Cuando se anunció, no hizo ni pizca de gracia. Darwin dijo que todos los seres vivos, incluidos los humanos, provenían de un mismo origen: probablemente una célula autónoma simple, sin núcleo ni otros orgánulos. Apuntó que los cambios y las complejidades se habían producido de forma gradual, evolucionando mediante un mecanismo que recibió el nombre de selección natural. En resumen: sobrevivían aquellos que se adaptaban mejor a los retos de la existencia y del medio ambiente. El título completo de su libro paradigmático ya lo resumía todo: “El origen de las especies mediante la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida”. Produjo un cataclismo.
Después se descubrió que también intervenían las mutaciones y las derivas genéticas. Darwin insinuó que los grandes simios y los humanos eran unos parientes muy próximos. Esto originó, como se sabe, una gran polémica y una serie de chistes más o menos afortunados. De todo aquel alboroto, todavía queda la etiqueta de Anís del Mono, un simio con la cara de Darwin.
Así que, desde el primer momento en que surgieron los primeros signos de vida, hace como mínimo 4.000 millones de años, fueron apareciendo componentes más complejos: de aquellas primeras células (procariotas) se derivaron otras (eucariotas), con núcleo y varios orgánulos, que se unieron en sistemas de células cooperativas (seres multicelulares) y que fueron creciendo en complejidad a lo largo de miles de millones de años.
Se originaron un montón de diversificaciones y se produjeron enormes extinciones. Pero la vida siguió su camino. Ante la inmensa variedad de organismos, criaturas e individuos, que iban apareciendo y desapareciendo, los expertos se vieron obligados a hacer clasificaciones que aclararan el panorama. Si seguimos el hilo de los humanos, establecieron los reinos (animal, vegetal…), los filos (vertebrados), las clases (mamíferos), los órdenes (primates), las familias (homínidos), los géneros (Homo) y las especies (sapiens).
Más tarde, llegaron los biogenetistas, analizaron los códigos e identificaron las secuencias de las cadenas de ADN: las concordancias y las divergencias. Y sorpresa (relativa): las células que componen todos los signos de vida que habitan en el planeta Tierra son esencialmente iguales: las de los humanos y las de las zanahorias. Es la información que contienen la que las hace diferentes. La vida es fundamentalmente un sistema de información. Tecnología de la información. Por eso, las células destinadas a formar el corazón humano no fabrican un pimiento.
Todos los mamíferos, incluidos los cerdos y los seres humanos, comparten el 90 per cent de los genes. La diferencia genética entre un gran simio (un gorila, y especialmente un chimpancé) y un ser humano, es mínima, tal como se explica en un texto publicado en esta sección de Horizontes. No insistiré. Solo hay que mirar sus ojos y sus expresiones. Pero esta idea, como he dicho, no les hizo demasiada gracia a los coetáneos de Darwin ni a mucha gente de hoy en día, entre ellas el vicepresidente de Donald Trump, Mike Pence.
Algunas personas, en cambio, se niegan a comer carne animal porque creen que es un atentado contra unos seres vivos: no sólo de un chimpancé (el animal más próximo a los humanos), sino de una vaca, de un cordero, un conejo, una gallina, un cerdo (del cual se aprovecha todo), y no digamos de un caballo o de un perro (como es tradición en algún país). La carne en general. No me perece ni bien ni mal. Cada uno que haga lo que quiera. Para muchas personas, comer demasiada carne (o beber leche o tomar derivados del trigo) puede ser perjudicial para su salud. Las hay que son alérgicas al pescado, los huevos o al bróculi.
No es tan mayoritario este sentimiento hacia los animales marinos, seres tan vivos y dignos de respeto como los mamíferos: unos calamares a la romana, un tronco de merluza a la vasca, un suquet de pescado, las cigalas, las gambas de Palamós o de Dènia o de Garrucha, el centollo, el bogavante. ¿Tienen todos estos animales alguna forma de conciencia? ¿Sufren cuando son maltratados de forma sistemática o simplemente se los mata? Debate abierto.
Algunos animales producen una cierta indiferencia, según la proximidad que se tenga: los camellos o los hipopótamos. Algunos provocan reacciones contrastadas: los caracoles, los percebes y otros animales de formas extrañas. Nos tragamos las ostras o las almejas vivas y no dicen ¡ay! Otros, en cambio, generan una cierta aversión y, incluso, asco: los escarabajos, las moscas, los mosquitos y la mayoría de los insectos. A veces, los aplastamos con las manos, o los perseguimos con furia con un espray que libera un gas para ellos mortal. De aquí, que cuando definimos una persona como muy buena, decimos que no es capaz de matar una mosca.
¿Y los vegetales? Ante los vegetales actuamos como si no fueran seres vivos, incluidos los vegetarianos y los veganos. Cierto es que hay personas que hablan o cantan a las flores, y creen que así crecen y se hacen más bonitas. Pero los mismos vegetarianos y veganos no tienen ningún problema de hacer una buena ensalada a base de aquello que algunos llaman crudités, masticarlas lentamente para saborear las diversas sensaciones y contrastes. Tienen muchas vitaminas, dicen. Y es cierto. Provienen de la actividad de unas células que, vistas en su esencia, son muy parecidas a las humanas. Y son vida.
Todos forman parte de la cadena trófica. Los humanos somos uno de sus múltiples eslabones. Y hemos sobrevivido gracias a que nos hemos zampado animales y vegetales de todo tipo. Aquello que encontrábamos, recogíamos y cazábamos. Como las ballenas, los leones y los neandertales. Los humanos hemos sido siempre unos animales de alimentación diversificada. Pero no nos alimentamos de metales ni de barro, como hace algunas bacterias. Por cierto, las bacterias, a las cuales solemos eliminar a golpe de antibióticos, también son signos de vida. Una de los más primitivos signos de vida.
Así que los genetistas analizan los códigos genéticos de los seres vivos, y sacan consecuencias significativas. Por ejemplo, cuánto tiempo compartimos juntos, y cuándo nos separamos en la historia de la evolución. Los humanos divergimos de los plátanos hace 800 millones de años. Recordémoslo al menos cuando pelemos esta fruta tan rica en potasio, fósforo, magnesio y vitaminas del complejo B y C.