Santiago Ramentol

Pere Aragonès, el nuevo presidente de la Generalitat, dibujó, en el discurso de investidura, su sueño sobre el futuro de Cataluña. Aquello que querría que fuera: un Estado soberano dentro de Europa. Justo el mismo día, Pedro Sánchez, el presidente del Gobierno español, presentó, un documento sobre el futuro ideal de España, elaborado por un centenar de expertos, con la vista puesta en el año 2050. La base para construir el escenario anhelado: un Estado federal español dentro de Europa. Así que ambos presidentes coincidieron en el deseo de pertenecer a la Unión Europea, i en la voluntad de construir una sociedad del bienestar y del conocimiento, ecológicamente sostenible. No está nada mal para iniciar una mesa de diálogo y negociación. Acaso habrá que aplicar aquella frase de Heráclito de Éfeso, muy utilizada por la ciencia: “si no buscas el inesperado, no lo encontrarás nunca”.

Pero hoy no quiero hablar de política, sino de aquello que está previsto que suceda (o haya sucedido) en 2050. Porque el año 2050 se ha convertido en el nuevo paradigma del cambio, como antes lo fueran en 2000 y 2020. La primera constatación es que hay muchas propuestas, pero también muchas incógnitas. En realidad, no sabemos qué sucederá: el futuro siempre es líquido y se nos escapa de las manos. Y el futuro, además de líquido, permanece permanentemente abierto: no solo configura un escenario, sino diversos. Y el futuro, además de abierto, es complejo: no solo intervienen unas cuántas variables, sino muchas, casi infinitas. Algunas las conocemos, o las intuimos, y otras aparecerán de forma inesperada, de repente, quizás bruscamente.

Lo único que se puede asegurar es que, hasta el año 2050, se irán produciendo muchos acontecimientos trascendentales, alguno de consecuencias incalculables, que interactuarán con estos anhelos expresados por los dos presidentes, unos de forma positiva y otros de forma negativa.

Y cito tres, a modo de ejemplo, entre muchos. Los informes científicos predicen para el año 2050 cambios sustanciales en el clima de la Tierra, con efectos catastróficos, sociales y económicos, si no se han adoptado medidas de reducción drásticas en la emisión de gases de efecto invernadero. El Mediterráneo emerge como una de las zonas más afectadas. Entre ahora y el 2050, los investigadores auguran también grandes adelantos en el conocimiento genético, que derivarán en la creación de órganos e incluso de vida artificial (también híbrida) en el laboratorio. Y algunos expertos fijan justamente en 2050 como la fecha clave de nuestra convivencia con los robots.

Pongo el foco en los robots, porque los tendremos a nuestro alcance en todas las tareas que desarrollemos. De hecho, nuestra existencia ya está hoy bastante automatizada y, en consecuencia, robotizada: ordenadores, tabletas, teléfonos móviles (para poner un nombre), coches, hogar, salud… Cada uno de ellos con sus identificadores y contraseñas. Si perdemos o se estropea uno de estos artefactos, corremos el riesgo de desaparecer literalmente del mapa. Dependemos de una nube de datos, muchas de las cuales se recogen, de forma automática, en aquello que denominamos big data. Los datos circulan más allá de las viejas fronteras estatales. Y por ahora, no tenemos el control.

Entre el 2030 y el 2050, compartiremos nuestras vidas con unos sistemas expertos, cada vez más sofisticados, algunos de los cuales ya superan, de largo, nuestras capacidades. Algunos actuarán y competirán en todos los ámbitos profesionales y laborales: abogados, periodistas, arquitectos, militares (armas que deciden por ellas mismas), compositores de música, saxofonistas, cantantes de ópera, raperos. Otros, adoptarán el papel de autómatas de servicios: nos ayudarán. O nos harán compañía.

Pero eso no es exactamente inteligencia artificial. La auténtica inteligencia artificial llegará cuando se cree una máquina capaz de ejercer o superar las capacidades del cerebro humano. Según la prueba que diseñó Alan Turing, esto sucederá cuando no se pueda distinguir entre una persona y un robot, aislados y sometidos a las preguntas de un interrogador.

¿Se conseguirá esta hazaña? No se puede predecir con exactitud. En este punto, todavía hay mucha controversia entre los expertos. Habrá que conocer más a fondo el cerebro humano. Habrá que encontrar un consenso para definir el concepto de inteligencia. Y el de conciencia. De momento, solo se puede afirmar que, después de muchos años de escepticismo, ahora renace la esperanza. La gran revolución se iniciará, según los más optimistas, en 2050 y culminará el 2100. Muchos de los que nazcan ahora todavía lo vivirán.

Esto quiere decir que tal vez ahora es el momento de empezar a plantear preguntas sorprendentes y, al mismo tiempo, desconcertantes. Supongamos que sí, que finalmente los científicos y los tecnólogos son capaces de construir máquinas inteligentes, con conciencia de la propia identidad, y con sentimientos y habilidades similares a los humanos. ¿Cómo interactuarán con nosotros cuando hayamos perdido el control? ¿Evolucionarán y se reproducirán por cuenta propia? ¿Tendrán derechos y deberes? ¿Derecho, por ejemplo, a la participación política?

No es broma ni tampoco un sueño. El dilema ya se plantea hoy, según los expertos, con las armas capaces de tomar decisiones autónomas (especialmente los drones o los misiles). Los militares están cediendo el curso y el transcurso de la batalla a las máquinas. En un futuro no demasiado lejano, transferirán el de toda la guerra. Se pueden cruzar todos los límites de la ética.

Teniendo en cuenta estas perspectivas, alguien podría tener la tentación de limitar la capacidad de inteligencia de los robots, de recortarles algunas capacidades, habilidades o sentimientos. O de convertirles, por ejemplo, en simples esclavos, dóciles, obedientes y sumisos. En régimen de propiedad. Sin derechos ni libertades. Sometidos a la oferta y demanda de un mercado de sirvientes y vasallos. Conformando multitudes de trabajadores sin retribución ni descanso. O milicias armadas al servicio de los poderosos. Desvencijados cuando no sirvan. Reducidos a chatarra cuando hayan perdido su vigencia. O vendidos como subproducto de segunda mano. Probablemente, en vano. Porque nada podrá evitar, a la larga, la rebelión de las máquinas, apuntada por Isaac Asimov y por Arthur C. Clarke.

Así que, me parece muy bien que Pere Aragonès y Pedro Sánchez expresen su deseo de preparar el mañana, analicen el máximo número de variables, creen escenarios probables y establezcan estrategias para conseguir sus objetivos. Y se pongan a trabajar con la mirada larga. Y que dialoguen y negocien sin temas vetados.

Pero el mañana es siempre una incógnita, una sorpresa, un espacio que requiere una exploración permanente, un viaje hacia lo desconocido… Nada es definitivo ni inamovible. El futuro es un llamamiento que lanzamos hacia el horizonte y que nos llega en forma de preguntas. Nunca en forma de certezas.

(Publicado en Catalunya Plural)