Santiago Ramentol

Ejercí de analista de relaciones internacionales, entre 1970 y 1980, a la Hoja del Lunes de Barcelona, el periódico (en formato diario) que editaba la Associació de la Premsa (ahora Col·legi de Periodistes). Como su nombre indica, esta publicación solo salía los lunes, el día en que el resto de medios impresos dejaban vacíos sus espacios en los quioscos. Cuando todavía había quioscos.

Era una época bastante convulsa, en plena crisis del petróleo, con la guerra fría balanceándose entre la tensión y la distensión. Se aplicaba el plan K (K de Kissinger) y se imponía la doctrina Breznev, en el sentido de dejar hacer a las dos grandes potencias dentro de las respectivas áreas de influencia. Y esto era letal para los movimientos de liberación o de cambio. Las fuerzas democráticas en América Latina y en la Europa del Este fueron sus víctimas. Las dictaduras se mantuvieron hasta la llegada, primero, de Jimmy Carter y, más tarde, de Gorbachov.

La confrontación se dirimía en la periferia, y especialmente en el Tercer Mundo. Se encendían y se apagaban conflictos diversos de intensidad también diversa. El planeta asistía al auge del terrorismo. El escándalo Watergate salpicaba la democracia americana. Se consolidaban los movimientos pacifistas y antinucleares, siguiendo el ideario de Albert Einstein y Bertrand Russell. Yo simpatizaba con esta filosofía y, en cambio, era especialmente crítico con la figura de Henry Kissinger (admirador de Metternich y partidario del uso de las armas nucleares tácticas), de quién había leído prácticamente toda la obra publicada y seguido con atención sus artículos académicos. Me sentía con la conciencia muy tranquila.

Pero ahora se acaba de publicar un libro que da pistas para demostrar que, en algunos momentos, los periodistas de la época fuimos víctimas de las enrevesadas, laberínticas y astutas maniobras de desinformación de los servicios de inteligencia de las dos potencias, especialmente de los soviéticos. Cuando lo vi a la librería, hace uno o dos meses, me llamó la atención al instante. Hojeé el índice e intuí que era un libro explosivo. Y lo era. Su autor, Thomas Rid, de origen alemán, no era una persona cualquiera: profesor de estudios estratégicos a la Johns Hopkins University, exprofessor de Estudios de Seguridad del King’s College de Londres, y experto y asesor en tecnología e inteligencia. El libro se titula “Desinformación y guerra política: historia de un siglo de falsificaciones y engaños” (Editorial Crítica).

Según Rid, y a guisa de síntesis, una parte significativa de las acciones y actividades críticas relevantes que se hicieron a las políticas de Washington (libros, acciones, manifestaciones, marchas…) fueron aprovechadas, reprogramadas e incluso promovidas desde Moscú. Más concretamente, desde el Servicio A, en la tercera planta del edificio del Primer Alto Directorio de la entonces KGB, dentro del bloque de oficinas denominado “El Bosque”, en las afueras de la capital rusa. Y si todo lo que explica el libro es cierto, no sólo muchos periodistas, sino también muchos medios (incluidos los grandes diarios de referencia) cayeron en la trampa de la desinformación planteada como guerra política. Estoy hablando del New York Times, Washington Post, Time, Le Monde, Der Spiegel, Stern, Espresso…

El libro de Rid pone sobre la mesa una evidencia fundamental: desde su creación, las centrales de inteligencia (de uno y de otro lado) se dedicaron a crear y/o alimentar organismos fingidos, personajes falaces, impostores de todo tipo y documentos falsificados, para explotar las debilidades del adversario. Y muchos analistas siempre nos preguntábamos si aquellos documentos que llegaban a la redacción, aquellos trabajos de investigación avalados por universidades de prestigio, medios de referencia o instituciones ilustres, eran auténticos o estaban al servicio de intereses oscuros. Y se hacía muy difícil saberlo, porque a menudo la manipulación era tan elaborada y la maniobra tan sofisticada que era prácticamente imposible descubrirla. Hay que tener en cuenta que la desinformación funciona cuando mezcla datos fidedignos con falsos. Si puede ser, muchos más datos fidedignos que falsos, eso sí, distribuidos estratégicamente.

El libro abarca desde los años veinte del siglo pasado hasta prácticamente ahora mismo. Durante este siglo de actividad desinformativa, se han fabricado miles de mentiras profesionales organizadas, a partir de hechos reales (haciéndolas pasar como informaciones e interpretaciones verosímiles). Se han trucado libros y documentos, y se han comprado a sus autores, se han creado grupos de falsa bandera (de extrema derecha y de extrema izquierda), se han hecho correr informaciones engañosas e interpretaciones espurias a partir de hechos reales. En total, más de 10.000 operaciones de estas características durante los años de la guerra fría.

Los últimos capítulos del libro están dedicados a la emergencia del factor internet. Queda claro, en primer lugar, que las llamadas fake news (noticias falsas) no llegan con internet ni son fruto de cuatro influencers alocados. La red, en todo caso, ha puesto la capacidad de manipulación al alcance de todo el mundo. Pero hay que separar el grano de la paja: quién hace y deshace en materia de desinformación (y de guerra política), quien aprovecha las vulnerabilidades de la red, son los Estados y sus instituciones expertas en estas malas artes. Desde siempre.

Y los objetivos se han multiplicado y sofisticado: debilitar el adversario penetrado en el núcleo de los poderes, robar datos, minar la confianza en las instituciones mediante medidas activas de desprestigio, crear divisiones entre aliados, impulsar diferencias entre grupos étnicos e instigar las opiniones racistas, promover la desconfianza entre grupos políticos… Pero la joya de la corona consiste a interferir en las elecciones. Y este es un problema muy grave que requiere intervenciones drásticas e inmediatas. Porque pone en peligro la esencia de la democracia.

Ahora nos encontramos en un periodo de tanteo. Se sabe que los Estados utilizan grupos de hackers malignos (estrechamente ligados a los servicios oficiales de inteligencia), programas maliciosos (malware) y todo tipo de artefactos virtuales para establecer vigilancias, obtener información, distribuir noticias falsas y perpetrar ciberataques. En este tipo de batalla, las sociedades abiertas a la información, las más respetuosas con las libertades de expresión, son las que sufren más sus consecuencias. De aquí, la perplejidad de los dirigentes de países democráticos ante la audacia, desvergüenza y la carencia de escrúpulos de los regímenes de baja calidad democrática o directamente dictatoriales. El foco de atención de centra ahora, entre otros, en el directorio 12.º bis (unidades 26165 y 74455) del GRU, el servicio de inteligencia militar ruso.

Y aquello que todavía es más desconcertante: la extrema derecha, que aplaude a estos poderes oscuros, pone en cuestión al mismo tiempo la calidad de los procesos electorales, a no ser que los gane ella. El caso más emblemático es el de Donald Trump y sus seguidores, que se consuma con la acción paranoica de invasión del Capitolio. Pero la mancha de escepticismo sobre los resultados de unas elecciones se está esparciendo por todas partes.

Es cierto que los sistemas electorales podan y tienen que mejorar. Y que estas mejoras vendrán de la mano de una correcta aplicación de las tecnologías de la comunicación en la red. Y probablemente con el uso de la inteligencia artificial. Todo dirigido a conseguir una democracia más directa, participativa y reflexiva. Pero también es cierto que nadie escapa de la tentación de la ciberguerra, en general, y de la guerra política, en particular. Joe Biden aparenta pilotar esta batalla, dirigida especialmente contra Moscú y Pekín. El libro de Rid parece darle buena parte de la razón. Pero antes tendrá que pasar el paño por su casa (especialmente por la National Security Agency) y por la de los países de su entorno (Israel, Alemania, Gran Bretaña…). España. Esta historia nos afecta a todos.