas: quienes sienten la necesidad de una guía espiritual; quienes no entienden la avalancha de casos de pederastia (¿cómo pudo suceder?); quienes prefieren quedarse dentro que tirar la toalla; quienes (a pesar de todo) siguen frecuentando ceremonias litúrgicas, cada vez más vacías, pero nunca han acudido a las grandes celebraciones escénicas masivas; quienes cantan, recitan y escuchan de forma rutinaria (sin prestar demasiada atención a aquello que cantan, recitan y escuchan); quienes visten el pesebre en Navidad y quizás van a algún oficio de Semana Santa; quienes ayudan a la parroquia o trabajan de voluntarios en Cáritas o en otros movimientos solidarios; quienes creen en Dios, pero evitan los artificios que se han ido diseñando desde los tronos y los púlpitos; quienes alimentan una esperanza en el más allá, porque su edad ya no permite nada más que esta esperanza.
La buena gente discreta vivió con un sufrimiento creciente aquel viraje arrogante, tenso y dogmático, que encontraba su reflejo en la cara de Antonio María Rouco Varela, un cardenal de antigua figura inquisitorial, de mirada permanentemente indignada, que no sonreía (ni sonríe), sino que enseñaba los dientes, de voz ronca, áspera, a veces estridente, irritada, vinagrosa, engolada. Era la Iglesia vetusta de siempre: imperial, casposa, cínica, caduca, fósil, antievangélica, al servicio de los poderes más oscuros. Su rostro asomaba por las ventanas mediáticas de 13TV (ahora Trece) y la COPE, unos artefactos diabólicos, que hicieron una tarea demoledora, agriando los espíritus, destruyendo los consensos, insultando, intoxicando y vendiendo brazaletes de la Virgen María. Ahora dicen que han cambiado. Pero no demasiado.
Antonio Maria Rouco Varela no era una pieza insólita en aquella etapa del catolicismo jerárquico español. Representaba y representa el espejo en el que todavía se reflejan algunos de los componentes actuales de la Conferencia Episcopal, obedientes seguidores de sus diatribas, aplaudidas con fervor. Fue condenado como responsable civil subsidiario para encubrir a un sacerdote y pederasta. Era amigo de las macroconcentraciones contra todo aquello que sonaba a progresista. Una vez cesado de su cargo de arzobispo de Madrid, se mantuvo al Palacio episcopal, mientras su sucesor, Carlos Osoro, un hombre del Papa Francisco, residía en un piso sencillo del barrio de Chamberí. Ante las críticas y los chistes que la situación suscitaba, Rouco se trasladó a una espléndida casa de muchos metros cuadrados.
Así que la Iglesia en marcha del Concilio, universal, plural y pluralista, se paró. El viaje hacia delante se frenó casi en seco. Y el tren reculó. La ilusión se fue perdiendo entre dogmas y liturgias incomprensibles. Ahora, más solos que la una, los obispos y los curas pueden cantar misa, pero les siguen cuatro gatos. Pocos escuchan sus admoniciones. Su aportación en el debate intelectual contemporáneo es, en muchos casos, próximo a cero. En general, tienen poco a decir en el mundo del siglo XXI, con los templos medio vacíos y las vocaciones en estado de choque. La preparación de los clérigos, modelados en seminarios preconciliares, es más bien mediocre.
Se necesitarán muchas décadas para que la Iglesia española, y también la catalana (porque la catalana no ha sabido librarse de la española), recupere su dignidad, su cara más amable y, lo que es más importante, la esperanza y la libertad, es decir, el auténtico espíritu cristiano. El Vaticano de Wojtyla, Ratzinger y, a su lado, sus obispos españoles dejaron tierra quemada.
En general, aquello que ha quedado después de este siniestro es más bien triste y decepcionante. Y creo que tendría que hacer reflexionar a la progresía política que, hasta ahora, ha optado por la indiferencia (y a menudo, el desprecio) ante el fenómeno del repliegue eclesial. Ya lo escribimos en estas mismas pantallas: hay una ofensiva brutal contra el Papa Francisco y su entorno por parte de la extrema derecha global. No hay tregua. Ni la habrá. El Espíritu Santo se equivocó y los cardenales escogieron un candidato catastrófico, según el director de La Razón. Y la progresía sigue mirando hacia otro lado, pensando tal vez que no es su problema.
La reacción del PP y Vox ante las palabras del Papa, la fanfarronería, las bravatas, de los Aznar, Ayuso, Casado y Abascal, no son un fenómeno puntual. Una conducta momentánea. No suponen una pataleta infantil pasajera, ni una reacción airada sin visos de continuidad. Responde a una estrategia perfectamente diseñada i elaborada: el fin del experimento Bergoglio y el retorno del lúgubre nacionalcatolicismo.