Santiago Ramentol

Quim Torra, expresidente de la Generalitat de Catalunya, declaró en el diario Ara que “tener una hoja de ruta clara (hacia la independencia) es mucho más importante que tener un gobierno”. Fue una entrevista de carácter humano, llena de reproches, de decepciones y depresiones, de recelos, de buenos sentimientos y también de fantasías. Siempre unidireccional. Torra se mostró como lo hizo en su libro Les hores greus (Las horas graves): mirándose la Generalitat y el Gobierno a distancia, como si él no hubiera sido su máximo responsable. Es decir, mirándose el ombligo. Nada más que añadir, si no fuera por aquella frase de fuerte impacto político que he destacado.

Torra, una parte importante de Junts per Catalunya, y quizás algunos sectores significativos del independentismo ciudadano, piensan que la independencia está por encima de todo, incluso por encima de la necesidad urgente de solucionar los graves problemas que afectan a la ciudadanía después de más de un año y medio de pandemia. No digo que Torra sea insensible a estas situaciones. Él mismo confiesa que le hacen llorar. Y me lo creo. Pero sé que, dentro de su entorno político, hay gente que ni llora ni tampoco le interesan demasiado los sufrimientos de los demás. Los hay incluso a quienes no les importan un pepino. Algunos admiten, sin inmutarse, que el Proceso provocará más dolor. Muertos.

De hecho, a varios dirigentes de Junts les costó formar parte de un Gobierno en el cual no fueran ellos quienes tomasen las decisiones. E inventaron una excusa para alargar las negociaciones y demorar su determinación: el acuerdo tenía que ser sólido. La solidez está relacionada con la resistencia a que algo se rompa. Y esto es bueno, pero generalmente improbable. Todos los pactos entre fuerzas políticas diferentes son de naturaleza conflictiva. Y los de Junts lo sabían, porque eran (i son) especialistas en crear conflictos. En su caso, la solidez quería decir que el Consell per la República, encabezado por Carles Puigdemont, había de jugar un papel relevante; y que la estrategia en Madrid tenía que ser compartida y uniforme. ERC dijo que no. Y del Consell no se habló más.

De los documentos y las declaraciones de Junts, deduzco que no era prioritario formar un gobierno y gobernar, porque ellos pensaban que la independencia estaba (i está) al alcance de la mano. Que llegaría de forma inmediata, si se mantenía un “embate”, un choque, con el Estado, que desde Waterloo calificaban de “inteligente”. Sorprende esta fe ciega (casi religiosa) en un futuro que será largo y probablemente incierto. Porque la soberanía es una utopía o, si se quiere, una aspiración, a partir de la cual se va construyendo una realidad en progreso: un escenario ideal de administración y gobierno democráticos, en el cual los ciudadanos de un territorio determinado se autoorganicen en libertad y armonía, dentro de una sociedad perfecta, plural y justa, sin intromisiones ni imposiciones, pero sin fronteras, y con solidaridad con los otros territorios, próximos y lejanos. Al menos esta es la República prometida.

Personalmente, me apunto. No tengo ningún interés en seguir dependiendo de Madrid. Y menos aún si, algún día, gana la derecha. Sé que algunos expertos académicos sugieren que un territorio de unos 10 millones de habitantes es la medida ideal para desarrollar y gestionar una democracia de calidad en el siglo XXI. Pero hay que compatibilizar este sueño con la realidad. Hay que encajarlo con un mundo económicamente y socialmente globalizado, pero que paradójicamente asiste en un renacimiento de los viejos Estados/nación, dispuestos a defender con uñas y dientes sus límites y demarcaciones, y su statu quo. Hay que encajarlo con la necesidad de crear grandes espacios políticos (como Europa), que permitan afrontar los graves problemas comunes. Hay que encajarlo con unas estructuras internacionales rígidas y polarizadas, que amenazan la estabilidad global. Hay que encajarlo con una crisis climática que pone la totalidad del Planeta en peligro. Hay que encajarlo con una grieta económica y social que origina desplazamientos masivos de personas en busca de una vida mejor. Y así sucesivamente.

No es cosa de dos días. Ni de dos décadas. Ni tampoco probablemente hoy existen unas condiciones objetivas favorables. Habrá que moler mucha piedra. Habrá que mantener un gobierno solvente, sin sobresaltos en forma de cuestiones de confianza permanentes. Habrá que gobernar y para todo el mundo. Habrá que convencer a la mitad de los catalanes, a aquellos que no comparten este sueño (o, si fuera el caso, dejarse convencer por ellos). Habrá que dialogar y negociar con un Estado (el español) que, hoy por hoy, no ofrece una contrapartida ni está dispuesto a desarmar las barreras infranqueables que sostienen la unidad y el unitarismo. Habrá que conseguir el apoyo europeo e internacional, en estos momentos improbable. Una vez superados todos los escollos, habrá que organizar una consulta en forma de referéndum totalmente homologable, cumpliendo de pe a pa las directrices de Venecia. Y habrá que ganarlo. Hará falta, en definitiva, gestionar la complejidad, con prudencia, ingenio, consenso y, ahora sí, inteligencia.

¿Primero la independencia y después el gobierno? Un absurdo: se corre el riesgo de no tener ni lo uno ni lo otro.

(Publicado en Catalunya Plural)