Santiago Ramentol

1.

Todo empezó cuando asistí a una reunión, convocada desde hacía tiempo. Eran las seis, dos minutos y quince segundos de la tarde de un más de marzo, en la Vía Augusta de Barcelona. Sé con precisión la hora porque, al pulsar el timbre de la puerta, di una ojeada a mi reloj supermultifuncional, último modelo, con conexión por satélite a un reloj atómico, carga solar, y un gran número de informaciones adicionales. Observé que la aguja pequeña, la de las horas, señalaba un poco más allá del número seis; la grande, la de los minutos, traspasaba el número doce en dos puntos; y la de los segundos, una fina y amarilla, iba a cruzar veloz el punto de las tres. Mi reloj actual, hipermegaconectado, reproducción en la pantalla de un modelo suizo de alta gama (entre otras alternativas), ofrece mucha más información: la hora (sólo faltaría), el día de la semana (el número y el nombre), el mes, el año, varios horarios mundiales, la temperatura ambiente, el grado de humedad, la presión atmosférica, la altitud, la previsión meteorológica… Todo en catalán. O quien lo desee, en castellano, en inglés o en otros muchos idiomas. Cronometra. Calcula los pasos que doy, los peldaños que subo, las calorías que gasto, las horas que paso sentado (y me riñe), y me aconseja ejercicios físicos. Se conecta al teléfono, y me permite recibir y responder llamadas. Tiene una calculadora, una linterna, un reproductor musical y otras muchas aplicaciones. Me controla la frecuencia cardíaca. Me deja leer los correos que me llegan, los WhatsApp, los mensajes. Me gestiona la agenda…

Pero ni éste ni el reloj anterior me permiten llegar puntualmente. La puntualidad es una función humana. Los relojes marcan el tiempo, con más o menos fortuna. Mis dos relojes eran, y son, extraordinariamente precisos, pero no puntuales. Ser puntual quiere decir hacer una cosa exactamente en el momento que se ha señalado. El encuentro estaba fijado a las seis. Y yo siempre procuro ser puntual. Pero la mayoría de los componentes de la reunión, hombres y mujeres de una edad y de una inteligencia por encima de la media, ninguno de los cuales poseía un reloj como los míos, eran de una puntualidad absoluta. Diría que obsesiva. Quizás un poco dogmática. Déjenme añadir: poco flexible. Así que la sesión había empezado a las seis en punto. Y yo, pese a que llevaba mi reloj supermultifuncional, no estaba. Quiero llamar la atención sobre el hecho de que tener a disposición mucha información, así en abstracto, como en el caso de mis relojes, no es siempre una circunstancia especialmente relevante. Puede ser imprescindible, bastante útil o indiferente. Depende. Si tengo que ser sincero, me incordia la fijación que tiene mi reloj actual cuando detecta que estoy demasiado rato sentado. ¿Y si estoy pensando? Quizás no le gusta el hecho que reflexione. Quizás prefiera que haga ejercicio físico. Lo dejo aquí.

Al llegar a la reunión, y ante la cara de circunstancias de todo el mundo por haber interrumpido la explicación del orden del día, pedí perdón, me senté en la única silla que quedaba vacía, y no hice ninguna referencia a la dimensión exacta de mis dos minutos y pico de retraso. Ni tampoco mostré, orgulloso, mi reloj. Esta minucia no tenía ni pies ni cabeza. No interesaba nadie. Al contrario de aquello que hubiera sucedido si yo hubiera participado en una maratón. En este último caso, mi reloj actual me hubiera felicitado («muy bien, sigue así»). No era el caso. Mantuve un silencio prudente.   Hablamos a menudo de la era de la información como si fuera el paraíso en donde se ligan los perros con longaniza. En plena euforia tecnológica, aludimos incluso a la sociedad del conocimiento, sin saber demasiado que quiere decir eso del conocimiento, sin tomar conciencia de los conflictos, crisis y exigencias del nuevo momento histórico, ni tampoco asumir las competencias que hay que adquirir para dominar los nuevos retos. Excitados por la navegación mar adentro en la galaxia Internet, tendemos a pensar que un mayor acceso a la información nos hace, de golpe, sabios. Pues, no. Durante el viaje en tren desde mi lugar de trabajo hasta el lugar de la reunión, desde Bellaterra a la zona alta de Barcelona, me había entretenido leyendo un texto del filósofo Daniel Innerarity, más tarde convertido en libro con el título de “La democracia del conocimiento”. Este filósofo había creado una expresión oportuna, acertada, afortunada, para describir la nueva situación: ignorancia informada. Una ignorancia, escribía, tamizada por las mediaciones tecnológicas, apoyada en un alud de datos a menudo deslavazados, desjerarquizados, ininteligibles, en definitiva, bastante caóticos. Pero ignorancia, al fin y al cabo. Al instante, hice mío este concepto.   Entendemos por ignorancia aquel estado de quien no sabe nada o sabe muy poco. La ignorancia es, pues, carencia, escasez o imperfección del conocimiento. Por cierto, hay quién suele promover la ignorancia, presentándola como una virtud. Por ejemplo, las religiones: el reconocimiento de la pequeñez pecadora del ser humano frente a la bondad y sabiduría inabarcable de la divinidad. Según el Antiguo Testamento, Dios prohibió a Adán y a Eva que comieran los frutos del árbol de la ciencia o del conocimiento entre el bien y el mal, plantado en medio del paraíso terrenal. Dejémoslo también aquí.   «Me encanta la gente poco culta», escribió el inevitable Donald Trump en uno de sus múltiples tuits, a raíz de la fiesta de celebración de su victoria presidencial, en Las Vegas. Y a muy pocos les quitó el sueño y, menos todavía, les provocó desasosiego o inquietud. Es más: unos cuántos líderes globales y locales habrían subscrito, con los ojos cerrados, esta frase, si no fuera que prefieren disimular sus opiniones más íntimas.   Pero la ignorancia es letal.   Y el problema consiste en que cada vez somos menos sabios, en relación con el saber disponible. Ya sé que esto no hace perder el sueño a muchos obispos, imanes, rabinos, algunos políticos y a la mayoría de los propietarios de medios de comunicación, pero sí que nos inquieta a unos cuántos. Sobre todo, cuando somos conscientes de la incapacidad de leer todos los libros interesantes que se editan, de consultar todos los documentos imprescindibles que se publican en la red, de ver todos los audiovisuales apasionantes que se producen. No hay tiempo.

Es preciso diferenciar el concepto de ignorancia informada del de ignorancia racional, establecido por el economista Anthony Downs, en 1957. Se hablaba de ignorancia racional sobre un tema determinado, cuando el coste de obtener la información superaba los posibles beneficios que se podían conseguir. Pero aquello que era imposible adquirir en el año 57 ahora se logra en pocos segundos. Aquella época queda a millones de años luz de distancia de la galaxia internet. Hoy en día, no tenemos problemas para encontrar información. Pero todavía tenemos bastantes dificultades para garantizar su credibilidad y poner orden. Quizás sufrimos un empacho de información.

Innerarity advertía que el contraste entre aquello que sabemos y aquello que se puede y se debe saber es tan fuerte, que valdría más hablar de sociedad de la desinformación y del desconocimiento. Es verdad que la red nos permite obtener un enorme alud de datos, y esto constituye, sin duda, una auténtica revolución en el sentido más positivo de la palabra. Pero he aquí un primer problema: existe escasez de conocimiento en medio de una gran abundancia de información, casi toda de segunda mano.

En otros tiempos y culturas, los seres humanos sabían poco, pero aquello que sabían era prácticamente todo el que podían y necesitaban saber. Y generalmente era el fruto de la propia experiencia. Ahora podríamos caer en la gran paradoja que, en el marco de la sociedad del conocimiento, somos cada vez más tontos. Estamos rodeados de líderes bobos, estúpidos, fanfarrones y fachendas, el paradigma de los cuales es el presidente de la potencia más importante del mundo, Donald Trump.

Accedemos a un conjunto de conocimientos sin comprenderlos. He aquí un otra de las paradojas con la cual hemos topado: un saber sobreabundante (en el sentido que supera nuestras capacidades), complejo, parcelado (no puede ser de otro modo), desmenuzado y acumulado, instantáneo, simplificado, generalmente sin procesar (es decir, sin distinguir entre aquello que tiene sentido y aquello que no lo tiene), a menudo intermediado y a menudo manipulado (infointoxicación, “fake news”…).

En definitiva, según Innerarity, sabemos que existen muchas cosas, pero no sabemos de qué van las cosas. Aceptamos más que comprendemos. Hacemos un permanente acto de fe.

Por ejemplo: no pregunten a nadie que hay dentro de un televisor con una pantalla supergrande, quizás colgada en la pared, finísima, extraplana, casi como una tarjeta de crédito, con todo tipo de accesos y aplicaciones, de una calidad de imagen increíble y de un sonido aturdidor. La mayoría de la gente no lo sabrá. Los espectadores pulsan un botón, y disfrutan del espectáculo, sin saber que hay dentro y detrás de aquella ventana abierta al mundo del espectáculo. Tengo que confesar que he tenido la tentación de abrir una con un destornillador, como hice con un panzudo aparato de rayos catódicos. O quizás mejor con un cúter. Mi tío Salvador, fallecido ya hace tiempo, había sido uno de los primeros fabricantes de televisores, en una época que considero paleolítica. Habría podido ser una especie de Steve Jobs del mundo audiovisual. Pero no tuvo suerte. Montaba los aparatos en el taller de su casa. Yo lo observaba embelesado: cable a cable, lámpara a lámpara, condensadores, fusibles, bobinas. Y lo ayudaba. Pero ahora sólo sé que todo son microprocesadores y microcontroladores de altas prestaciones, pantallas LCD, led o plasma, y está prohibido desmontarlos: el fabricante me amenaza con provocar una avería masiva. O lo que es peor, sufrir un shock eléctrico que mata o hiere gravemente. Dios me libre. Vista esta carencia de conocimiento ciudadano sobre cómo funcionan estos televisores espectaculares, cuando se averíen, probablemente a causa de aquello que se llama obsolescencia programada, tendrán que cambiarlo por otro.

2.

Así que, aquella tarde de marzo, cuando pulsé el timbre con dos minutos y cuarto de retraso para incorporarme a la reunión, hacía más de media hora que daba vueltas en torno a los impactos culturales y sociales de las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC). En el orden del día de la reunión, figuraba un punto sobre una jornada bianual de reflexión, que había que organizar. Los miembros de aquel grupo eran gente de confesión cristiana progresista. Es más: estaban allí porque eran cristianos. Y se interesaban, sobre todo, por los valores. Pero, cuando se trataba de cuestiones terrenales, confiaban más en su providencia (en minúsculas) que en la divina Providencia (en mayúsculas). Odiaban la improvisación, tan apreciada en este mundo nuestro. De forma que el contenido y el programa se debatía bastantes meses antes de que se celebrara el encuentro, con tiempo más que suficiente para prepararlo. En resumen, eran, además de puntuales, muy providentes, es decir, previsores.

Se pusieron varios temas sobre la mesa, dos, quizás tres, todos ellos de actualidad, atractivos e interesantes, entre los cuales figuraba aquel que me había absorbido la atención durante el viaje por el Vallès, los túneles de Collserola y los sótanos de la ciudad. Y después de un debate corto, intenso y razonado, mi propuesta recibió el visto bueno de todo el mundo. A continuación, se formó un grupo dedicado a preparar el congreso desde el punto de vista de los temas y de los conferenciantes.

Y, de repente, me vi envuelto en la obligación de asistir a una reunión, si no recuerdo mal, cada quince días. Tengo que confesar que la inteligencia, los conocimientos, la agudeza mental, la amabilidad y el sentido del humor de aquellos compañeros convirtieron cada una de aquellas sesiones en una de las experiencias intelectuales más provechosas y satisfactorias de mi vida. Definimos el eje temático de las jornadas: «Los valores ante el impacto de las nuevas tecnologías». Fijamos la fecha y el lugar: el 19 y 20 de noviembre, en el colegio de los jesuitas de Sarriá. Determinamos la temática general de cada ponencia y el momento de su exposición. Elegimos los ponentes: David Jou (físico), Joan Manuel Tresserras (comunicólogo), Jaume Funes (psicólogo), Begoña Roman (filósofa), Francisco Javier Vitoria (teólogo) y yo mismo. Designamos un moderador: Jordi Porta (filósofo). Y debatimos sobre el porqué de todo. Un placer.

Deliberamos sobre el desconcierto a qué nos someten los cambios permanentes del conocimiento humano, gracias, sobre todo, al progreso de la ciencia y al enorme desarrollo de las tecnologías, especialmente las que se relacionan con la comunicación y la información (y con la biotecnología). Advertimos que, efectivamente, se producen muchos cambios, pero que no acabamos de adivinar exactamente en qué dirección. Ni tampoco sabemos si todos serán en la buena dirección. Patentizamos la vulnerabilidad de aquello que creíamos inmutable: los marcos ideológicos y normativos, los valores comunitarios, las relaciones sociales, la institucionalización de la política y también de la religión.

En una de aquellos encuentros, leí una entrevista con Nicholas Negroponte, el gurú del mundo digital, el investigador del MIT (Massachusetts Institute of Technology) que más me había ayudado a soñar. Y nunca me ha dejado de impresionar su optimismo. He aquí, en síntesis, algunas de sus previsiones: nuestros nietos vivirán 150 años, habrá humanos genéticamente modificados (inmunes a muchas enfermedades), se fabricará carne artificial replicando las células de las vacas (sin necesidad de matarlas), llegará la energía nuclear de fusión (limpia y prácticamente infinita), la ciencia y la tecnología revertirán el cambio climático… Todos quedaron embelesados, pero nadies abandonó sus dudas. ¿Servirá todo esto para mejorar el ser humano? No tengo respuesta. Pero pienso que Negroponte respondería que sí.

Constatamos, en definitiva, que nos encontrábamos ante una sociedad frágil: consciente de la agobiante complejidad del mundo, condicionada por la ubicuidad de la comunicación y por la velocidad de los acontecimientos, y a menudo determinada por la inmediatez, la cultura de lo efímero y de los productos de un solo uso. Zygmund Bauman la había calificado de sociedad líquida, basada en la movilidad, la incertidumbre y la relatividad, dentro de unos tiempos que también son líquidos. Ulrich Beck la denominó sociedad del riesgo. Lo anuncié, y nadie dijo nada, ni a favor ni en contra. Bien.

A lo largo de los debates, fueron saliendo conceptos sobre los cuales había que reflexionar: ciencia y tecnología (está claro), información, conocimiento, valores, complejidad, caos, desconcierto, miedo y esperanza… También mucha esperanza. Y nos planteamos bastantes preguntas. ¿Se ha iniciado un nuevo capítulo de la historia humana? ¿En estos nuevos tiempos, quedarán algunas invariantes, es decir, algo que no varíe: desde la estructura del cerebro-mente hasta los valores? ¿Se puede hablar hoy, en el marco de esta sociedad líquida, de valores universales y perdurables? Buenas cuestiones. Tenía sentido hablar de valores, dado que ahora anuncian y denuncian la existencia de máquinas inteligentes capaces de tomar decisiones propias. Esto llevado en el ámbito de la guerra (armas autónomas, las llaman) produce inquietud y escalofrío. Es aquello que sintieron los expertos en inteligencia artificial, y que denunciaron en los encuentros de Buenos Aires (2015) y Estocolmo (2018).

Yo solo puedo decir, a guisa de conclusión, que de todos aquellos cenáculos, veladas y tertulias salí mucho más informado, mejor formado y sobre todo menos ignorante.

La jornada o simposio se celebró con un éxito inesperado de asistencia: más de un centenar de inscritos. La mayoría, sorprendentemente, de una edad digamos avanzada, provecta, pero nada decrépita. Y ahora lo observo todo como extrañamente lejano, a pesar de que no hace tantos años. En este lapso de tiempo, se han producido nuevos fenómenos, y se han acentuado tanto las esperanzas como los riesgos. Han muerto algunos de los componentes de aquel grupo de gente más o menos estrafalaria y obsesivamente puntual. No llegaron a tiempo de alcanzar los 150 años. Ni nosotros tampoco. Así que, en homenaje a todas ellas y ellos, he querido recuperar aquella mi ponencia y, sin reformularla (porque, curiosamente, en el fondo, todavía se mantiene vigente), he añadido nuevos motivos de reflexión. Eso sí, también he aprovechado para ponerla al día. Paso a exponerla inmediatamente, antes de que quede antigua, periclitada, arcaica, incluso fósil, teniendo en cuenta la velocidad en la que se desarrollan los acontecimientos.

3.

Ahora ha llegado el momento de presentarme. Solo cuatro pinceladas. Me llamo Santiago Ramentol. Dentro de esta misma web encontrarán mi trayectoria. Tengo 71 años, y a menudo, desde hace tiempo, me pregunto sobre el futuro de mis hijos (de 37 y 32 años) y, todavía más, de mis cinco nietos (los hijos de mis hijos), que van de los dos a los ocho años y que, según Negroponte, vivirán 150. Y lo hago, porque sé que cuesta capear el temporal en este convulso océano de crisis y de incertidumbre, y reconozco que (en bastantes casos) su manera de actuar es sustancialmente diferente de aquello que hacíamos nosotros a su edad.

Yo me he apresurado a ponerme al día en aquello que hace referencia a las novedades científicas y tecnológicas (algunas de las cuales, por cierto, ya no son tan nuevas). Las conozco y a menudo he reflexionado sobre su impacto en las sociedades contemporáneas. De hecho, paso para ser un experto (aunque confuso) en estas cuestiones. Y mi actividad docente en la Universitat Autònoma de Barcelona, así como mis actividades públicas en el Govern de Cataluña y en el Consell de l’Audiovisual, han estado relacionadas con su implantación y con estos efectos.

Trabajo, incluso, en el campo del conocimiento prospectivo. Esto quiere decir que intento entrever, desentrañar, los escenarios del futuro mediante las variables que hoy tengo a mi disposición. Como que no disfruto de habilidades proféticas, y no he establecido ningún trato privilegiado con las diversas divinidades, ni poseo ninguna bola de cristal, ni (seamos prácticos) tampoco tengo acceso al superordenador de la Agencia de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, confieso que me equivoco a menudo en mis predicciones. Y pido disculpas. Pero esto no es demasiado sorprendente, porque (como ya he dicho) la incertidumbre es una de las características de este tiempo de transición hacia no sabemos exactamente qué.

No sé si habrán advertido que he escrito dos veces la palabra incertidumbre. Así que dejo encima la mesa el primer concepto importante: el de incertidumbre. Concibo la incertidumbre como un estado de duda permanente ante un presente no previsto y un mañana no previsible. Me gustaría ser como los Papas (y la mayoría de cardenales y obispos), los imanes o los rabinos, o muchos líderes políticos o muchos intelectuales, o los telepredicadores y los tertulianos en la radio y en la televisión, que saben de todo y no tienen dudas. Todos exhiben sus certezas en forma de admoniciones y combaten contra un enemigo, para ellos, poderoso: el relativismo. Yo solo puedo manifestar mis perplejidades.

Permitan, no obstante, que me arriesgue a hacer una predicción inicial: en esta primera etapa de transición hacia el futuro, y sin tener en cuenta la variable del cambio climático (que lo empeora todo), nuestros hijos permanecerán en un estado constante de crisis y, en consecuencia, vivirán probablemente peor que nosotros. Habrá menos oportunidades, menos seguridad sobre el mañana, menos bienestar… Esto se denomina movilidad social descendente. Es decir, el ascensor social que, en algunos casos, llevaba a la cumbre de forma permanente al Siglo XX, ahora (en el Siglo XXI) baja. Y después, ya lo veremos. Y ellos, en el fondo, son unos privilegiados, porque disfrutan, aunque disminuidos, de unos derechos que les ha proporcionado la sociedad del bienestar, en el mundo occidental. Muchos millones de humanos, niños y adultos, no saben qué es tener un plato en la mesa. Quiero decir que la humanidad corre el riesgo de despeñarse.

No me miren con malos ojos. No soy, como he dicho, un profesional del pesimismo ni formo parte de aquellos especímenes que piensan que la existencia humana es un absurdo, que nada tiene sentido. No concibo la cotidianidad como un drama o, peor, como una tragedia. A Sartre, la existencia le provocaba sensación de náusea. No estoy de acuerdo. Pienso, incluso, que el porvenir está en nuestras manos. Podemos mejorarlo o empeorarlo. Pero permitan, no obstante, que apunte algunas previsiones más.

En este futuro inmediato, debido principalmente a los adelantos de la inteligencia artificial, desaparecerán bastantes puestos de trabajo tradicionales (aproximadamente el 15 por ciento), no todos de baja calidad. Los médicos, por ejemplo, tendrán que replantear su profesión; también los periodistas,los abogados, los gestores administrativos, los profesores, los escritores, los músicos… Sus trabajos esenciales los harán los robots, mediante un software específico (compuesto por algoritmos muy complejos), capaz de gestionar muchos más datos que un profesional, y tomar decisiones más eficientes. Los traductores y los dobladores de voz desaparecerán. Las fábricas, los sectores bancarios, comercial, del entretenimiento…, completarán sus procesos de automatización. También se crearán nuevos puestos de trabajo (33 por ciento), pero requerirán conocimientos avanzados, muchos de los cuales todavía no se enseñan en las universidades. O están al alcance de una minoría. Será difícil reciclar a los trabajadores de las viejas profesiones para que ocupen las nuevas demandas altamente especializadas.

4.

El escenario ya hace tiempo que está cambiando. Umberto Eco explicaba que, en los años 70 y 80 del siglo pasado, se puso de moda preguntar a los niños y a las niñas sobre los animales de granja. La mayoría de componentes de aquella generación vivía en ciudades más o menos grandes (Tokio o Nueva York, Barcelona o Madrid, Sabadell o Santa Coloma de Gramenet), y los sociólogos descubrieron que aquellos niños y niñas urbanitas no sabían qué era una gallina o una vaca. Pensaban que la leche era una bebida artificial (como la Coca Cola) y que los huevos de la tortilla eran un producto de diseño literalmente copiado de los huevos Kinder, pero sin chocolate ni regalo a su interior.

Cuando muchos de aquellos niños y niñas iban de vacaciones, aterrizaban en urbanizaciones parecidas a las ciudades de donde provenían (del tipo Lloret, Benidorm, Miami Beach, por ejemplo), y lo único que cambiaba eran las rutinas: de la escuela pasaban a la no escuela o, mejor dicho, a la antiescuela (la televisión), convertida en guardería permanente. El mismo Umberto Eco escribió un artículo que hablaba de la tele como sucedáneo de la religión. Era, en consecuencia, un espacio y un tiempo para no aprender nada o, al menos, nada de bueno. Y todos nos escandalizamos. Las escuelas pusieron manos a la obra y organizaron visitas guiadas a las casas de campo para que los niños y las niñas vieran como la leche salía de las ubres de la vaca y los huevos de las gallinas. Todavía hoy hay que explicar a mucha gente (incluidos los adultos) que las gallinas hacen los huevos sin la necesidad de que ningún gallo las incordie, perdón, las fecunde.

No sé si los niños de ahora saben de dónde vienen los huevos o la leche, me temo que sí (lo pueden consultar de forma inmediata en Google, en Wikipedia o verlo en You Tube) o, en todo caso, esto ha dejado de ser una preocupación general. Y el sucedáneo de la religión ahora es Internet.

Los niños y las niñas de hoy en día, los jóvenes y también muchos adultos ya no viven en campo o en la ciudad: han pasado a habitar en un no-lugar y en un no-tiempo, entendidos como un espacio y un tiempo sin límites ni fronteras. En este no-lugar, no hay ni noche ni día. Es global. Si se tercia, pueden pasar la noche recorriendo en el hiperespacio y dormir de día. Google y You Tube forman parte de su memoria (por ahora, externa) y Twitter, WhatsApp, Signal, Telegram y Facebook constituyen su vecindad.

Los jóvenes y los adultos de hoy se organizan en redes, en las cuales intervienen compañeros de procedencia, color y cultura muy diversas. Son espacios virtuales donde las viejas identidades se diluyen y nacen de nuevas. Se forman minorías autoafirmativas y a menudo con un cierto potencial discriminatorio. Reciben el nombre de burbujas personales y/o grupales. Por cierto, todo el mundo muestra una desinhibición preocupante dentro de la red, que pone en peligro el derecho a la intimidad y el derecho posterior al olvido. Yo, que soy un obseso del autocontrol digital, soy consciente que, entre todos, habitamos en un tipo de casino mundial permanente. Demasiado a menudo la ciudadanía no sabe (o no quiere saber) que se ha adentrado sin protección dentro de un bosque espeso y peligroso, lleno de buena gente, pero también de depredadores, y en donde reina la ley de la selva.

Facilitamos alegremente nuestros datos y, desde pequeños, somos absorbidos por el big data, que conoce nuestro perfil, nuestros deseos, nuestras necesidades y nuestras tendencias. O simplemente, como me pasa a mí, estamos a punto de tirar la toalla. Cada año, me hacen una revisión del estado de salud. La empresa que la realiza envía los resultados en un sobre cerrado, para proteger (dicen) mi derecho a la intimidad. Perfecto. Allí figura todo mi historial médico. Sé, no obstante, que todo queda registrado en depósitos de datos que pueden circular sin control por la red. Pero yo quedo muy satisfecho. En ningún caso, pregunto que se hará con mis datos cuando compro en un gran supermercado, o mejor, en Amazon, el más descomunal de los depósitos de mercancías, bienes y servicios de toda la historia de la humanidad. O cuando adquiero un coche, un libro, un electrodoméstico, un billete de avión o de tren, me hago socio de un club, me ponen una multa de aparcamiento, hago una llamada telefónica, o pago con tarjeta. Sé que, si quieren, lo tienen todo grabado. Sé que hay empresas que compran o roban estos datos. Y hacen un negocio jugoso. Pero si aplicara de forma permanente el principio de precaución, me volvería loco. O me convertiría en un paranoico.

Los ciudadanos normales casi nunca aplican el principio de precaución, cuando navegan por la red. Escriben correos y mensajes desde cualquier pantalla (teléfono, tableta u ordenador), salen y entran de los grupos de facebook, o simplemente hacen llamadas. Nadie les ha enseñado a sobrevivir entre la basura. Edward Snowden, el excontratista de la Agencia Nacional de Seguridad norteamericana, nos advirtió de que todo puede quedar grabado, que nada es seguro. Incluso, Angela Merkel, que debe de tener más cortafuegos que el parque nacional de Yellowston, fue espiada. ¿Y saben que le ha pasado a Snowden? Que es el hombre más buscado, después de Willy el Niño. En definitiva, y tal como escribía Innerarity en otro artículo, la red nos deja observar a cambio de ser observados. Nuestra relación con la red no sale gratis: nos convertimos en espías de nosotros mismos. Snowden lo ratificó: internet es más un bazar que un ágora. Un espacio enorme, en el cual alguien obtiene grandes beneficios. Y no somos precisamente nosotros. Esto agudiza el conflicto entre libertad y control. Y las escuelas ahora no saben qué hacer con los y las alumnas, ni tampoco adonde llevarlos.

Ya es hora que definamos que es eso del big data. Los seres humanos estamos generando una cantidad increíble de datos almacenados y/o que circulan por la red. Los expertos calculan que ese alud informativo suma aproximadamente 2,5 quintillones (1030) de bytes diarios: textos y mensajes de todo tipo (fiables y no fiables), imágenes (píxeles), producciones audiovisuales, datos recogidos por instituciones, empresas, hospitales, comercios, bancos, documentos (públicos y privados), transacciones diversas… Es tanta la capacidad de datos almacenables, que hay una parte que no puede ser procesada y analizada utilizando el software y las herramientas convencionales. Solo lo pueden hacer los superordenadores y los algoritmos más poderosos del mundo. Y están en manos de los servicios de inteligencia y de las grandes corporaciones. El procesamiento de estos datos permite detectar patrones diversos (de comportamiento, por ejemplo) y hacer predicciones para la toma de decisiones. El big data nos puede conocer más que nosotros mismos.

5.

Nuestra forma de adquirir conocimientos y experiencias también son ahora diferentes. Todo comenzó cuando la televisión impuso los mensajes de veinte segundos, y el cine introdujo los planos/secuencias de, como mucho, cinco segundos. Las escenas cinematográficas se desarrollaban a un ritmo frenético, a golpe de tambor, con decorados impresionantemente falsos, diseñados desde un ordenador. Las últimas películas sobre las aventuras de Sherlock Holmes reproducían, de forma espectacular, el Londres de finales del siglo XIX. Los viejos juegos de mesa se trasladaron a la pantalla, y adquirieron un aspecto de inmersión en escenarios y personajes casi reales, que absorbían hasta niveles preocupantes el cerebro de los adolescentes, atiborrados y rebosantes de imágenes de todo tipo, introducidas sin orden ni concierto: escenas de guerra, crímenes, banalidades, conflictos, sexo, fútbol, música, publicidad…y también información. ¿Podemos llamarlo cultura de lo efímero?

Y eso que no se ha llegado todavía a la realidad virtual o, mejor dicho, al entorno virtual. Tardaremos un poco. No demasiado. Vivimos todavía en el mundo de la realidad aumentada: suma de realidad y virtualidad. Por ejemplo: la realidad aumentada geolocalitzada. Consiste a tomar las coordenadas GPS del usuario y, sobre la pantalla del móvil en movimiento, introducir información sobre las imágenes, o también muñecos y escenarios propios de un juego (Pokémon Go, por ejemplo). Esto quiere decir enfocar con el móvil una tienda recomendada por un algoritmo y que, de forma inmediata, el teléfono la reconozca, y el propietario (real o ficticio) salga y explique sus ofertas (y las muestre). U observar un paisaje, y que el móvil identifique la vegetación, las flores, los animales, los coches que pasan por el camino… Las estrellas. Las personas… Fijar en el móvil varios elementos de decoración o mobiliario, y ver como quedarían sobre las imágenes de las varias habitaciones de la casa. Es decir, ver como reales cosas que no existen.

Con la ayuda de algoritmos de inteligencia artificial, también se pueden crear personas virtuales que no se distingan de las reales. O manipular personas reales de forma que se expresen y digan ideas que no han defendido nunca.

Las ofertas de realidad virtual todavía son muy precarias: los ordenadores no son bastante potentes. Google confía en el ordenador cuántico. Ha anunciado últimamente avances significativos. Está invirtiendo mucho dinero. Pero todavía se encuentra en el abecé. Los expertos consideran que las simulaciones actuales son falsas o débiles realidades virtuales. Las simulaciones más espectaculares se aplican hoy a la arquitectura y decoración, al arte y al entretenimiento. En las aplicaciones para la guerra, se crean campos de batalla y situaciones artificiales. O en el entrenamiento de pilotos de aviación, mediante la recreación de una cabina y pantallas como ventanas que reproducen las condiciones de vuelo, de despegue y de aterrizaje.

Efectivamente, las novedades que vendrán, anuncian los expertos, tendrán mucho que ver con el desarrollo de la inteligencia artificial (IA). Los sistemas inteligentes conectados a la red se extenderán a otros enseres de la casa o de nuestra vida cotidiana. Son los objetos que piensan. Se están diseñando en el Instituto Tecnológico de Massachussets, en Estados Unidos, allá donde trabajaba Negroponte. Neveras que piensan, televisores que piensan, tabletas y teléfonos que piensan, robots que hacen las tareas domésticas y piensan, sistemas de alarma que piensan, sillas que piensan… y así sucesivamente. ¿Existe Dios?, pregunté (en castellano) a la Siri de mi tableta. Y me contestó: «los humanos tienen religión, yo solo un cierto metaloide». Supongo que se refería al silicio. Pero resulta evidente que sabe salir por la tangente.

Todavía necesito saber idiomas, porque el inglés me permite obtener mucha más información. Aun así, Google me ofrece consultar la Wikipedia inglesa (y otros documentos), previa traducción al catalán o al castellano, todavía bastante chapucera. En un futuro inmediato, el idioma no será ningún problema. Los textos y las voces se traducirán de cualquier lengua a cualquier lengua, de forma automática y en tiempo real. Podremos hablar por teléfono en nuestro idioma y nos recibirán en el idioma de los destinatarios. Cualquier película, cualquier serie, cualquier contenido podrá ser percibido en el idioma que se desee. Por eso decíamos que los traductores y los dobladores tienen un futuro más bien magro.

La traducción automática en tiempo real corresponde a la etapa de la inteligencia artificial (específica), que hoy se está desarrollando en torno a los sistemas expertos: máquinas especializadas, por ejemplo, en diagnosis médica, o en componer piezas musicales y orquestarlas, en documentar y redactar informaciones (robot journalism), en jugar y vencer al ajedrez o al go, un juego más complicado. Queda un largo camino hasta llegar a la inteligencia artificial general (semejante a la humana). Pero probablemente se conseguirá. Y falta un trecho más tortuoso (pero no imposible) que llevará hacia la superinteligencia artificial (superior a la humana).

Gracias a los potentes algoritmos de inteligencia artificial, y probablemente a los ordenadores cuánticos, la realidad virtual buscará crear mundos ficticios que se podrán confundir con el mundo físico real. La auténtica realidad virtual se basará en la simulación perceptiva. Será una base de datos gráfica interactiva, generada por ordenador, explorable y visualizable en tiempo real, en forma de imágenes de síntesis tridimensionales, que dará la sensación de inmersión en un nuevo escenario. Será inmersión: el usuario estará convencido que se encuentra en un entorno diferente del real, pero igualmente real. Esto requerirá la estimulación de todos los sentidos. Será interactiva: el usuario será capaz de interactuar en un entorno sintético, tal como lo hace en un entorno real. Y será orientativa: el usuario tendrá la sensación de seguir la posición/orientación según sus propios movimientos dentro del entorno simulado. En definitiva, podremos entrar en una película, interactuar con los actores como si fuéramos uno más, y reconducir el desarrollo de la acción según el comportamiento de cada cual. Un juego de ordenador actual convertido en una realidad vivida con infinitas opciones.

Hoy todavía no hemos desembarcado en esta nueva dimensión, pero no hace falta que nos esforcemos demasiado para obtener aquello que deseamos. La red y las mismas burbujas personales («personal bubbles»), con sus filtros («filter bubbles») nos retroalimentan y nos trazan el itinerario digital, con un potencial narcótico y sedante todavía poco evaluado. Por ejemplo: Google sigue nuestras pautas de comportamiento; Google sabe aquello qué necesitamos; y los algoritmos de Google nos ofrecen aquello que necesitamos. ¿Prisioneros de la red? ¿Prisioneros del big data? ¿Prisioneros de las futuras redes neuronales? Hay quién se pregunta por qué no. No tenemos tiempo para escoger la enorme cantidad de ofertas atractivas desde cualquier ángulo e interés. Suerte que Google y los otros buscadores nos ayudan. Deciden por nosotros. Y no sé qué decir.

6.

Tal vez el problema empieza cuando dejamos de utilizar Internet como una herramienta y nos instalamos a vivir dentro de la red. Los expertos señalan que más de dos horas de navegación suponen un riesgo. Y añaden que esto se agrava cuando el internauta es una persona introvertida, con poca autoestima y con una vida familiar pobre, es decir, cuando construye un mundo virtual que lo compensa de las insatisfacciones e inhibiciones del mundo real (un tercio de los usuarios, según algunas encuestas).

Y esto tiene un impacto notable en la vida cotidiana. Algunos psicólogos apuntan que aquellas personas que pasan mucho tiempo dentro de la red tienen más posibilidad de desarrollar síntomas depresivos. Otros aducen, en cambio, que la red ayuda a integrar los solitarios. Los maestros denuncian a menudo que los alumnos, la mayoría catadores inconstantes, no prestan atención en clase, sobre todo cuando la lección dura más de diez minutos, y cuando el profesor no refuerza su tarea docente con un poco de espectáculo. Hay que divertir. Llamar la atención. Algunos pedagogos, en cambio, sostienen que, siendo eso verdad, los alumnos actuales son capaces de hacer más cosas al mismo tiempo. Y, además, ahora el conocimiento, la creatividad y la capacidad de interrelación están más al alcance que antes. Vaya usted a saber.

Permitan que les dibuje aquello que suele suceder en este momento. Hoy muchos ciudadanos, acostumbrados a hacer muchas cosas al mismo tiempo (en inglés, multitasking), viven enganchados simultáneamente a un móvil o a una tableta, a un ordenador, y quizás todavía a un televisor (con acceso naturalmente a la red, a Netflix, a HBO…). Están aferrados a cualquier ventana que se abra a un mundo (virtual y real), donde se alojan las redes de amigos (facebook), los correos electrónicos, los mensajes cortos lanzados al azar (twiter), o a cualquier información (banal o no, útil o fútil) mediante bloques, webs y otras ofertas de todo tipo. Conectados con el planeta en tiempo real. Quizás muchos están perdiendo la costumbre de leer libros. Pero no de leer. Mañana todo podría convertirse en pantalla conectada en la red: las paredes, los cristales de las ventanas, la puerta de los microondas o de las neveras… O del coche sin conductor.

¿Somos o son felices? Dicen que sí.

¿Hacemos un uso saludable o perverso de la red? Depende. Incluso, podemos hacer las dos cosas.

Nicholas Carr explica este proceso en un libro demoledor titulado “Superficiales: ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes?” Carr estudió literatura en la Universidad de Harvard y, cuando era joven, le gustaba leer. Pasaba muchas horas, que él consideraba placenteras, estudiando libros voluminosos. Pero un día descubrió las nuevas tecnologías. Se sumergió en el mundo on line. Se convirtió en un auténtico experto. Escribió numerosos artículos sobre temas tecnológicos. Y dejó de leer. Perdía la concentración y el hilo, si hojeaba más de dos páginas. A menudo, pensaba en muchas cosas a la vez. Su cerebro rechazaba todo aquello que significaba lectura reflexiva. Prefería la lectura rápida. Un vistazo.

En 2007, se rebeló. Se retiró con su mujer a una cabaña de las montañas de Colorado, sin teléfono móvil ni conexión a Internet. Y allí redactó el libro que antes he mencionado.

No pretendo entretenerles con una explicación detallada de aquello que dice la obra de Carr. Pero sí que les quiero comunicar que Carr confirma mi estado de ánimo ambivalente. Por un lado, las tecnologías de la información y de la comunicación permiten que millones de seres humanos podamos compartir nuestros conocimientos y nuestras experiencias, tejiendo una inteligencia, electrónica y digital, de alcance planetario, sin precedentes en la historia de la humanidad. Podemos obtener, en segundos, aquella información que antes requería semanas, meses y, incluso, años, mediante largos viajes y difíciles investigaciones en bibliotecas lejanas. Pero por el otro, las TIC plantean (como ya hemos dicho) problemas fundamentales, porque este cambio cultural tendrá (ya tiene) repercusiones en la forma de operar de nuestro cerebro (como lo previó, Marshall McLuhan, en los lejanos años 60 del siglo pasado).

Así que no caigamos en el derrotismo. Seguramente algo parecido se produjo cuando se inventó (a lo largo de mucho tiempo) la escritura, lo cual permitió congelar la información; o cuando se inventó la imprenta, y la información se pudo extender a todo el mundo, o a casi todo el mundo.

Acaso el problema consiste en que el ordenador, nuestro móvil y nuestra tableta (como el libro, pero mucho más potentes) se han convertido en una extensión de nuestro cerebro, hasta el punto que, en cierta manera, lo sustituyen. Quizá anulan algunas funciones e iluminan otras. No lo sé. No lo sabemos. Nuestra capacidad mental es limitada. De hecho, observo que están naciendo un montón de nuevas habilidades. Recordamos que la aparición de las calculadoras electrónicas cambió la forma de enfrentarse al cálculo. Muchos se rasgaron las vestiduras. Y no pasó nada.

También el libro y los medios de comunicación impresos sustituyeron muchas capacidades intelectuales, algunas relacionadas con la memoria. Desaparecieron, por ejemplo, los trovadores, los narradores de historias y de cuentos, los copistas y los ilustradores medievales. Los escritores se quejaban escandalizados del hecho que la expansión del libro provocaba la generación de obras banales y sin contenido. (¿Les suena esto en relación con la comunicación audiovisual?) La sustitución de la lectura en voz alta por la lectura individual y en silencio, decían, anunciaba el fin de la civilización. Las profecías apocalípticas no se cumplieron. O mejor: el libro impreso significó un importante progreso. Abrieron muchas librerías (primero, ambulantes; y después, urbanas) y también muchas bibliotecas. Se escribió de otro modo. Y nació un nuevo tipo de literatura y también de música. Y la cultura y el conocimiento se extendieron por todas partes.

Es probable que las nuevas tecnologías den paso a un nuevo progreso, tanto o más grande que el que significó la imprenta. Pero también quiero advertir de nuevo con preocupación que cada vez dependemos más de estas herramientas: el televisor, el ordenador, el teléfono móvil, la tableta.

¿Es inexacto deducir que las TIC sobornan nuestras mentes y nuestros sentimientos? ¿Nos conducen hacia un caos razonable o insuperable? ¿Dependemos definitivamente de ellas, hasta el punto de someternos a chantaje? Hay personas que sienten vibrar el teléfono móvil, aunque no lo lleven al bolsillo. Esta percepción ya tiene nombre: síndrome de la vibración fantasma. Y algunos médicos la comparan con las falsas sensaciones de aquellos a quienes los han amputado una pierna.

¿Qué pasaría si, de golpe, desaparecieran todos estos apéndices mecánicos? ¿O si se produjera un enorme apagón eléctrico y digital planetario? ¿Quedaríamos definitivamente huérfanos? ¿Perderíamos la memoria, como estamos a punto de perder todo aquello que grabamos en una cinta de celuloide (¿se acuerdan?) o en una cinta magnética analógica, las viejas VHS?

Las tecnologías ¿aumentan o disminuyen la capacidad de nuestro cerebro? No lo sé. ¿Se cumplirá la sentencia de que cuanto más inteligentes sean nuestros ordenadores más tontos seremos nosotros? No tengo ni idea

Ante tantos interrogantes, no percibo que los expertos se pongan de acuerdo. Las escuelas, una vez más, han intentado encontrar una salida poniendo un ordenador portátil en cada pupitre conectado a Internet. A mala o buena hora, lo ignoro, porque los chicos y las chicas en vez de prestar atención a lo que dice la maestra, y utilizar la pantalla como complemento del aprendizaje, utilizan el ordenador y/o el móvil como si fuera una continuación de aquello que practican en casa: interconectarse. Incluso se envían mensajes entre ellos dentro de la misma aula, substituyendo los viejos papelitos voladores. Y se lo pasan muy bien.

¿Son sólo mensajes banales? En algunos casos, sí. Y en otros, no. ¿O es que no hemos sido testigos de la globalización de la rabia y del disentimiento? Sabemos que el uso de las TIC, más el efecto globalizador, ha impulsado y alimentado muchas manifestaciones, algunas de las cuales han sido capaces de derribar gobiernos e incluso regímenes.

Las TIC dan un poder insólito al individuo, antes anónimo, que ahora es capaz de sumar voluntades en un abrir y cerrar de ojos. Cualquier persona puede construir a su alrededor una minoría poderosa (influencers u otra tipología de líderes), estable o volátil, convertirse en un prescriptor de ideas o de marcas. Una suma de individuos puede subvertir las jerarquías convencionales y darle la vuelta a la pirámide de cualquier clase de poder. No me digan que no resulta, como mínimo, interesante.

Pero los expertos también han detectado un 25% de grupos «problemáticos» dentro de les redes sociales en internet, que cultivan el odio social, cultural y/o político. Y acostumbran a ser los que obtienen más audiencia. Es un modelo de agitación radical, de violencia verbal, de deslegitimación de la democracia, intoxicación, alboroto y, a veces, violencia. ¿La suma de voluntades en el ciberespacio creará comunidades cerradas de pensamiento uniforme (burbujas), que se autoalimentarán de pasiones radicalizadas, de adoctrinamiento y de dependencia emocional? ¿Entraremos en algo parecido a los años más oscuros de la Edad Media, como insinuó Umberto Eco?

y 7.

¿Somos realmente libres? Para responder a esta pregunta fundamental, hay que tener en cuenta que los algoritmos también juegan un papel determinante, tanto en los contenidos informativos y de entretenimiento como a los mensajes publicitarios, las ofertas comerciales, la cultura… Y el mundo de las ideas. La aplicación de los algoritmos para procesar grandes cantidades de datos, suministradas inconscientemente por los usuarios en sus prácticas de consumo, generan (repito) el fenómeno de las «filter bubbles» (filtros burbuja) que alimentan las burbujas personales y grupales, y que pueden conducir a un aislamiento intelectual.

Los algoritmos de los buscadores en red sugieren a los usuarios unos contenidos que aparentemente coinciden con nuestros intereses, pero que a menudo limitan y empobrecen la experiencia de variedad en el consumo cultural o comercial. El Wall Street Journal demostró que las burbujas personales y grupales conducen al aislamiento intelectual. Durante las últimas elecciones presidenciales en los Estados Unidos, un simpatizante demócrata recibía, al mismo tiempo y en iguales condiciones, noticias que criticaban Trump, mientras que un republicano recibía informaciones dejaban mal Hilary Clinton. Insisto: hay grandes organizaciones que negocian con estos grandes volúmenes de datos, segmentándolas y vendiéndolas a empresas que quieran influir sobre las decisiones de los ciudadanos. Así que ¿somos más libres? No lo sé.

¿A qué cambios nos llevará todo esto? Ve a saber. Cuando preparábamos aquella jornada a la cual he hecho referencia al principio de esta extensa reflexión, todos los miembros del grupo de trabajo constatamos que el paisaje histórico se estaba transformando de forma acelerada. Y nosotros, instalados en el limitado e impreciso mirador de nuestra vida cotidiana, contemplábamos, a menudo perplejos, y a menudo inquietos, como las novedades permanentes invadían nuestra efímera existencia. Todo iba demasiado deprisa. Sentíamos el vértigo del tiempo.

El desconcierto constituye otro de los argumentos fundamentales de muchos análisis sociales al Siglo XXI. Concebimos aquí la palabra desconcierto como aquel sentimiento que altera la seguridad, el equilibrio, la serenidad y la lucidez, perturbando los planes y los proyectos de futuro. De acuerdo.

En aquellas reuniones, también nos preguntábamos sobre si estábamos asistiendo al inicio de un nuevo capítulo de la historia humana. ¿Estábamos atravesando el umbral de una gran revolución planetaria? Respuesta racional: quizá. Respuesta intuitiva: sí. Apuntábamos lo siguiente: la nueva era nos puede llevar hacia una transformación radical, una transhumanización (cambio de la mente humana). Entonces i ahora, me juego el cuello: sí. ¿Con implicaciones en los sistemas de valores? Sí. ¿Tendrán, por ejemplo, derechos y deberes los robots superinteligentes? ¿Acaso no se lo han planteado nunca? Pues ya es hora de irlo pensando.

Algunos expertos plantean la posibilidad de un nuevo Homo simbiótico: en parte biológico y en parte cibernético. ¿Acabará la inteligencia artificial fundiéndose con la humana, modelando un individuo con una fuerza y una capacidad intelectual infinitamente más poderosas? Un chip superinteligente alojado en un cerebro humano más o menos convencional.

¿Y ahora qué?, plantearán ustedes. Pregunta clarividente que merecería una respuesta extensa y reflexionada. Permitan que les decepcione: tampoco lo sé. Nadie sabe qué sucederá mañana. Nadie está seguro de qué estructura social acogerá la revolución de las comunicaciones, de la biomedicina y de los otros adelantos de la ciencia y de la tecnología. Cuelgan demasiadas amenazas sobre las cabezas de los seres humanos: la crisis económica global, el cambio climático, la superpoblación, las desigualdades planetarias, las guerras de destrucción masiva…

Lo único que puedo decir (teniendo en cuenta la experiencia histórica) es que todos estos cambios originarán turbulencias y caos. De hecho, ya estamos asistiendo a una etapa de fragmentación social, basada en la inadaptación de las estructuras y de los sistemas. Hemos entrado al laberinto de la complejidad (política, social, económica, científica, cultural, religiosa…) y no se divisa una auténtica salida. Tal vez nunca se devuelva en el mundo simple de la realidad sin matices.

Ha empezado el futuro.