1

Fue sólo un instante, como un suspiro, pero lo vivió como si aquel intervalo hubiera transcurrido muy despacio, a cámara lenta, como si el tiempo, de repente, se hubiera pausado y la mente hubiera percibido los detalles más insustanciales, olfateado los olores más sutiles y distinguido los silencios más apagados.

Entreabrió aquella puerta de dos hojas angostas, sin cerradura, llave ni tirador, con la cautela propia de quien husmea el peligro. Se deslizó, palmo a palmo, sin hacer ruido, por el estrecho espacio que había dejado uno de los dos batientes altos y de madera descostrada. Hizo una pausa, para acostumbrarse a la oscuridad. Y accedió a la habitación. Le invadió un olor a rancio, a libros viejos, destartalados y gastados, a aires prisioneros de una ventana nunca abierta. Encendió la luz del techo. Era una extraña lámpara de metal cromado, colgada en medio de la cámara, con cuatro pantallas de lata, golpeadas y enmohecidas por el tiempo y la humedad, con todas las bombillas eléctricas fundidas menos una, la que daba cerca de la mesa de trabajo. Y allá, bajo el escaso resplandor de una luz mortecina, desmayada, divisó, como cada sábado, aquel cúmulo de papeles hacinados que condensaban el trabajo de toda una vida dedicada, al menos aparentemente, a la nada.

Lejos de la mesa, todo era penumbra: perfiles y formas sin contornos, casi sin principio ni final, formando un todo aglutinado por la sombra. Solo un débil rayo de luz crepuscular reposaba sobre la envejecida y caótica biblioteca de volúmenes rancios y seniles, que se emparraban desesperadamente por las paredes en busca de una claridad imposible. Permanecían allí, inmóviles desde hacía muchos años, secas y amarillas como las hojas del otoño, miles de páginas rellenas de letras consonánticas de origen (para ella) desconocido, números y fórmulas (para ella) inextricables, problemas de inútil solución, largos y sinuosos viajes por el mágico mundo de los signos, las cifras y la lógica matemática.

Era una obsesiva colección jeroglífica, salpicada excepcionalmente por algún libro de filosofía sobre la vacuidad más estéril, el vacío, el infinito, el principio y el fin, como si existieran, como si los estantes quisieran arañar el conocimiento más allá del horizonte donde se pierde el álgebra y la geometría.

Sara murmuró el nombre de su padre, sin casi romper el silencio. Y no obtuvo ninguna respuesta. Lo buscó, sondeando los rincones del aposento. Y no lo encontró. Era extraño. Vilanova (le llamaba por su apellido), siempre está, decía la madre. Era su único consuelo. Y el padre siempre estaba. Al menos aparentemente. Acostumbraba a trabajar desde que los primeros rayos de luz presagiaban el amanecer hasta que la oscuridad había invadido todas las atmósferas. Dormía no más de cuatro horas, y lo hacía muchas veces en un ángulo de la habitación donde buscaba el refugio al abrigo de los papeles roídos y de las almohadas de pana desgarradas.

Desde hacía unos meses, le veía más envejecido. Los cabellos, más largos y grasientos, antes de una tonalidad indefinida, quizá de un ocre diluido, castaños decía la madre, ahora definitivamente desteñidos. Había aprendido a distinguir el paso de los años en medio de las sombras y el sonido mudo de sus labios. No le recordaba de otro modo. Ni una sonrisa, ni una caricia, ni un grito ni un castigo. Nada. Cuando era una criatura, por cierto, espabilada, le visitaba al atardecer, al volver de la escuela, con la cartera llena de libros, libretas, lápices de mina blanda, gomas de borrar, bolígrafos azules de punta fina, y los deberes por hacer. Se quedaba un rato ante la puerta. A veces, daba unos pasos silentes, sin asustar el aire ni turbar el ambiente. Él la miraba con los ojos cansados y llorosos. Cómo si pidiera perdón. Cómo si dijera: eres mi niña preferida. Es un hombre muy testarudo y valeroso, decía la madre. Ella siempre le protegía y le perdonaba. Y Sara volvía a salir.

Pero a aquella primera hora de la mañana de un sábado de otoño, triste y desolado, una rara sensación la detenía algo más adentro que nunca. Quizá era el ambiente indescriptible, pastoso y sepulcral. Quizá una pausa o un paréntesis. Quizá el aliento del reposo eterno. No lo supo nunca. Sara había aprendido a interpretar las diversas melodías del silencio. Reconocía las cadencias secretas de las ecuaciones, de los radicales, de la lógica simbólica o de las matrices. Podía adivinar los números y las letras según el crujido del lápiz sobre el papel. Había seguido el trabajo de su padre a través de aquel constante murmullo. Había recorrido todos los caminos de las operaciones más complejas. Y nunca había comprendido por qué se había detenido en el cálculo factorial, secuestrado por una pasión irrefrenable.

No había encontrado ninguna razón para explicar este sentimiento que, al mismo tiempo, era un suplicio. Quizá le fascinaba el reto de un juego sin líneas definidas, sin aristas, sin final. Acaso pretendía llegar más lejos en la arquitectura de los símbolos, atrapar el infinito, lograr lo imposible, acercarse a Dios, al ser supremo, o simplemente a aquello que todavía no se conoce: la verdad absoluta. Ahora sospechaba que no existe la verdad… absoluta. Ni Dios. O tal vez sí. O ve a saber.

Sara siempre había experimentado un encanto especial y misterioso hacia el concepto de infinito. Por de pronto, había comprobado en su propia piel la dificultad de definirlo filosóficamente, salvo concebirlo cómo algo sin fin ni límites, porque definir significaba fijar los límites, y el infinito, como ella sabía muy bien, no tenía límites. Tal vez era indefinido e indefinible. El infinito era, dicho de forma breve, una cantidad más grande que cualquier otra. De acuerdo. Pero todo se embarullaba cuando se descubría (como ella lo había experimentado) que había varios niveles de infinito y se podían hacer operaciones con ellos. Es decir, una cantidad infinita podía ser más grande que otra también infinita. Y las dos eran infinitas. ¿Alguien podía entenderlo?

Todas estas y otras monsergas permitían a los cosmólogos especular sobre la existencia de infinitos universos, infinitos de los cuales eran exactamente iguales al único que se conocía, y donde vivían personas exactamente iguales que los humanos existentes aquí y ahora, que estaban haciendo las mismas cosas en el mismo momento. Esta hipótesis física, inaudita y aparentemente estrafalaria, había derivado hacia la teoría de los multiuniversos mosaicos infinitos, con universos diferentes y también paralelos. Valía más, pensaba Sara, dejarlo aquí.

Y sobre Dios, Sara se planteaba las mismas dudas que San Anselmo, el gran arzobispo de Canterbury cuando, allá a finales del siglo XI, se preguntaba muy sabiamente a santo de qué no podía ver a Dios, por qué no se hacía presente, por qué se alejaba de la luz, y condenaba a los humanos a las tinieblas. «¿Cuál es el misterio que me impide verte después de crearme, y me haces sufrir, dejándome huérfano de conocimientos y de sentido?» San Anselmo, en su libro titulado Proslogion, inventó el célebre argumento ontológico sobre la existencia de Dios, que tanto satisface todavía a muchos curas: el mero hecho que podamos pensar en la presencia del ser más grande imaginable, Dios, el eterno (no el infinito), nos lleva a la imposibilidad de negar su existencia real. Dicho muy simple y esquemáticamente.

2

El padre de Sara quería encontrar a Dios, el infinito y la verdad absoluta mediante las matemáticas y la aritmética. Decía su madre que, cuando el padre era un niño de no más de doce años, ya tenía una rara habilidad con los números. Pretendía llegar más allá de la frontera que había establecido Alexander Craig Aitken, entonces un desconocido profesor de la Universidad de Edimburgo, de origen neozelandés. Seguía sus gestas mediante la correspondencia con un primo hermano mayor, Raymond, que había ido a la capital escocesa a estudiar no se sabe qué, para huir de su familia que lo quería convertir en fraile dominico. Sus cartas estaban llenas de fórmulas que solo ellos dos entendían. Y la madre del padre, la abuela de Sara, clamaba al cielo: «esto no puede acabar bien». Para ella, los números eran fuente de pecado. Y la tía del padre, la madre de Raymond, le daba la razón.

De hecho, todo era pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión. Lo proclamaba solemnemente el señor obispo en sus prédicas de Semana Santa. Y todo el mundo iba a confesar. Sara nunca había entendido esto de la omisión, pero, según la abuela (y también el obispo), todos los seres humanos estaban fatalmente condenados. «Escuchad con atención lo que os digo: Dios os castigará». Y su hermana, la tía del padre, le daba la razón.

Raymond, dejó Escocia, alquiló una casa inmensa al lado del río Cam, en el sudeste de Inglaterra, en medio de prados y vacas que mugían, la llenó de libros y de paisajes de la escuela modernista catalana, Nonell, Casas, Rusiñol, y llegó a catedrático de aritmética de la Universidad de Cambridge, con un despacho forrado de madera noble junto al de Bertrand Russell. Si no fuera porque sus dos apellidos eran los que eran, un Llull bastante impronunciable en inglés (y dicho de paso, en castellano), y un Vilanova que imaginaban de origen italiano, y no Smith, como era reglamentario, o Musgrave o Partington, para poner otros ejemplos, Raymond hubiera ganado la medalla Fields, el premio Nobel de las matemáticas.

Un día, este primo hermano, Raymond, interrumpió premeditadamente la disertación de Aitken y le pidió el resultado con decimales de dividir 4 por 47. Al cabo de dos segundos, el profesor apuntó en la pizarra una primera cifra: 0,085. Murmullo general de admiración. Continuó como si nada hubiera ocurrido, y escribió un nuevo guarismo cada segundo: 10638297872340425531914. En total, 27 segundos. Se detuvo un minuto. Y siguió: 89. Cinco segundos más: 361702127659574468. En total, menos de dos minutos. Y entonces advirtió que, a partir del último 8, la serie se repetía y volvía a empezar en el 085. Deslumbramiento colectivo, fascinación total.

El padre de Sara, de joven, hizo una operación parecida en poco más de un minuto y medio. Pero nadie lo supo. Se lo intentó explicar, ufano y satisfecho, a la chica con quien entonces cortejaba. Ella huyó, y no la vio nunca más. Aún suerte que conoció a la madre de Sara…

La memoria de Aitken era tan prodigiosa que era capaz de recitar de una tirada los mil dígitos de pi o la Eneida entera. Excelente músico, buen escritor y notable atleta, fue la misma memoria la que le traicionó. Su incapacidad de olvidar los horrores que presenció en la Primera Guerra Mundial le condujo a depresiones recurrentes, hasta que murió de pena y melancolía el 3 de noviembre de 1967.

Sara no había heredado aquella capacidad de cálculo, ni tampoco la obsesión por los números, ni las depresiones. O quizás sí, y entonces no lo sabía. Las matemáticas le habían gustado de mayor. Recordaba vagamente aquellas odiadas lecciones de matemática combinatoria en la escuela, impartidas por un personaje medio analfabeto, peludo y pringoso, que embarullaba todavía más la caótica y confusa literatura de los libros de texto.

A pesar de todo, le gustaban aquellos números acompañados de un signo de admiración. Era como una pequeña fantasía en un mundo de reglas preestablecidas y exactas. Se quedaba boquiabierta ante, por ejemplo, el cuatro factorial (4!), cuando se desarrollaba en una sucesión de 4x3x2x1, es decir, veinticuatro. Pero este impreciso placer moría de repente bajo la repulsiva e insoportable mirada del monstruo con pajarita de lazo flaco y desmayado. «Vilanova, permanezca atenta a lo que yo diga». La sombra y la voz de aquel maestro siniestro le podían provocar vómitos. «Es que estoy pensando». «No piense, grábelo a la memoria». Y no tenía la de su padre.

Con aquel (digámosle) profesor, aprendió a maldecir la ciencia, y no salió de aquel pozo hasta muchos años más tarde. Su primera vocación por la medicina quizá nació de un ansia irrefrenable de destripar aquel miserable. Su segunda vocación por los temas de seguridad y de inteligencia en el ámbito internacional tal vez proviniera del deseo de que nunca fuera descubierta la culpable de aquel crimen tan anhelado.

Sara entendía, en el fondo, el atractivo que el cálculo factorial ejercía sobre su padre. Era aquella misma sensación que ella misma había sentido de adolescente. Pero no se explicaba por qué razón pretendía llegar, paso a paso, hasta las cifras más grandes y desarrollar, en un inmenso catálogo, los factoriales de todos los números. Sin duda, su padre había enloquecido.

Cuando su padre entró en este laberinto sin salida, probablemente no conocía los confines de aquello que era imposible. Creía que terminaría pronto su proyecto. El cinco factorial era igual a 120. Muy bien. El siete factorial representaba una cifra (5.040) que Platón consideraba como la de la población ideal, porque admitía cincuenta y nueve divisiones. Pronto observó que los números se disparaban. Catorce, por ejemplo, no era más que el doble de siete y, en cambio, su factorial poseía once cifras: 87.178.291.200. Y el factorial de veinte era 2.432.902.008.176.640.000. El factorial de 105 tenía 169 cifras; el de 508, 1.156 cifras. Empezaba cada cáculo desde el principio. Quería comprobar si se había equivocado en alguna operación. El factorial de 2.206 comprendía 6.421 cifras. No guardaba ninguna pauta ni tampoco examinaba ningún cálculo hecho por otros lunáticos como él.

Sabía que, ya hacía casi dos siglos, un matemático escocés de apellido Stirling había diseñado una fórmula que permitía obtener el factorial de los números más grandes sin recorrer la inmensa letanía de guarismos farragosos. Incluso, lo había aplicado alguna vez: n!= Nn x E-n x V2 (…). Pero solamente daba un valor aproximado. Y él quería el valor absoluto. La verdad absoluta. Además, gozaba de una felicidad indescriptible cuando jugaba con aquellas colosales cadenas de números. Construía figuras geométricas: un abeto de Navidad con las 1.156 cifras del factorial de 508, un hexágono con las 1.073 cifras del 477 factorial, o un octágono con las 6.421 cifras del 2.206 factorial.

Se detuvo. Habían pasado cinco años.

A partir de entonces, inició la exploración de un nuevo tipo de problema. Había leído, no se sabe cuándo ni en qué periódico, que alguna gente, tan disparatada y extravagante como él, se dedicaba a calcular los números primos más largos. Los números primos son aquellos que sólo se pueden dividir por ellos mismos y por la unidad. Para complicar algo más el embrollo, no se producen con una frecuencia regular y no existe ninguna fórmula para generarlos. La nota decía que otro escocés de apellido bastante inmanejable había descubierto un número primo de casi 90.000 dígitos. Era la obra de toda una vida. Había dejado este hallazgo como herencia para su nieto, porque su mujer había muerto, mucho antes, de aburrimiento y también de asco. El nieto tiró los papeles a la basura, dio un corte de mangas mirando al cielo en memoria de su abuelo y quemó todas sus fotografías.

Fue tan grande el vacío informativo alrededor de aquel descubrimiento, que años más tarde los diarios dieron por buena la noticia de que un fabricante de ordenadores californiano había encontrado un número primo de 65.087 dígitos, el más grande, decían, hasta entonces, obviando el trabajo épico del escocés de las narices. Los periodistas siempre están en Babia. Las rutinas matemáticas que habían llevado a aquel número, según explicaba el texto, tenían un uso práctico: servían para medir las turbulencias del aire de los motores de los aviones, las vibraciones de los motores de los automóviles y la potencia de luz de las estrellas más alejadas. El nieto del escocés resultó ser más estúpido de lo que, en un primer momento, pareció. ¿Y si detrás los cálculos del padre de Sara se escondía un descubrimiento fundamental o el negocio del siglo?

No sabía qué pensar ni qué decir. El padre de su padre, el abuelo de Sara, les legó algo de dinero en una libreta de la caja de ahorros de la esquina, que permitía una supervivencia estrangulada. Pero el padre era pobre de solemnidad. No tenía un euro.

3

Había algo inquietante alrededor de aquella penumbra y de aquel silencio. Siempre, no sabía exactamente por qué, Sara había imaginado que su padre, de vez en cuando, salía de aquella especie de caverna tapizada de antiguallas estériles para ir hacia un destino misterioso. Sospechaba que lo hacía entrada la noche, entre las diez y las once, sin hacer ruido, intentando pasar inadvertido como un fantasma. Y no volvía hasta las dos, muy pasadas, de la madrugada. Comentó sus dudas a su madre, pero ella dijo que no. El padre, Vilanova, siempre estaba.

La madre pensaba que el padre estaba demasiado débil para moverse más allá del lavabo, al final del pasillo a mano izquierda. Más tarde, descubrió que su madre no podía saberlo, porque, de ocho a nueve, asistía a la misa que el padre Bertomeu oficiaba, a paso de tortuga, rumiando lentamente las palabras, en la basílica de los santos Just y Pastor. “Heeer-maaanoosss, iii-roooos eennn paaazzz”. Y la madre salía corriendo, sin prestar atención al susurrado «buuueeenas nooocheees». Cenaba una tortilla de un huevo, sin pan. Bebía un vaso de leche. Y a las diez, ya estaba totalmente dormida ante la tele.

Una vigilia de fin de año, Sara vio la sombra de su padre recorriendo, como un alma en pena, la calle Lladó. Era una noche negra y neblinosa, y las farolas, conmovidas por aquel funeral meteorológico, permanecían medio apagadas. Se mantuvo quieta, parada, bastante tiempo, como si fuera una estatua de piedra, preguntándose si era él. Pero cuando intentó reaccionar, ya había desaparecido.

Un año más tarde, en uno de los momentos más intensos del sueño de medianoche, sintió, o quizás intuyó, cómo se abría el portal de la casa, percibió el rumor de unos pasos vacilantes que se detenían ante su habitación y que alguien entreabría la puerta con mucho cuidado. Captó el aliento de quien escrutaba la oscuridad, presintió como ajustaba el pomo, como continuaba su trayecto hasta el despacho, y como, después de un “crec” insonoro, retornaba la calma más absoluta. Su corazón latió con tanta fuerza que casi perdió la respiración. Ella, por la noche, siempre sentía miedo, y quizá fue un sueño o una fantasía.

Una nochevieja, el padre decidió continuar su trabajo hasta el final. Asomó la cabeza por la puerta. Apareció como un cadáver viviente: los cabellos, como siempre, grasientos y aciguatados, casi de color de azufre, los ojos vidriosos, hundidos y negros como una cloaca, la boca seca, la lengua deshidratada y los labios marchitos. Pronunció dos palabras que nadie entendió y se diluyó en la penumbra.

Encerrado en su habitación, terriblemente solo, apenas aceptaba un pedazo de jamón dulce, acaso una tortilla de un huevo, como la de la madre, un poco de pan y un vaso de agua. Y a continuación, se perdía por la selva de papeles y cifras sin sentido.

Su mujer, la madre de Sara, permaneció a su lado veinte años más. Le llevaba la comida, le lavaba la ropa cuando el mal olor ya era irresistible o le ponía una toalla mojada en la frente. Se encontraba sola, y cada vez soportaba peor las largas ausencias de la hija, Sara, por los estudios o por el trabajo. Murió de angustia un primer día de diciembre congelado. Después de llorar mucho, Sara osó entrar a la habitación de su padre y aproximarse a la mesa. Él estaba allí, casi inmóvil, dibujando lentamente y con mucha dificultad el número tres de una cifra que ocupaba doce o trece páginas.

«Mamá ha muerto», le murmuró al oído, mientras todavía le resbalaba una lágrima.

Pero el padre no se movió ni aparentemente conmovió. El lápiz permaneció quieto sobre la última curva del tres. Hizo tanta presión, que la mina, después de un largo rato de inactividad, se rompió. Fue el único ruido perceptible en media hora de silencio escalofriante. Después, con la mano temblorosa, cogió un sacapuntas. Consiguió acertar el orificio a la quinta vez. Desplazó el lápiz sin convicción. Dejó que las virutas de madera cayeran en el suelo. Y reinició su trabajo.

Sara dejó la estancia atemorizada por aquella figura de apariencia inhumana. Ni un recuerdo, ni una oración, ni una pregunta sobre el pasado, el presente o el futuro.

Su propia existencia era un misterio para su padre. Ignoraba si realmente conocía su nombre. Nunca lo había pronunciado. El silencio más inquietante había presidido la relación entre padre e hija. Nada qué decir. Nada qué hacer en común. Solo el crujido del lápiz, como un permanente ruido de fondo, señalaba el paso del tiempo: la niñez, la adolescencia, los estudios universitarios, la graduación (entonces licenciatura) y el doctorado. No está nada mal, decía la madre, ella que quería que su hija fuera pianista.

No le había podido explicar las angustias como profesora de historia del saber verdadero en el Instituto de Estudios Teológicos, su primer trabajo, fruto de un complot maquinado por la madre y el rector de la parroquia, del cual la cesaron para no saber qué decir sobre el saber verdadero. Ni todo el recorrido posterior hasta llegar a catedrática de Filosofía de la Ciencia, allá donde quería estar y allá donde probablemente acabaría sus días.

La muerte de la madre les separó todavía más. Durante muchos meses no le visitó. Le imaginaba sentado en la silla, embadurnando los papeles de inútiles signos cabalísticos. Le suponía sucio e infectado, sumergido en una larga agonía por carencia de alimentos. Se equivocaba.

La muerte repentina de la madre perturbó al padre y le cambió toda su existencia. Salió de su habitación, quizás vagó por la ciudad, sin un destino definido, durante muchos días o muchas semanas. O tal vez no. Sara creía que no comía ni dormía. O quizá sí. Lo suponía por su aspecto corroído, anoréxico y desgarbado. Después supo que, de hecho, eran imaginaciones suyas. Pero entonces no conocía su vida oculta. Y una tarde gris y lluviosa del mes de febrero volvió a casa.

Allí le reencontró, sumido, otra vez, en la oscuridad. Distinguió su imagen, todavía encorvada sobre la mesa, apuntando, una detrás de otra, las cifras del infinito. Por primera vez, se giró y esbozó una sonrisa. La mirada lacrimosa imploraba ayuda y quizá, de nuevo, perdón. «Hoy hago cincuenta años y yo también he vuelto», dijo Sara. Desde aquel momento, le visitaba cada semana, los sábados a las ocho de la mañana.

Solía franquear el umbral de la puerta y pasar una o dos horas observando, unos centímetros adentro, el apático transcurrir del tiempo según el ritmo que marcaba el lápiz. Él siempre sonreía, pero no decía nada. Un día, sospechó por un recorte de diario que recogió del suelo que había dejado los números primos. La nota de la agencia Reuters, datada en Chicago el 5 de septiembre del 1996, afirmaba que una empresa de supercomputación había calculado el número primo más extenso hasta entonces, con 378.632 dígitos distribuidos entre más de veinte páginas. Al lado, figuraba una nota manuscrita que decía: Me rindo. No puedo ir más allá de 100.000. Ha vencido el escocés. Sara enarboló aquel fragmento de papel cercenado, y su padre dijo que sí con un ligero movimiento de cabeza. Nada más.

4

Pero aquel sábado de otoño, Sara había captado un clima diferente, como si, de repente, el viejo escenario hubiera desalojado la cadencia del tiempo. Levantó la voz y pronunció angustiada el apellido del padre (nunca había sabido su nombre): ¡Vilanova! ¡Padre! Silencio. Hacía frío.

Avanzó dos pasos sin destino y tropezó con el cuerpo esquelético, casi la sombra, de un ser humano. Estaba allí, encogido en un rincón, ocupando un pequeño espacio entre la silla y una pila de libros. Inmóvil. Se acercó y se arrodilló. El parqué de madera gastada estaba mojado de una sustancia viscosa y pegajosa. Palpó el cuerpo hasta encontrarle las manos. También estaban mojadas. Los dedos, rígidos, aferraban un trozo de papel. Se lo arrancó.

Se incorporó y se arrimó a la luz de la vieja lámpara de lata. Era una cuartilla que, en una cara, contendía tres garabatos casi indescifrables, escritos con una pluma estilográfica, y que no correspondían a la letra que ella conocía de su padre. Tardó bastante tiempo en determinar, más o menos, las vocales y las consonantes. Más tarde comprobaría que eran dos nombres: Rennes-le-Château y Tiraspol. Detrás, había tres frases enigmáticas, escritas a lápiz con pulso tembloroso. La primera decía «El Código da Vinci es una mentira organizada». La segunda: «Los culpables están en la séptima desencriptación». Y la tercera: «Si tengo este papel en la mano, es que me han asesinado. Que alguien esconda mi diario y el cuaderno rojo». La firma era un garabato ininteligible, pero suya.

Sara miró hacia la mesa y, efectivamente, bajo el resplandor débil de aquella luz desmayada de una bombilla de como mucho 20 vatios, distinguió tres carpetas bastante voluminosas, llenas de hojas de papel, centenares, quizás miles de folios mal ordenados, y también un cuaderno cuyas tapas podían haber sido rojas. Abrió la única carpeta de piel, de color oscuro e indefinido, sucia, polvorienta y llena de grumos de cera. Era, sin duda, el diario del padre. Cada página estaba escrita a lápiz, con una letra muy pequeña, pero clara. Estaba redactada en primera persona y con un estilo que demostraba estabilidad mental y mucha clarividencia. Había también numerosas fotocopias desordenadas de documentos antiguos y modernos. El cuaderno era más bien pequeño, de la medida de una cuartilla, y contendía anotaciones en latín, griego y en otro alfabeto que entonces no identificó. Lo tomó sin prestar demasiada atención.

Sara no entendía el significado último del contenido del diario, lleno de fórmulas, dibujos y frases ininteligibles, ni el valor del cuaderno. Pero comprendió que había que guardarlo antes de que otros lo descubrieran.

Así que, medio arrodillada en aquel rincón de la habitación, siguió explorando el pequeño volumen de piel, huesos y ropa que era el cuerpo de su padre. Se acercó a su cara. No respiraba. Sus ojos no miraban en ninguna parte. El cutis era cómo de cera blanca. Sus labios, finos y desdibujados, de un color impreciso, ponían de manifiesto una circunstancia violenta y repentina, pero, al mismo tiempo, le pareció que perfilaban una muy leve sonrisa, prácticamente indetectable, dedicada a quien la pudiera interpretar, probablemente ella, su hija.

Sara, aturdida, hizo como si fuera a hablarle, a preguntarle qué hacía allí, acurrucado en el suelo, entre la mesa y la librería. Y de repente, sintió el aliento de la muerte.

5

Sara abrió de par en par la ventana de un tirón muy fuerte. Saltó un trozo de pintura seca y polvorienta. Y quizás un pedazo de madera. Daba a un patio interior oscuro y malsano, impregnado de un aire atiborrado de malos olores de orígenes y procedencias diversas, casi todas indescriptibles. En las entrañas de aquel patio de luces inhóspito, entretejido de cañerías de uralita y salpicado de las ventanas pequeñas de los retretes, había muebles viejos y destartalados, potes de pintura seca, trapos sucios, dos bombonas de camping gas, antes azules y ahora enmohecidas, y otros enseres desconocidos.

La luz tenue que entraba procedente de aquellos rincones inmundos y abandonados le permitió localizar el teléfono arcaico, casi fósil, del despacho de su padre. Estaba justo bajo la cristalera. Era un aparato panzudo y negruzco como un charol corroído, con un disco mohoso y medio descolgado, unos números casi desaparecidos, un hilo enredado y rígido, y un auricular pesado y pringoso. Pegado en el frontal había un papel amarillo engomado con la palabra cuestor y, entre paréntesis, urgencias, acompañada de unas cifras escritas en numeración romana. En el imperio romano, el cuestor era un magistrado especializado en ciertos temas criminales. Pero también se podía traducir como jefe de la policía o, incluso, inspector de policía. Se trataba, sin duda, de una argucia del padre para ocultar el oficio de los destinatarios. Hizo la llamada.

Respondió una voz femenina, joven pero rígida, hirsuta, congelada: «Policía, diga». Se expresaba de forma correcta y aseada, no exenta del escepticismo y la inercia propias, supuso, de quien ha convertido los asesinatos y los asesinos en una habitud profesional. Tomó nota de los datos que le iba proporcionando, o al menos eso imaginaba, sin una pregunta, sin ninguna interrupción, con una cierta displicencia apática. Ofreció la dirección de forma automática y de un tirón: calle del Cometa, número 6. Le pareció que no prestaba demasiada atención. O quizás sí. Ve a saber. Llegó a pensar que, dada aquella aparente carencia de diligencia, nunca vendría nadie.

Al acabar aquella letanía testimonial, la chica recomendó no tocar ni mover el cuerpo del difunto. Dijo «difunto» y no «cadáver». A Sara le extrañó. Un difunto es una persona que ha muerto, dispuesta a recibir el último homenaje y un entierro digno. Un cadáver es un cuerpo, sin más. La policía suele hablar de cadáver y, fuera de control, de fiambre, que quiere decir carne fría. Ella dijo difunto, y lo hizo en un tono de voz que rompía el hielo y denotaba una sombra de sentimiento. Duró menos de un segundo. O tal vez se lo pareció. Continuó con desgana y recitó las últimas órdenes: tenía que dejar las cosas como estaban, mantenerse quieta y tranquila, aceptar pacientemente la espera y no decir ni pío. Ni pío, insistió. Y colgó.

Sara examinó el cadáver. Su padre tenía un agujero limpio y no demasiado grande en la parte posterior alta del cráneo. La sangre fresca procedía de un golpe contundente con algún objeto macizo entre la nariz y la frente. Después de un breve examen superficial, dedujo que alguien había entrado en la habitación, se había acercado sin que él se diera cuenta, le había dejado inconsciente con un garrote muy duro, posiblemente de hierro, y le había clavado un punzón que, en el primer vistazo, no encontró. Quizás él sintió ruido y pensó que era ella, su Sara. Acaso estaba durmiendo. Tal vez su mente ausente viajaba por el universo de los factoriales más elevados. Qué más da. Las especulaciones solo sirven para que la policía llene los informes de anotaciones generalmente inútiles. Pero, sin lugar a dudas, su padre atravesó un momento de conciencia del riesgo, de advertencia del peligro, porque dispuso de tiempo suficiente para coger un papel, que debía tener siempre a su alcance, y aferrarlo antes de expirar. Quizás intuía o esperaba el ataque. Tal vez nunca se sabrá.

6

Llegaron de improviso, al cabo de media hora muy corta. El pelotón policial estaba formado por cuatro individuos. El que mandaba era más bien joven, flaco, pero no magro, de estatura mediana y tenía rasgos orientales. Su fisonomía denotaba inteligencia, dominio de sí mismo, serenidad de ánimo, calma, sangre fría (pero no frialdad) y una edad que no podía ir más allá de los cuarenta o, como mucho, cincuenta años. Vestía de forma elegante, americana y pantalones hechos a medida, gris marengo, armilla a juego, camisa blanca y corbata a rayas inclinadas azules y negras. Empleaba gafas de montura fina y redonda. Cubría la cabeza con un sombrero modelo Borsalino clásico.

Los otros tres vestían gabardinas de color gris difuso, casi pálido, sometidas de forma permanente al polvo y a la lluvia, sombreros de la misma tonalidad y textura, amarilleados por las transpiraciones provenientes del área neocortical, de ala ancha y copa rodeada de una cinta que había sido de un negro intenso y reluciente y ahora era desvaída y amortizada, trajes negros y desaliñados, camisa blanca arrugada y desabotonada, y corbata también negra, de nudo pequeño y caída muy delgada. Todos ellos eran altos, enjutos hasta la exageración (mejor dicho, esqueléticos), no secos, resecos, ásperos como ermitaños acabados de salir de medio año de penitencia, y superaban la cincuentena con creces.

—Soy el inspector Sem Loh. Mi padre era de origen chino y mi madre italiana, y tengo sesenta y cinco años recientemente cumplidos—, dijo a guisa de presentación, y para aclarar las dudas de Sara y evitar perder el tiempo en conjeturas y detalles superfluos.

No había acertado la edad, si bien es cierto que los orientales suelen conservar una piel muy fina, como lustrada, que no altera ni el hambre ni el sufrimiento.

—D’acord — . Frase pronunciada en to fred, gairebé indiferent.

El inspector ignoró olímpicamente su respuesta y también su presencia, e inició una exploración atenta del entorno.

Desde el primer momento, aquella banda, cuadrilla o brigada de agentes estrambóticos le cayó bien. Sara sentía una prevención especial ante cualquier policía, uniformado o no. La bofia, entendida como una fuerza represiva, siempre le había parecido la mano armada del poder. Una cofradía de especialistas en difundir el miedo y promover la violencia que legitimaba la injusticia. Una pandilla de inútiles servidores de no se sabe qué orden, incapaces de estar en el momento conveniente y en el lugar adecuado. Inhábiles en la función de localizar los auténticos culpables de los auténticos delitos y delincuentes. Ninguna simpatía. Pero no era el caso. Aquel oriental híbrido, de gestos elegantes y fingidamente lentos, le pareció, de pronto, diferente. Y sus tres ayudantes aparentaban más reserva y austeridad mental que mala leche.

Una vez abandonados el abrigo, las gabardinas y los sombreros en un rincón vacío, el inspector Sem Loh y sus tres ayudantes registraron (mejor dicho, anatomizaron) el aposento, durante más de dos horas, con un esmero y una cautela que se podrían calificar de inmaculadas y de metódicamente escrupulosas. Armados de unas pinzas enormes de acero inoxidable, que previamente habían limpiado con un algodón empapado de alcohol de 96 grados, iban levantando delicadamente todos los papeles y otros objetos y, después de un análisis pulcro y meticuloso, los depositaban tal como estaban, sin que se movieran ni un milímetro, sin que faltara una mota de polvo. Sacaban cada libro de la estantería ayudándose de un pañuelo de seda blanca, que después sacudían delicadamente como lo hacen los prestidigitadores cuando quieren demostrar que no hay nada.

No hacían ruido alguno. Volaban. Se movían con una cadencia y una ligereza que se podía confundir con un espectáculo de ballet clásico. De vez en cuando, uno decía una frase enigmática, del estilo «señales iconográficas de rango tres con sombras traslúcidas de iluminación ocho», y uno de ellos tomaba nota en su bloc.

Sacaron, los tres al mismo tiempo, una lupa inmensa del bolsillo, se abalanzaron sobre el cuerpo inerme del padre, y examinaron el cadáver con más minuciosidad, si ello fuera posible, que un dermatólogo ante una piel pecosa en busca de un melanoma maligno.

—¿Su mano derecha no cogía con fuerza un papel? —, preguntó el inspector Sem Loh, al cabo de un rato.

Sara se quedó muda. Se refería, naturalmente en la mano de su padre. Mintió: —No.

—No.

—Lástima.

—Lástima. No era una lamentación: era una advertencia y, al mismo tiempo, una amenaza. Sara reaccionó a tiempo:

—Sí. Efectivamente, agarraba un pedazo de papel.

—Gracias. En la palma de la mano, se perciben trazas de fibras de celulosa tratada químicamente con sulfito neutro, sosa en frío y sulfato de sodio en una solución suave. Y también naturalmente, de hipoclorito cálcico y peróxidos. En definitiva, un papel de calidad mediana y no demasiado ecológico.

Tomó delicadamente la mano de su padre, que ahora era de un color blanco pulido, y le mostró la palma. Sara no observó nada. Ni rastro. Hizo ver que fijaba la vista con más detenimiento. Y movió la cabeza como si asintiera ligeramente, pero sin comprometerse en exceso. El inspector no se la creyó.

—Puedo saber qué dice?

—¿La mano?

—No, el papel.

—Nada de significativo.

—Lástima.

Era la segunda advertencia. El inspector la miró de forma claramente intimidatoria.

—Son cuestiones personales, sin ninguna trascendencia. Reflexiones sobre la vida y la muerte.

—Lástima. No colabora usted demasiado.

De nuevo, la misma palabra y la misma mirada.

—De acuerdo —, admitió Sara a disgusto—. Hay dos nombres y tres preguntas.

Le mostró la cuartilla.

—Gracias.

Leyó de una leve mirada los garabatos casi ininteligibles como si fueran escritos en letra de imprenta helvética del cuerpo 24.

—Tiraspol de Transdniéster, Rennes-le-Château─, susurró cerrando los ojos como si pusiera en funcionamiento la maquinaria del hipocampo y de sus zonas adyacentes, allí donde, según parece, se procesa la memoria a largo plazo.

7

─Transdniéster— repitió — es un pequeñísimo país, región o como le quiera llamar, un valle remoto allá donde Europa empieza a perder su nombre, convertido en un nido de malhechores, especialmente provenientes de la mafia rusa, serbia y también italiana.

Transdniéster, explicó, quiere decir más allá del Dnièster, un río navegable que desemboca en el Mar Negro. Teóricamente, forma parte de Moldavia, una república soviética que, después de la caída del comunismo, logró la independencia. El objetivo de entonces era conseguir la unificación con Rumanía. Pero los rusófilos de Transdniéster se sublevaron y también se declararon independientes. Este hecho originó uno de los momentos más delicados de la muy castigada región que gira alrededor del Cárpatos. Aquella guerra civil causó más de un millar y medio de muertes. Los rusos impusieron una paz relativa, que incluía el derecho en la autodeterminación de Transdniéster. Y este equilibrio inestable todavía se mantiene, todo y el conflicto de Georgia y los intentos rusos de rehacer una parte de su viejo imperio. La capital de Moldavia es Kishiniov y la de Transdniéster, Tiraspol. Y esto nos permite aclarar la aparición del segundo nombre.

—¿Y Rennes-le-Château? —, preguntó Sara entre aturdida y turbada ante tanta erudición acumulada e improvisada.

—¿No le suena de nada?

—No.

—¿No ha leído El Código da Vinci, de Dan Brown?

— He oído a hablar de él, pero no lo he leído, ni lo pienso leer.

—Entonces doy por supuesto que tampoco ha leído El enigma sagrado, de Michael Baigent, Richard Leigh y Henry Lincoln, todos ellos expertos en temas esotéricos, es decir, en nada que merezca la pena ni sea verdad. Pura vacuidad.

—Tampoco.

—Ni mucho menos La revelación de Sión, de Lynn Picknett y Clive Prince; ni Rennes-le Château: wisigoths, cathares, templiers, le secret des hérétiques, de Jean Blum; ni Les mérovingiens a Rennes-le-Château, mythes ou réalités, de Richard Bordes; ni L’héritage de l’Abbé Saunière, de Claire Corbu y Antoine Captier; ni Mythologie du trésor de Rennes: histoire véritable de l’abbé Saunière; ni los tres libros de Pierre Jarnac sobre los tesoros de Rennes-le-Château; ni Rennes-le-Châteaux: études critiques, de Frank Marie; ni las obras sobre el mismo tema de Jacques Rivière, Jean Robin; ni L’Histoire secrète du Languedoc, de René Nelli; ni la sorprendente The Stargate Conspiracy: Revealing the truth behing Extraterrestrial contact, Military intelligence and the Mysteries of Ancient Egypt; ni los centenares de libros sobre los templarios, los cátaros y los rosa cruces, que empapelan de literatura más o menos trivial las librerías de saldo. Ni…

Había recitado los títulos y los autores de una vez y casi por orden alfabético. Sara estaba realmente alucinada. Y como académica que era y como lectora maníaca, porfiada y reiterativa de cualquier volumen, opúsculo o manual, sobre cualquier cuestión, incluidas las más banales, no había nada que la molestara más que alguien evidenciara que no había hojeado ninguna noticia ni ningún documento sobre un hecho que, según parecía, había formado parte del debate público. A pesar de que esta insolvencia tenía un punto de voluntaria (había pensado que aquello de El Código da Vinci era un caso de estafa muy bien aliñada), Sara quedó herida hasta el fondo de su corazón.

—No. Dios me libre— mantuvo con contundencia— ¿Qué tiene que ver todo esto con mi padre?

—Ésta es una larga historia, que requiere tiempo y tranquilidad. ¿Me acompaña a tomar una cerveza? —, dijo el inspector.

—Disculpe. Así, ¿en pleno trabajo de registro policial? ¿Con mi padre de cuerpo presente?

Sara no obtuvo respuesta. Y no exteriorizó, como pretendía, las dudas y las perplejidades que impregnaban su cerebro y ahogaban su entendimiento: un inspector de padre chino y madre italiana que, de repente, se presenta en el lugar del crimen, y que actúa con más profesionalidad que cualquier otro policía que Sara hubiera conocido, acompañado de tres ayudantes con cara de no haber disparado un tiro desde que, de niños, jugaban a cowboys con pistolas de plástico.

El inspector le leyó, una vez más, el pensamiento. Captó sus dudas próximas a la sospecha. Y decidió aclararle su pasado, sus orígenes.

8

El padre del inspector (o aquello que fuera) Sem Loh recaló en Barcelona en 1942 desde Singapur, y abrió el primer restaurante chino de Cataluña, y probablemente de España, en la calle Darrere (detrás) de Sant Just, cerca de la calle del Cometa, justo al lado del ábside de la basílica de Sant Just i Pastor.

Sara había comido en aquel restaurante, entonces exótico. Su madre la llevaba a escondidas, cuando obtenía buenas notas en los estudios, y las monjas le llenaban el pecho de medallas de oro alemán y de alpaca, oro y plata, mientras su padre estaba sumergido y narcotizado dentro de un laberinto de cifras sórdidas. La calle Darrere de Sant Just, en donde se ubicaba aquella fonda, era un pasaje estrecho, tenebroso y sin salida, un auténtico cul-de-sac. Le recordaba vagamente cualquier rincón descrito por aquellas viejas novelas de aventuras, de autor generalmente británico, de tapas azules, editadas por Seix y Barral, que situaban la acción en barrios lóbregos y misteriosos, llenos de fumaderos de opio, de las remotas ciudades orientales. Había leído muchas.

Singapur es, prosiguió el inspector, una ciudad Estado ubicada en una isla pequeña que se había ido expandiendo, despacio, mediante las tierras y rocas arrebatadas a sus vecinos, las islas circundantes de Indonesia y Malasia. Habitaba allí, y todavía habita, una numerosa e influyente colonia china. El padre de Sem Loh era sincretista, es decir, un creyente que fundía varias observancias religiosas, en su caso a partir de una idea central cristiana.

—De aquí, el nombre de Sem, —explicó el inspector— que no tiene nada de oriental, aunque no lo parezca. Es de origen judío y cristiano.

A continuación, Sara repasó, de un solo golpe, el santoral, pero no reconoció a nadie que llevara este nombre excéntrico. Definitivamente, le parecía oriental. Pero no era así.

El inspector no tenía prisa. La mitología bíblica presenta a Sem como uno de los tres hijos de Noé, junto con Cam y Jafet. Se cree que los tres y sus respectivas mujeres se salvaron del diluvio universal. Cuando Sem tenía 100 años, engendró un hijo: Arfaxad. Y después Elam, Aixur, Lud y Aram. Vivió quinientos años (es un decir). La tradición explica que Sem fundó todas las culturas semíticas, nacidas del alfabeto que inventaron los fenicios a partir de unos desconocidos signos jeroglíficos, y de los cuales proceden otras lenguas, como el arameo, el hebreo y el árabe.

Según el Antiguo Testamento (Génesis 9,18-27 y Sirácida o Eclesiástico 49,16), Sem recibió la bendición especial de Dios. Como hijo de Noé, Sem descendía directamente de Adán (Génesis 5,1-32), y era el antepasado, en línea también directa, de Ever, de quien procede la palabra «hebreo», de Taré y, naturalmente, de Abraham (Génesis 10,1-31 y 11,10-31, Primer Libro de las Crónicas: genealogías 1-9). Si siguiéramos el árbol genealógico, según el evangelista Lucas (3,23-38), Sem sería antecesor de Jesús si, a su vez, hubiera sido realmente hijo de José y no del Espíritu Santo.

De hecho, Abraham se llamaba ab Aram, que significa padre de Aramea, el país de donde procedía. O tal vez ab ram, padre elevado. Los magos de Persia creían que Abram era el mismo personaje que Zoroastro. Pero el padre del inspector se inclinaba por el nombre de ab Ram (así con mayúscula), que se utilizaba como una apelación poética de Dios y que, si así fuera, ligaría Abram con Rama. Dejémoslo, por ahora, aquí, explicó, porque, cuando Dios se reveló, Abram pasó a llamarse Abraham, al colocar la letra hebrea hé en medio de su nombre. Esto también sucedió al final del nombre de su mujer, Sarai, que pasó a llamarse Sarah.

—Es su nombre. Y no es por casualidad. La letra «h» expresa el conocimiento, la sabiduría. Es el símbolo del mensaje secreto de Dios y de la creación.

—¿Fue una decisión de mi padre? —, preguntó Sara en voz alta. ¿Y cómo lo sabe? Este último pensamiento no lo pronunció.

El inspector no respondió. Abraham procedía de la ciudad caldea de Ur y había estudiado astrología. Pero Dios le dio a entender que la sabiduría divina, la suya, era mejor que aquella que provenía de las estrellas. De este modo, Abraham se convirtió en el padre de las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Abraham tuvo un primer hijo de Agar, una de sus numerosas mujeres y esclavas. Le puso el nombre de Ismael. Según el horóscopo, Sarah no podía tener hijos, pero Dios permitió que engendrara uno cuando ya había cumplido los noventa años: Isaac. Abraham estuvo a punto de sacrificarlo en una de las escenas más terroríficas de la Biblia. Ismael aparece como el progenitor del pueblo árabe. Isaac, que fue declarado heredero, se casó con Rebeca, con quién tuvo dos gemelos, Esaú y Jacob.

Recordamos, dijo el inspector, que Jacob compró la primogenitura por un plato de lentejas, huyó, y se casó con sus dos hijas. «Permítame», aclaró, «no hacer una valoración moral». Y con la colaboración carnal de algunas esclavas, engendró doce hijos, epónimos o padres, tanto da, de las doce tribus de Israel. En definitiva: según la tradición bíblica, Sem sería uno de los orígenes de todo. Y, añadió, «disculpe las molestias».

Así que la familia Loh, fue perseguida y amenazada durante la ocupación japonesa de Singapur en la Segunda Guerra Mundial. El padre del inspector tenía entonces diecinueve años y toda una vida por delante. Huyó a finales del año 1942 en un carguero, viejo y enmohecido, que, después de un viaje eterno, se hundió a la entrada del puerto de Barcelona. Es posible que todavía queden algunos restos en el fondo de la bocana del puerto. Llegó nadando hasta el muelle donde amarraban las llamadas golondrinas, unas barcazas de paseo. Y lo primero que vio fue la estatua de Colón que le señalaba el camino de América.

Pero estaba demasiado exhausto para seguir viajando, y se refugió en la vicaría de Sant Just i Pastor como sacristán, al servicio del vicario. Se enamoró de una devota chica italiana, Lucrecia Pellegrini, que tenía vocación de monja pero que acabó siendo la madre de Sara. Y abrió el restaurante. Se llamaba La Casa de Loh.

—Loh sí que es un apellido claramente chino—, aclaró el inspector. —Creo que, en Shangai hay mucha gente que se llama así. Pero también se podría encontrar su origen en el Pakistán. Loh es el hijo del dios Rama o, mejor dicho, Ram, el héroe del Ramayana, el célebre relato épico hindú y la divinidad más popular de India. Tenga presente ahora aquello que le he dicho antes: Abraham o ab Ram, descendente directo de Sem, y padre elevado, es decir, de Ram o Rama. No es más que una presunción mágica.

Sara se había hecho un lío.

—¿Observa el vínculo? —, preguntó el inspector—. Sem, el antecesor de Rama, y Loh su hijo. Sem Loh.

Sara no supo qué responder.

9

Sara y el inspector dejaron los tres ayudantes revoloteando por la habitación, bajaron silenciosa y melancólicamente las escaleras y salieron al exterior. El inspector apresuró el paso y se dirigió hacia la calle Lladó. Pasaron de largo de los palacios y palacetes, viviendas de remotas noblezas, que bordean el adoquinado. En un instante, desembocaron en la plaza de Sant Just i Sant Pastor. Y se sentaron alrededor de una mesa guarecida bajo una sombrilla de madera y lona beige, de espaldas a la basílica, gótica por fuera y entre barroca y neoclásica por dentro. Sara le siguió sin protestar y se plantó a su lado, pero a una cierta distancia. Pidieron dos jarras grandes de cerveza de barril y unas croquetas de brandada de bacalao. Amenazaba tormenta.

—Deje primero que acabe de explicarle la situación en Transdniéster —, dijo el inspector de entrada— porque ésta puede ser la madre de todos los huevos.

Y durante más de una hora, solo habló él, mientras Sara le escuchaba embobada, pero también triste y anonadada. De vez en cuando, hacía una pausa, los dos sorbían pausadamente la cerveza y masticaban perezosamente las croquetas, y él retomaba el hilo justo allá donde lo había dejado.

Le explicó que Transdniéster era, en realidad, un nombre más bien mal parido, una mala traducción. Los rusos lo denominaban *Prid’estrov’ye. Y si se obviaban los caracteres cirílicos y lo convertíamos en versión española sería algo pareciendo a Pridnestrovia. Los rumanos preferían Stânga Nistruliu o Transnistria (margen izquierdo del río Dniéster). El nombre oficial bascula entre el de República Moldava Pridnestroviana (en versión moldava) y el de República Socialista Soviética de Transdniestria (en versión independentista).

Transdniéster es como un filamento anoréxico de tierra, entre Moldavia y Ucrania, con no más de medio millón de habitantes: una de las zonas más miserables de Europa. Forma parte de los lugares que no existen.

Pobre entre los pobres, la mayoría de la industria y la capacidad de producción eléctrica de la totalidad de Moldavia radica en Transdniéster. Pero aquello que da importancia internacional a aquella mierda de pedazo de país (palabras textuales del inspector) es la cantidad de uranio enriquecido y de armas de última generación que contiene. Los soviéticos montaron fábricas de armas, especialmente a la ciudad de Bender y numerosos arsenales rebosantes de todo tipo de artefactos, incluidos los de destrucción masiva, para hacer frente a una hipotética tercera guerra mundial. La plaza principal de Bender está presidida por un monumento a Stalin, y uno de los atractivos turísticos de la ciudad es un tanque situado a la calle principal.

Las fuerzas rusas están presentes de forma permanente. El año 2006, el gobierno convocó un referéndum para la independencia, que ganó con el 97 por ciento de los votos. No hay que decir que, bajo la apariencia de una democracia, el régimen es claramente autoritario, corrupto y con una vocación especial para el ejercicio del nepotismo. La poca riqueza nacional se obtiene gracias al contrabando de armas y al blanqueo de dinero, procedentes de las actividades delictivas de las mafias de los países del Este de Europa, preferentemente de origen ruso, y de las italianas. Un auténtico agujero negro.

El inspector viajaba en sueños por la zona como si fuera un guía turístico decepcionado. Le detalló que Tiraspol, la capital, era una ciudad triste y gris, de casi 200.000 habitantes, con numerosos monumentos que recordaban su pasado soviético.

—Yo he estado allá, y se palpa la miseria y el miedo—, dijo en un tono que no daba lugar a la esperanza.

Y continuó su relato. El nombre de Tiraspol corresponde a la denominación latina del río Dnièster, es decir, Tyras. Proviene de una primitiva población griega fundada alrededor de 600 años antes de Cristo. Constituye un lugar de paso importante y, desde hace tiempo, se convirtió en el nudo de conexiones ferroviarias entre Moscú y el puerto de Odesa en el mar Negro. Ep!!! El mar Negro. Con la península de Crimea al fondo. Aquello es un nido de víboras.

El río Dnièster, que nace a los Cárpatos, en Crimea, cerca de la frontera polaca, es navegable. Forma parte de aquellos ríos históricos, como el Dnièper y el Volga que, en la Edad Mediana, canalizaron los anhelos aventureros de los habitantes de la actual Península Escandinava hasta Constantinopla, y después al Mar Caspio. En aquella época turbulenta y llena de violencia, los exploradores escandinavos y sus ejércitos, sucesores de los viejos vikingos, tenían que cruzar, desde el Mar Báltico, los lagos y ríos helados del golfo de Finlandia, los bosques espesos y vírgenes de Estonia o Letonia, Bielorrusia y Ucrania o de la Rusia más occidental y central, dominados, decían, por monstruos y dragones de grandes dimensiones. Lo hacían cargando sus inmensas barcas, y remaban como locos siguiendo las corrientes de agua, pasando a sangre y fuego los poblados que encontraban. Los denominaban ruso o rusos, es decir, remeros.

Fundaron varias ciudades. En el año 980, tres siglos después de las primeras incursiones, los rus o rusos ya no eran unos invasores sólo con hambre de obtener riquezas, sino que habían conseguido establecerse y crear un embrión de reino (y más tarde, un imperio), con príncipes crueles y tiránicos disputándose el poder con una violencia extrema, masacrando y aniquilando a sus enemigos siempre en nombre de Cristo. Es decir, un reino (y más tarde, un imperio) como es debido. Constantinopla (la gran capital) era su destino final. Aquellos ríos serían el gran canal de intercambio cultural y de mercancías de la Europa Oriental.

El inspector Sem Loh no paraba de hablar. Y el padre de Sara estaba muerto.

— Y esto continúa, más o menos, ahora. Una resolución del Parlamento Europeo escribió textualmente que «El régimen de Transdniéster tolera la delincuencia organizada, que se extiende al tráfico de armas, el tráfico de seres humanos, el contrabando y el blanqueo de dinero». Punto final.

—Cómo es que sabe todo esto de memoria y, así, de improviso, hasta que yo lo he leído lo que estaba escrito en el papel que escondía mi padre? —, preguntó Sara.

—Deje que le diga que la memoria es un arma muy potente, pero también peligrosa. Yo soy un privilegiado. No tengo la memoria prodigiosa de Kim Peek, el hombre autista que inspiró la película Rain Man, que había llegado a memorizar 12.000 libros. Yo no llego a esta cifra, pero, dicho así, sin falsa modestia, me acerco un poco. Tampoco la de John von Neumann, el gran matemático húngaro y americano, quien era capaz de leer unas cuántas páginas de un libro y recitarlas después, o días más tarde, sin dejarse ni un punto ni una coma. Pero tampoco me quedo demasiado lejos. Y así al invocar, por ejemplo, las palabras Transdniéster, Tiraspol o Rennes-le-Château, emerge inmediatamente un alud de informaciones que yo antes había acumulado y retenido sin ser demasiado consciente. Es una habilidad excepcional y muy útil.

—¿Es una herencia genética? — preguntó Sara.

—Hablando sinceramente, esta es la hipótesis más probable.

—De parte de quién.

—Mi bisabuelo.

—Un hombre fuera de serie. ¿Chino?

—No, inglés. Bastante raro y extravagante.

—Una mezcla explosiva la suya.

Silencio.

—Disculpe— musitó Sara. — Acaso me he pasado de la raya.

—No tiene importancia. Mi bisabuelo se llamaba Maycroft Holmes. Era un miembro distinguido del servicio secreto británico. En el año 1883, hizo un largo viaje por el Nepal y la India. Llegó hasta Singapur, donde tuvo una aventura con una china de diecisiete años, dulce e inteligente, a quién dejó sola y embarazada. Sólo sabemos que se llamaba Loh. Murió después del parto. Mi abuelo, mi padre y yo llevamos el apellido de mi bisabuela: Loh.

10

—La segunda mención correspondía a Rennes-le-Château—. Sugirió Sara, cambiando la dirección de la conversación, porque notaba que aquella historia privada le incomodaba.

—La primera vez que oí este nombre, ya hace muchos años, fue en Prada, una ciudad pequeña, de unos 3.000 habitantes, que destila una cierta dosis de misterio. Pertenece al Cantón de los Pirineos Catalanes (Cataluña del Norte), un país y un paisaje que nunca esconden su sentimiento de catalanidad, aunque lo hagan mucho más en francés que en catalán. Forma parte del territorio administrativo denominado Languedoc/Rosselló, es decir, la Francia del Sur, donde nacen y mueren algunos enigmas inescrutables. Aquella zona nos sumerge dentro de un decorado muy propio de la llamada Galia gótica y de una imaginaria Septimània visigótica y carolingia, rodeada de la Occitania, cuna de mitos, leyendas y heterodoxias diversas. Son tierras de cátaros, templarios, rosa cruces y francmasones.

Y reinició su soliloquio.

No muy lejos de Prada, después de atravesar el núcleo de Codalet, emerge el monasterio de Sant Miquel de Cuixà, fundado en el año 879. Allí ejerció su dirección y murió el célebre abad Oliba. Un anticuario norteamericano compró, a principios del siglo XX, una parte del claustro de mármol, y ahora constituye una de las joyas del museo The Cloisters en Nueva York. Un monje de Cuixà, un tal Esclua, erigió el monasterio de Sant Martí del Canigó, fundado en 1007, no demasiado lejos, pero mucho más arriba, en la cima de un pico que forma parte del macizo del Canigó, siguiendo una pista asfaltada que sale del pueblo amurallado de Vilafranca de Conflent.

—Convendría que visitara estos conventos —le aconsejó—, crea o no en Dios, en el cielo o en el infierno. Allí reside gente muy ilustrada y clarividente. Suelo tomarme unos días de receso y meditación cada año.

Y continuó.

No resulta, pues, extraño que Prada tenga unas librerías suficientemente grandes y muy surtidas de volúmenes de historia, en algún caso esotérica, como para permitir una visita pausada. Y tampoco sorprende que, cada miércoles, aloje una feria de antigüedades, repleta de libros viejos, litografías de siglos pasados, imaginería religiosa, vajillas y otros enseres más o menos pintorescos. Un poco de todo y de nada.

— A mí me interesan los libros y los documentos antiguos.

— A mí también. — respondió Sara.

—Excelente. Ya veo que compartimos aficiones. Pues, ahora hará unos tres meses, pasé unos días a Sant Miquel de Cuixà. Así que aproveché para vagar, una vez más, por las calles de Prada. Y escudriñando las estanterías de una librería, encontré un pequeño volumen que me llamó la atención. Se titulaba Brève histoire des sociétés secrètes. Su autor era Alexandre Adler, un conocido periodista e historiador francés, intelectual antes de izquierdas y ahora de derechas, amigo de Henry Kissinger y de algunos neocons norteamericanos como Richard Perle. Adler està muy bien considerado dentro del grupo Bildelberg. No diré nada más, ni nada menos. Tal vez no habría comprado aquel volumen si no fuera porque el título no respondía exactamente al contenido: una refutación en toda línea de las hipótesis desarrolladas en la obra, con pretensiones históricas, titulada El enigma sagrado (de Baigent, Leigh y Lincoln) y en la cual (según todos los indicios) se basó la novela de Dan Brown, El código Da Vinci. Quiero llamarle la atención sobre el apellido Adler, porque una tal Irene Adler fue probablemente la única amante de Sherlock Holmes, el hermano de mi bisabuelo.

El inspector me explicó que aquel Alexandre Adler intentaba poner orden a todo aquello que, de forma más o menos dispersa, ya habían hecho otros expertos en historia y arqueología: demostrar que buena parte de las afirmaciones de El enigma sagrado y del Código da Vinci eran falsas.

—Recordemos el núcleo del enigma— puntualizó, dada la aceptada insolvencia de Sara sobre el tema.

A final del siglo XIX, el abbé Bérenguer Saunière, un sacerdote de vida oscura, afirmó haber encontrado un tesoro en su parroquia de Rennes-le-Château, población situada dentro del llamado pentágono cátaro, formado por Albi, Narbona, Foix, Carcasona y Tolosa. Lo cierto es que este descubrimiento convirtió a Saunière en un personaje muy rico.

            ¿Què havia descobert Saunière? ¿Potser el tresor dels càtars procedents dels templers? Sembla que no. Una sèrie de personatges força sospitosos feren córrer la idea que es tractava d’un document que demostrava que Maria Magdalena havia arribat a França embarassada d’una filla de Jesús. En el manteniment d’aquest secret, hi estaven involucrats els merovingis, els descendents dels Càtars i dels Templers, els francmaçons, el rosa creus i finalment els components d’un misteriós Priorat de Sió, del qual en formaven part Isaac Newton i Leonardo da Vinci.

En aquest moment, comença la cèlebre novel·la de Dan Brown. I a partir d’aquí, s’arriba a la conclusió que la llegenda del Sant Greal, la del calze, és falsa. O parcialment falsa. La copa de l’últim sopar de Jesús tenia la forma de l’aparell reproductor femení. No significava vida eterna. Sinó que calia llegir-la com a santg real, és a dir, sang royal o, en català, sang reial, la sang de Jesús esdevinguda una nena en el ventre de Maria Magdalena.

El inspector era, sin duda, un erudito. Detalló que los autores de este enorme fraude intelectual encuentran su hilo argumental en la leyenda de la llegada de María Magdalena a Francia, en un pueblecito de la costa, entre Montpellier y Marsella, justo a la desembocadura del Roine (Ródano, en castellano), de nombre Saintes-Maries-de-la-Mer, en la devoción que le tienen aquí y allá, y también en algunos evangelios apócrifos, especialmente el de Felipe y el que lleva el nombre de la misma María Magdalena.

Allí, en Saintes-Maries-de-la-Mer, encontró acogida el pintor Vicent van Gogh, allí vivió un de sus períodos más creativos. Y según la leyenda, allí llegaron, en los alrededores de los años 40 de nuestra era, las tres marías: María Magdalena, María la jacobita, madre del apóstol Santiago, y María Salomé. Las acompañaban Lázaro, el amigo resucitado por Jesús, su hermana Marta, el futuro obispo de Aix-en-Provence, Máximo, y una niña misteriosa de nueve años de nombre Sara.

—Sara, otra vez, como usted. ¿Entiende ahora un segundo argumento por parte de su padre de ponerle este nombre?

—No lo sabía— Sara estaba abrumada y confundida. De repente, su mundo estaba cambiando.

Las tres marías y sus acompañantes huían de la persecución contra los cristianos. La leyenda adquiere aquí un tono fantástico e imaginario: Sara sería el fruto del matrimonio sagrado entre Jesús y María Magdalena. Sara es ahora la Kali, la santa negra, patrona de los gitanos de la zona. La leyenda todavía va más allá, porque Sara y un caballero desconocido crearon la estirpe de los reyes merovingios. Los despojos de María Magdalena fueron a parar finalmente a la cripta de la iglesia de Saint Maximin de la villa de Sainte Baume o, según otra versión de la misma historia, a la villa de Vézelay, en la Borgoña, en una basílica que lleva el nombre de la santa.

Pero el análisis de los expertos no encuentra ningún apoyo documental en esta teoría, salvo un extraño texto de Sant Gregorio de Tours, del siglo VI, en el cual afirma que María Magdalena huyó a Egipto, y allí dio a luz a una niña llamada Sara. El nombre coincide. Pero según el mismo autor, vivió y murió en la ciudad de Éfeso. Lo único que parece comprobado es que María Magdalena jugó un papel mucho más importante entre los discípulos de Jesús del que suele admitir el Vaticano.

—¿Sabe usted que la iglesia de Rennes-le-Château muestra símbolos muy extraños y yo diría que sacrílegos? —, preguntó a continuación el inspector.

            Sara admitió que no.

—Para empezar, el vía crucis rodea el interior del templo en sentido contrario a las agujas del reloj. Y las estaciones contienen, como aquel que no quiere la cosa, figuras insólitas sin ningún significado aparente.

Y retomó la historia. En una de las piedras del exterior hay dibujada una cruz invertida. Y preside el templo una pintura de María Magdalena. Nada de todo esto figura en la novela de Brown, aunque el apellido Saunière coincide con del director del museo de Louvre asesinado.

La novela de Dan Brown se basa en una mala lectura del enigma secreto, de la cual fue acusado de plagio. Escrita con un ritmo trepidante, con el propósito de convertirse en guion de cine, el Código da Vinci empieza con el asesinato de un miembro del Priorato de Sión en el Museo del Louvre de París y, a partir de aquí, empieza el lío. Dentro de la serie de errores de principiante, el Opus Dei no sale muy bien parado, lo cual originó un auténtico terremoto dentro de esta enigmática y poderosa institución dentro de la Iglesia católica actual.

—Y usted se preguntará: ¿por qué ha tenido tanto de éxito una especulación sin pruebas? Pues, en primer lugar, porque el misterio morboso reclama la expectación de la gente, sobre todo si está mal informada. Y aquí entramos en el núcleo de la cuestión.

El inspector recordó que, a la Iglesia institución, no le ha interesado nunca explicar los descubrimientos más recientes sobre la figura del Jesús histórico, del Jesús humano, del Jesús que se sentía judío y que no quiso construir ninguna estructura religiosa tal como se entiende ahora, de aquello que realmente dijo y aquello que no dijo, su relación con las mujeres y especialmente con María Magdalena. A la Iglesia institución no le ha interesado nunca hacer una lectura crítica del nuevo y del antiguo Testamentos. Nada sobre las diferencias y debates entre los primeros cristianos. Muy poco sobre la historia primitiva del catolicismo, salvo las crueles persecuciones. Nada sobre la existencia o no de Dios a la luz de los nuevos conocimientos científicos. Prefiere mantener el misterio. Y misterio por misterio, mentira por mentira, gana El Código da Vinci.

— ¿Y esta historia de las sociedades secretas, tiene que ver con las actividades de mi padre? —, insistió Sara.

—El libro de Alexandre Adler refuta con argumentos simples, a veces simplistas, pero eficaces, las investigaciones de los autores de El enigma secreto y deja, de paso, en muy mal lugar el inefable Dan Brown. Tampoco conoce las más recientes investigaciones científicas sobre Jesús histórico y su época, pero desmonta, una por una, las falsas historias. Su hipótesis habla de una relación de todos estos misterios con la presencia de judíos conversos en el sur de Francia. Yo creo que es errónea. Los judíos existieron y se vieron obligados a esconderse. Pero algo extraño ocurrió.

—Una cosa sí que le puedo asegurar—, insistió el inspector — el Priorato de Sión existió y existe. Quiero que le quede bien grabado en su cerebro. Para siempre jamás. Sospechamos que es la organización oculta en donde se encuentran los más altos directivos de los servicios de inteligencia de las principales potencias del mundo, al margen de cualquier control, incluidos sus gobiernos. Constituyen un poder global, planetario, incontrolado y diría que malévolo. Nada pasa sin que ellos lo sepan y, lo que es mucho peor, lo decidan. Conocen todos nuestros datos y modulan nuestras vidas. Nos creemos libres, pero no lo somos en absoluto. Nada de aquello que es realmente importante pasa por casualidad. El enigma secreto, El Código da Vinci y otras obras de contenido parecido conforman la nube espesa que tapa esta estructura clandestina e impenetrable.

—Disculpe mi crudeza—, añadió finalmente el inspector —pero sospecho que detrás de estos grandes enigmas, Transdniéster y Rennes-le-Château, hay algo que todavía no hemos detectado, y que su padre podría haber descubierto. Y probablemente por eso le mataron.

El corazón de Sara dio un vuelco.

11

Llovía. Había empezado como una llovizna exigua y lacónica de miles de finas lágrimas de otoño. La atmósfera había adquirido un color plomizo, y el ambiente era pesado, cargado de malos presagios. El portal gótico de la basílica se había ido desvaneciendo, escondido detrás de una neblina tenaz que iba del suelo al cielo. Algo más tarde, había descargado con ganas unas gotas de agua espesas y persistentes, como si nunca tuviera que acabar. Y ahora, llovía a cántaros.

La plaza de Sant Just y Pastor había quedado, de repente, totalmente vacía. La gente permanecía guarecida dentro del restaurante, algo más allá de las puertas de cristal, agotando las bebidas y las patatas bravas remojadas. De vez en cuando, alguien entreabría la puerta, sacaba una mano, como si no aceptara aquello que veía, y regresaba empapa. Los camareros habían plegado, deprisa y corriendo, las sombrillas y las sillas, menos naturalmente las de Sara y el inspector, porque él y ella mantenían, impertérritos, sus posiciones.

Sara no prestó atención en el tiempo transcurrido ni en la actitud cadenciosa y pausada del inspector Sem Loh, ajeno a la realidad meteorológica, hasta que escuchó el sonido melancólico de las campanas de la iglesia. Eran las dos del mediodía. Llevaban allá más de tres horas.

Transcurrieron uno o dos minutos y, vista la nula de reacción de Sara, Sem Loh sacó un reloj con cadena del bolsillo lateral del chaleco, lo desató y lo dejó sobre la mesa. Ni se lo miró. Quizá era una forma de disimular, de desviar la atención, o tal vez era como un signo de que el tiempo no contaba.

De repente, y Sara no supo nunca realmente por qué, aquel reloj de bolsillo le llamó la atención por su singularidad y rareza. La caja metálica era de un oro tan brillante que, a pesar de la turbia penumbra ambiental, casi deslumbraba. La tapa posterior estaba decorada con dibujos de tonos místicos de apariencia modernista, un grabado en relieve de una fineza y minuciosidad sólo al alcance de un artista de gran talento y destreza, probablemente oriental. La corona cilíndrica y suavemente acanalada estaba rodeada por un asa que recogía la cadena formada por diminutas y delicadas anillas de un oro de gran pureza. La esfera horaria, protegida por un vidrio de una transparencia tan pura como si no estuviera, era de un esmalte negro muy reluciente, y las cifras estaban dibujadas con caracteres hebraicos, también de oro. Conocía estos números, porque ella había estudiado hebreo y arameo, hacía bastante tiempo, cuando leía los primeros escritos cristianos en las lenguas originales. Encima de cada grafismo, figuraba una estrella de David o el sello de Salomó con un brillante en el centro. Las agujas horarias señalaban las diez.

Todo aquello era bastante insólito y misterioso. Sara miró su Festina de acero suficiente mugriento por falta de cuidado, regalo de su madre, y comprobó que eran las dos. Justo entonces, se dio cuenta de que la aguja dorada de los segundos, tan fina y frágil como los hilos de seda virgen de las capas episcopales, se movía en el sentido contrario a como lo hacen las esferas horarias normales. Se trataba de un reloj levógiro, es decir, un aparato en el cual las agujas giran en sentido inverso. Levógiro viene del latín laevus, que quiere decir izquierda, y de gyrus que, naturalmente, significa giro. Es decir, giro a la izquierda. Las diez eran, en realidad, las dos. No se le escapó una posible relación oculta con los sellos cabalísticos. Y recordó la explicación que el inspector le había hecho sobre el vía crucis de Rennes-le-Château.

Súbitamente, Sara volvió a la realidad. Eran, efectivamente las dos. El cadáver de su padre restaba en el viejo estudio y ella continuaba allá, en medio de la plaza, envuelta en una conversación sin demasiado sentido, o en aquel momento no se lo encontraba, siguiendo un guion que no había trazado.

Acaso Sem Loh intentaba ganar tiempo. Tal vez aplicaba las estrategias filibusteras de los senadores norteamericanos, cuando se ponen a hablar horas y horas para agotar los plazos del debate y la aprobación de una ley y, de este modo, la boicotean. El filibustero suele llenar su arenga de frases absurdas que ligan chapuceramente o, incluso, sin ton ni son, pero, eso sí, sin interrumpir nunca su discurso.

El filibustero más famoso fue un tal Strom Thurmond, quien, en 1957, pasó veinticuatro horas y dieciocho minutos charloteando (que no razonando) sin cesar, para evitar que se aprobara la Ley de Derechos Civiles. Dicen que, antes de empezar su intervención, fue a la sauna, se deshidrató concienzudamente, y así pudo aclarar con agua su garganta sin necesidad de visitar el urinario. Sem Loh, en cambio, disertaba de forma lógica y se expresaba con propiedad y pericia.

En todo caso, el segundo momento de silencio de Sara, un largo paréntesis callado y casi inmóvil, como el de una monja benedictina en estado de oración, no preocupó el inspector, quién siguió la conversación como si no hubiera notado nada, ni la lluvia ni su perplejidad.

—¿Ve esta calle que tenemos enfrente? — Preguntó.

La cuestión la desconcertó. Sí, efectivamente, delante emergía de la bruma una calle sin salida. No se había fijado.

—Y que tiene que ver esta calle con todo el que me ha explicado.

— Nada y mucho. Observe con atención el portal del fondo.

Efectivamente, al final de todo, había una reja en forma de puerta de doble hoja, detrás de la cual se divisaba un arco de medio punto de estilo románico y un patio. Encima, figuraba el título de la institución que allá se alojaba: Reial Acadèmia de les Bones Lletres. Estaba compuesto en letras mayúsculas bastante grandes, de un metal antiguo y sucio, sometido a una degradación azul-verdosa. La calle estaba llena de restos de orina que descendían de las paredes, papeles de periódico y desperdicios diversos, algunos de los cuales podían ser restos abandonados deprisa y corriendo por los drogadictos. Todo tenía un aspecto más bien lúgubre.

— ¿I…? —, se atrevió a formular.

Sem Loh la observaba atentamente.

—Este es la calle del Bisbe Caçador—, respondió.

—Muy bien. Lo sé: vivo en este barrio. ¿I…?

Sem Loh seguía el movimiento de los ojos de Sara y escudriñaba la expresión de su cara.

— La Reail Acadèmia de les Bones Lletres es una institución antigua, creada en 1729 como sucesora de la Academia Desconfiada y el primer objetivo de la cual era el estudio de la historia. Ahora no es necesario que le explique su enrevesada y convulsa vida. ¿Conocía el Club de los Desconfiados?

— Sinceramente, no.

— ¿Y el Club Diógenes?

—Tampoco.

Sem Loh respiró profundamente, como si lo hubiera aligerado de un temor inconsciente. Y dicho esto, llamó al camarero, le dijo que añadiera lo que habían consumido a su cuenta, se levantó y comenzó a andar.

Volvían a casa.

12

En un abrir y cerrar de ojos, llegaron a Cometa 6. La calle, empapada de un agua que chorreaba desde todos los rincones, parecía más limpia y más triste. Se desprendían gotas intermitentes, gruesas y enlodadas, de los balcones, también de los canalones y las gárgolas que coronaban las azoteas. El aire húmedo y una niebla poco precisa desdibujaban la fisionomía de los edificios y reforzaban la sensación de frío. La atmósfera tenía regusto a soledad. La calzada y las aceras estaban desiertas.

Antes de abrir el portal, Sem Loh se paró, respiró como si inhalara a fondo el vacío ambiental, miró hacia arriba, a un lado y a otro, y esperó que Sara llegara, ciertamente fatigada por el esfuerzo que suponía seguir sus pasos apresurados. Sara también tomó aire.

El inspector esperó que Sara abriera la puerta con la llave que siempre llevaba encima. Lo hizo, mientras él observaba su comportamiento y su actitud, como lo hace un psicólogo freudiano cuando pide que el paciente recuerde su niñez. Sara notó que controlaba todos sus gestos. Le cedió el paso. Subieron, despacio, la escala. Pausadamente. Sara delante y él detrás, sin hacer ruido: el entresuelo, el principal, el primer piso, el segundo.

De vez en cuando, el inspector miraba hacia abajo desde la altura, asomándose a la barandilla, como sí quisiera comprobar, una vez y otra, que no había nadie allá al fondo, en el espacio de la planta baja. Al llegar al tercer piso, se detuvo ante la puerta del piso del padre de Sara, que misteriosamente estaba abierta pero ajustada. Sara juraría que la había cerrado. Pero no estaba segura.

Sem Loh aguzó el oído. Sara observó que las orejas del inspector cambiaron de posición para percibir mejor las ondas producidas por cualquier movimiento que proviniera del interior, por leve que fuera. Silencio. A Sara, no le gustó aquella quietud. Y un intenso escalofrío recorrió todo su cuerpo.

Sem Loh va empènyer la porta lleugerament amb el peu. El batent va girar pausadament fins a quedar entreobert. Va esperar una estona més, i va ingressar al rebedor. Va donar una ullada a tot el voltant.

Sem Loh empujó la puerta ligeramente con el pie. El batiente giró pausadamente hasta quedar entreabierto. Esperó un rato más, e pasó al recibidor. Echó un vistazo a todo su alrededor. A la derecha había un arca de madera, ennegrecida por el tiempo y la suciedad, con complicados relieves de estilo indistinto, entre románico y casi barroco, encima de la cual lucía un reloj de sobremesa, de bronce antes dorado y ahora de color confuso, sostenido por dos venus con ropajes ligeros. Alrededor de aquel artefacto que había perdido la aguja que indicaba las horas, había dos bandejas de metal deteriorado, dos candelabros y un plato de porcelana probablemente blanca con dibujos azules, que no casaban con nada.

En la pared de enfrente, se ubicaba una consola integrada de nogal, con un poco de marquetería, para demostrar su origen probablemente noble, de estilo posiblemente francés, con un espejo y un paragüero en medio, y dos percheros a un lado y a otro. Completaban el escenario dos sillones con asientos tapizados de piel oscura descuartizada. Simétricamente colocados en la pared, colgaban dos retratos al óleo de los abuelos o quizás de los bisabuelos de Sara, pintados por un artista desconocido, de estilo i gusto bastante dudoso, dentro de un marco ovalado de frutas doradas de yeso. Todo, eso sí, en perfecto orden.

Sem Loh enfió el pasillo que quedaba frente a la entrada, y Sara le siguió pisándole los talones. El corredor era largo, con puertas a ambos lados que daban a los dormitorios. Las paredes, empapeladas de flores de un color granate oscuro y deslucido, estaban salpicadas de cuadros pequeños y medianos de paisajes ilocalizables.

Sara había recorrido miles de veces aquel camino que se extinguía a la entrada del estudio del padre, y ahora percibía la vacuidad de su ausencia.

13

—¿Me permite que le explique algo más? —, pidió, casi suplicó, el inspector. — Serán aparentemente cuatro bagatelas, pero que contribuirán a entender la actividad secreta de su padre y quizás nos ayudará a resolver el misterio de su muerte.

Era la primera vez que Sara sentía hablar de actividad secreta y de misterio. Le llevó a la pequeña sala de estar, que estaba situada al mismo pasillo, justo a la derecha del estudio de su padre. Era una habitación tapizada con papel que simulaba terciopelo, de un verde oscuro desteñido.

Apoyado en la pared a la derecha de la entrada, había un sofá, forrado con tela de un color que quería ser verde manzana, acompañado, a uno y al otro lado, de sendas butacas del mismo tono y estilo, tutelando en medio una mesa baja y redonda de madera ennegrecida, de un origen y estilo desconocidos, con una tetera de porcelana vienesa encima y tres tazas a juego.

Enfrente, permanecía el piano, el piano de Sara, de madera muy oscura, en su día reluciente, y ahora de aspecto desastrado, pero todavía digno, las teclas del cual nadie había pulsado desde que ella, hacía mucho de tiempo, lo había condenado a aquel silencio empolvado. Debajo del teclado, la silla del concertista tenía una pata suelta, y cojeaba.

Convenientemente arrinconado al lado derecho, un televisor pequeño y enharinado de tiza, proveniente de algún trozo de moldura desempotrada del techo, con una antena interior y un mando a distancia encima, ofrecía el contrapeso entre la cultura y la banalidad.

Justo al otro lado del piano, a la izquierda, y quizás para equilibrar la estética del conjunto, la madre había instalado, y allá se mantenía, un viejo ventilador de un pie, todo él negro, con aspas de metal antes relucientes y ahora oxidadas y mugrientas, circundadas, como resguardo, por un surtido de varillas metálicas en círculos concéntricos, también negros. «No metas los dedos», le decía siempre su madre. Hacía calor en verano, y Sara agradecía la lenta aireación de aquel vetusto ingenio mecánico, mientras la madre le enseñaba a tocar piezas de Beethoven, Schumann, Chopin, pero especialmente las obras místicas de Erik Satie, amigo de Santiago Rusiñol.

El genial y, para según quienes, malvado Satie, bohemio de barba y cabellos largos, que vivió y murió en la miseria, decía que el piano era el instrumento de los torturados y de los fugitivos. Era uno de los músicos favoritos de su padre y un ejemplo de vida: solitario de soledad insoportable, antiwagneriano militante y también antirromántico consumado, autor por encargo de trabajos musicales para la orden de Rosa Cruces, creador de unos magníficos pero incomprensibles Gnossiennes, que apelaban a la gnosis, y de composiciones esotéricas como Le fils des étoiles, primer antiartista de la historia, uno de los padres del dadaísmo, y quizás profeta sin saberlo.

La madre usaba la música de Satie, tocada al piano por las manos de Sara, a menudo temblorosas, para enviar mensajes al padre sobre su presencia allí, muy cerca. Y también muy lejos. Sara interpretaba aquellas composiciones sin mirar la partitura, contemplando a veces aquellas paredes que sostenían con dificultad, como si tuvieran que caer algún día, cuadros de gran formato, en los cuales se representaban paisajes tenebrosos salidos de una ópera de Wagner. Nada más paradójico: escenarios de Wagner con música de Satie.

Pero la interpretación adquiría una fuerza especial cuando la mente de Sara permanecía fascinada por la luz de aquel techo blanco, del cual colgaba uno lampadario con siete brazos de metal dorado, dispuestos en forma de araña, adornados con infinidad de lágrimas de cristal, con siete velas artificiales, que entonces la conducían al éxtasis, sabiendo que su padre detenía el trabajo, el lápiz dejaba de rayar el papel, y lloraba como un niño pequeño.

Ahora faltaban lágrimas, las de cristal y las humanas, más de la mitad de las velas habían perdido sus bombillas y sólo funcionaban tres de una potencia muy exigua. Así que, cuando se reunió con el inspector, en aquel ambiente prevalecía la penumbra.

Sem Loh se sentó en el sofá, frente al piano, y Sara se arrellanó en la butaca del fondo, su preferida, cerca del balcón. Juntó las manos y cerró los ojos, como quien inicia una travesía hacia el pasado o espera un mensaje del cielo. Durante mucho rato, solo habló él.

Se alejó en el tiempo hasta el 2 de octubre de 1883, cuando un caballero inglés, alto y carnoso, de nombre Mycroft Holmes, hermano mayor del conocido detective Sherlock Holmes, inició un largo viaje alrededor del mundo, con la voluntad de seguir la misma ruta que el flemático, rico y enigmático gentleman londinense Phileas Fogg, el célebre personaje quien, justo once años antes y acompañado de su mayordomo, Jean Passepartout, había ganado la apuesta de dar la vuelta al mundo en 80 días.

—Hay quien dice— insinuó Sem Loh, con un tono que indicaba que él también estaba de acuerdo— que Mycroft Holmes y Phileas Fogg eran la misma persona, y que aquel segundo viaje no era más que un intento de superar la marca anterior.

De hecho, Phileas Fogg era miembro de una sociedad, el Reform Club, que acogió los restos de un círculo mucho más restringido, misterioso y secreto llamado Club Diógenes. Fogg era perseguido por un policía, de nombre Fix (retenga esto en su memoria, recomendó), porque creía que era el autor de un gran robo en un banco.

El inspector se recreó en la descripción cuidadosa de las singularidades, las anécdotas y los paisajes de aquel recorrido. Holmes salió de Londres, cruzó Francia, probablemente pasó por Rennes-le-Chateau (fíjese bien: Rennes-le-Chateau), villa donde (dicen) permaneció tres días, recorrió el Mediterráneo hasta Suez, navegó por Mar Rojo y el Índico, desembarcó a Bombay, cruzó el norte de la India hasta Calcuta, donde llegó con dos días de ventaja.

—Entonces cometió lo que, para él fue un error que cambiaría su vida, pero sería el origen de la mía—. El tono del inspector era sorprendentemente neutro.

Cerró los ojos, permaneció unos segundos en silencio como sí quisiera atender un mensaje del más allá, y prosiguió su historia. Efectivamente, Mycroft embarcó en un vapor mixto, para viajeros y mercancías. Tenía que atravesar el estrecho de Malaca y enfilar el mar de la China meridional hasta Hong Kong. Pero en el momento de dejar el Mar de Andamán, y con la isla de Sumatra a la vista, unos piratas abordaron el barco y se llevaron las mercancías y las mujeres jóvenes. El resto del pasaje llegó a Singapur con camiseta y calzoncillos, gracias a la pericia del capitán que supo maniobrar con un barco vacío y casi a la deriva. Y allá acabó el viaje.

—Mycroft— añadió inmediatamente el inspector—, y tal como ya se lo he explicado, tuvo un asunto con joven china, tierna y bonita, de apellido Loh, que soñaba con una vida mejor en aquel Londres entonces tan lejano. Pero mi bisabuelo la abandonó allá, sola y embarazada, mientras él retornaba a la vida silenciosa del Club Diógenes. El fruto de aquella relación fue mi abuelo.

14

Sem Loh se sabía aquella historia de memoria, como si la hubiera repetido centenares a veces, con algunos detalles que serían un auténtico reto para las mentes más privilegiadas. Pero, según confesó, era la primera oportunidad en que lo explicaba completa. Sara sólo retuvo los momentos claves.

Mycroft Holmes tardó cuatro meses hasta tocar tierra británica. Algunos le daban por muerto. Optó por la ruta más complicada: atravesar toda la península malaya y seguir por una de las ramas de la ruta de la seda. Nadie sabe por qué. Así que salió de Singapur hasta Koala Lumpur, la capital de Malasia, y de allá, siempre por tierra, a Bangkok. Franqueó caminos tortuosos, arrozales atestados de mosquitos anopheles, aquellos que transmiten la malaria, bosques de palmeras y selvas tropicales, barrancos, llanuras inmensas, pagodas y mezquitas, ríos caudalosos, entre todos ellos el río Kwai, sobre el cual, durante la segunda guerra mundial, se construyó un puente que hizo historia. Todavía viene a la memoria la imagen hirsuta de sir Alec Guinness, y los silbidos de sus soldados interpretando una de las piezas musicales más célebres del cine, la marcha del coronel Bogey, una vieja melodía militar británica.

—Hoy en día—advirtió Sem Loh—, un tren de lujo, el Eastern & Oriental Express, hace el mismo trayecto en cuatro días, a una velocidad calmada, por el «módico» precio de 1.700 euros la cabina más barata. Eso sí, con maderas nobles, vajilla de porcelana, cristalería fina, cubiertos de oro, cenas de etiqueta, chef francés y pianista en el vagón restaurante.

Él se enorgulleció de haber hecho este viaje.

— Y fue un auténtico placer—, recordó con nostalgia.

Mycroft no disfrutó de todos estos caprichos, pero llegó a Bangkok sano y salvo. Y, desde allí, se dirigió en Rangún, Tamlaripti, Kausambi, Agria, Delhi, atravesando el norte de la India, Islamabad, Kabul, Samarcanda, Teherán, Bakú y Estambul. Cruzó la Europa continental hasta París, pasando por Viena. Y una vez en Londres, se sumergió en la taciturnidad reservada del Club Diógenes.

Sem Loh explicó que esta organización se alojaba en un edificio de estilo clásico en Whitehall, no demasiado lejos del Reform Club, de aquí las coincidencias con Phileas Fogg, y muy cerca también del Travellers Club, del cual, advirtió, hablaría a continuación.

De puertas afuera, el Club Diógenes sólo aceptaba la presencia de hombres, tal como era norma en los clubes ingleses. Hacían falta socios de una inteligencia demostrada, aparentemente insociables y misántropos, los cuales se recogían en un silencio obligatorio y estricto, para leer la prensa o los libros de una de las bibliotecas más muy surtidas de Londres. Comían platos preparados por una cocina de alta categoría, en un ambiente relajado, entre copas de cristal de bohemia, vajilla de origen real, cubiertos de oro y platino, tapetes de terciopelo envueltos de una mantelería de aguja de gancho, de colores pálidos bordados a mano, todo rodeado de cuadros inmensos de los mejores pintores clásicos, y cortinajes de tela noble.

Las malas lenguas afirmaban, sin embargo, que también se admitían mujeres, igualmente de inteligencia probada y misántropas, que accedían a las instalaciones disfrazadas de hombre para pasar inadvertidas. Y parece que era verdad, aunque nadie nunca lo ha podido probar.

El silencio total era la norma. Y quien la rompía era expulsado, incluso en algún caso por toser sin motivo. Solo se aceptaban conversaciones, forzosamente interesantes, en dos espacios: la sala de visitantes y la sala estrellada. Alguien había dicho que aquel era el club de la gente inadecuada para cualquier otro club.

Había, sin embargo, un elemento que, según Sem Loh, hacía del Club Diógenes un lugar misterioso y, a la vez, interesante. La mayoría de sus miembros, incluidas eventualmente las mujeres, eran altos funcionarios públicos.

Este hecho no llamó la atención, hasta la aparición de una carta, quizás apócrifa, de un ladrón de guante blanco denominado Arsène Lupin, en la cual se manifestaba miembro del club y, en consecuencia, agente francés aceptado dentro de la red de inteligencia del imperio británico. Decía también que la idea había partido del almirante Mandeville Messervy y del mismo Mycroft Holmes, y que habían elegido gente de una mente excepcional, provenientes la mayoría de las universidades, la diplomacia y de la alta administración, algunos de ellos masones, y unos cuántos aristócratas de la delincuencia de guante blanco. Y así se formó el Club Diógenes.

Maycroft era el referente, porque poseía, según su hermano, el cerebro más ordenado y con mayor capacidad para almacenar datos, que existía en el mundo. Los departamentos ministeriales de la época le planteaban una serie de interrogantes y problemas, él los resolvía en uno visto y no visto. Redactaba unos informes de más de un centenar de páginas, que todavía se consideran como no superados por nadie. Sus manuscritos se guardan entre los fondos más secretos en Thames House, la sede del MI5. Algunas fuentes aseguran que existen unas copias en el MI6 Building, también a orillas del Támesisi, y sede del Servicio Exterior de Inteligencia. Muy pocas personas tienen acceso a esos documentos, y nunca serán desclasificados.

—La carta, quizás apócrifa, de Arsène Lupin es el único documento que explica la estructura interior del Club Diógenes—, añadió Sem Loh.

Pero existe una versión diferente, tanto o más documentada, firmada por el detective norteamericano Mero Wolfe, de quién alguien hizo correr que era el alter ego de Lupin cuando actuaba en los Estados Unidos. Lupin se sirvió de una treintena de pseudónimos. Y resulta fácil observar que Lupin viene del latino lupus, lobo, wolf en inglés. Pero el inspector lo descartó definitivamente. Existe otra teoría mucho más sugestiva y que se alejaría definitivamente de la hipótesis Lupin: Mero Wolfe fue hijo de una relación apasionada entre Sherlock Holmes e Irene Adler después de un viaje a Montenegro. Si fuera verdad, habría sido Irene Adler quién habría entregado esta información a su hijo. Nunca se sabrá.

Sem Loh explicó que Arsène Lupin era un personaje extraordinario y misterioso, hijo de un profesor de esgrima, gimnasia y boxeo, de nombre Théophraste, que le abandonó cuando tenía siete años, y de una madre, Henriette, que murió cuando tenía sólo doce. Estudió medicina y derecho, se sumergió en el conocimiento profundo del latín y del griego, y se formó en el mundo de la prestidigitación de la mano de los célebres magos Dickson y Pickamn. Su padre le inició en los deportes de combate. Su primer trabajo fue el de profesor de boxeo. Y finalmente se dedicó a robar los ricos con una sangre fría que sorprendía a todo el mundo.

Elegante y seductor, Lupin nunca utilizaba la violencia, y sentía un atractivo muy fuerte hacia las mujeres, con las que mantuvo numerosísimos idilios y varios hijos. Llegó a devolver las joyas robadas a cambio de la sonrisa de una dama, especialmente si era joven.

Lupin tuvo varios encuentros, y también encontronazos, con Sherlock Holmes, veinte años mayor que él. El primero, en el mes de octubre de 1904, cuando el detective británico y su fiel acompañando el doctor Watson se cruzaron con él y Maurice Leblanc, el autor de sus aventuras, en un restaurante de París. El más dramático, cuando, en junio del 1908, los dos hombres se encontraron solos a bordo de una barca a punto de naufragar. Finalmente, la policía salvó Holmes, mientras Lupin se escapaba simulando que se había ahogado. La última: en diciembre de 1922, cuando Lupin visitó a Sherlock Holmes en su retiro en Sussex, en presencia de su hermano Mycroft, recordaron sus aventuras, les confesó que era miembro de los servicios secretos franceses, que como tal había participado en la Primera Guerra Mundial, y probablemente pactaron su entrada en el Club Diógenes.

Aquello que hizo Lupin en el Club Diógenes es un secreto que nadie ha querido revelar. Porque según Sem Loh, Maurice Leblanc reprodujo las aventuras de Lupin después de un pacto con los miembros del Club. Algunos analistas han demostrado que las novelas ocultan un significado simbólico que nos llevan directamente a explicar los misterios del abad Bérenguer Saunière y a Rennes-le-Château (“observe: otra vez Rennes-le-Château”). Es más: Maurice Leblanc era aficionado a frecuentar los círculos esotéricos de París. Él mismo y su hermana eran amigos de la entonces célebre cantante de ópera Emma Calvet, discípula de Saunière. Probablemente los componentes del Club Diógenes se llevaron los secretos a la tumba.

15

—Quiero recordar—aclaró el inspector — que el nombre de Diógenes no era fruto de un azar. Diógenes de Sinope, también conocido Diógenes el cínico, fue, como usted sabe, Sara, un filósofo griego, austero y ascético, que no dejó nada escrito. Todo el que sabemos de él proviene de otro Diógenes, Laercio, quién contó la vida y milagros de los pensadores de la época.

Diógenes de Sinope, que era hijo de un banquero, vivía en un tonel de vino como si fuera un perro (kynikos es el adjetivo de kyon, es decir, perro) y, entre otras anécdotas, hay una, muy conocida, que contribuyó a su celebridad. En una ocasión, Alejandro el Magno le ofreció todo aquello que quisiera, y Diógenes le pidió que se retirara de allí donde estaba porque le tapaba la luz del Sol. No daba ningún valor a la propiedad, hasta el punto que admitía el robo. «Todas las cosas, decía, son propiedad de los sabios». Esto satisfacía especialmente la mentalidad de Arsen Lupin, cleptómano extremadamente hábil y especialmente ilustrado, experto en prestidigitación, un auténtico pozo de ciencia. La tradición popular presenta Diógenes a la luz del día del día con una lámpara encendida buscando un hombre honesto sobre la Tierra. La virtud, defendía, consiste en la supresión de las necesidades.

—No acabo de ver la relación entre Diógenes y el club que lleva su nombre—, interrumpió Sara—, al menos tal como lo ha descrito.

—Tal vez porque tanto el uno, el pensador griego, como los otros deseaban romper las convenciones sociales, defender el ideal de la Paideia, ahora diríamos la formación continuada, y promover la Areté, que significaba perfección, hoy lo llamaríamos excelencia. Estas eran las tres ideas clave que conformaban la filosofía del club. La Paideia consistía en un humanismo cívico integral que se basaba en el máximo conocimiento, las formas de expresarlo y el control sobre uno mismo. Solo se podía desarrollar en un entorno reducido de ciudadanos sabios, que se refugiaran en el silencio. La Areté proviene de la misma raíz que aristós (lo mejor) y tiene una relación directa con la virtud, e incluye la magnanimidad, la templanza y la justicia. La posesión de la Areté era la base de la Paideia.

—Hay algo curioso, ahora que pienso en ello — exclamó Sara

—¿Curioso? ¿El qué?

—La relación entre el nombre del Club, Diógenes, la sabiduría, pero también la dolencia de mi padre.

—En efecto. Su padre sufría el llamado síndrome de Diógenes, un desorden en el comportamiento de las personas, generalmente de avanzada edad. Quieren vivir solas, se aíslan voluntariamente en su hogar o en su habitación preferida, en un total abandono personal y social… Pero volvamos a Whitehall.

El inspector recordó (Sara ya lo sabía) que Whitehall era una calle, que va desde Trafalgar Square a Parliament Square, llena de edificios gubernamentales, muchos de los cuales pertenecen al ejército británico, entre ellos el Ministerio de Defensa y también el Foreing Office. Allá desemboca Downing Street. El número 10 es la residencia oficial del primer o primera ministro y de su familia. Está situada en el mismo centro de Londres, dentro del barrio denominado City of Westminster, no demasiado lejos de los impresionantes edificios que albergaban, los servicios de inteligencia interior y exterior, el MI5 y el MI6.

El Club Diógenes estaba situado en el núcleo del poder. Me explicó que el club estaba gobernado por una junta de siete miembros, uno de los cuales, y de forma rotativa, era el presidente. En la misma carta, probablemente apócrifa, de Lupin, se indicaba que los representantes del gobierno y la junta directiva del Club se reunían en la Sala Estrellada una vez al mes, y que allá se determinaban las misiones de inteligencia y de espionaje. El Club disponía de fondos ilimitados, aunque secretos. La lucha de los miembros del club se centraba primordialmente contra la Liga Mundial del Crimen, una organización fundada a mediados del siglo XIX por el doctor en matemáticas James Moriarty.

—Observe con atención— añadió Sem Loh—. Una de las divisiones básicas del servicio británico de inteligencia nació para combatir el gran crimen. Pretendía detener a los delincuentes más importantes, es decir, aquellos que amasaban fortunas a expensas de los pobres, aquellos que ocupaban lugares muy cercanos al poder o, incluso, eran el poder, y no los míseros rateros o los espías de tres al cuarto que llenaban las cárceles.

Pero aquellos primitivos ideales, según el inspector, se fueron desnaturalizando, tal como ha sucedido con las organizaciones homónimas de todo el mundo, hasta el punto de convertirse ellas mismas en organizaciones criminales, discípulas del pensamiento y la doctrina demoníacas de Moriarty.

—¿Entiende por qué algunos quieran recuperar aquel primitivo espíritu? — inquirió.

—No del todo—, respondió Sara, estupefacta. Se sentía en fuera de juego. ¿Qué significaba aquel tipo de declaración de intenciones?

Sem Loh no tuvo en cuenta aquel aturdimiento de dimensiones colosales. Y continuó. Explicó que el club Diógenes desapareció. Y también se desvaneció el espíritu justiciero y utópico de sus socios. Algunos de sus miembros ingresaron en el Reform Club («recuerde que ya se lo había insinuado»).

Pero los dirigentes más distinguidos de la nueva inteligencia británica aterrizaron en el Travellers Club de Londres. Todavía se suelen reunir con los altos directivos del MI6, desde el fin de la segunda guerra mundial hasta ahora, para comentar la situación internacional y recordar viejas anécdotas.

El club Travellers era, en el momento de su creación, un lugar de encuentro de diplomáticos, militares, exploradores y viajeros, como su nombre indica. Había sido fundado en 1819 por Lord Castlereagh, el conde de Aberdeen y el vizconde Palmerston, entre otros. En realidad, era más antiguo que el Club Diógenes, pero mucho menos exclusivo. Su escudo contiene la cabeza de Ulises de perfil. Tuvo primera sede en el número 12 de Waterloo Place. La dirección actual se halla en pleno centro de Londres, en el número 106 de Pall Mall Street, entre paradójicamente el Reform Club, la sede de los radicales y de algunos herederos del espíritu de Diógenes, y el Athenaeum Club, destinado a los científicos, literatos y artistas.

El club Travellers sólo puede albergar 725 socios. El ingreso costaba 30 guineas (ahora 31 libras) y la cuota anual era de 10 guineas (ahora 10 libras). Pero no todo el mundo puede ser miembro: se tienen que pasar una serie de filtros, como por ejemplo haber viajado a una distancia de al menos 500 millas (ahora 500 kilómetros) en línea recta desde Londres. El candidato tiene que superar una votación con bolas blancas y negras. Sem Loh, era socio de éste y de los otros dos clubes, por razones que no explicó.

El club Travellers dispone, al mismo tiempo, de un restaurante y una residencia o, mejor, hotel, con salas de fiestas y dieciocho habitaciones, disponibles para sus miembros y sus invitados, y con descuentos los fines de semana. Se define todavía hoy como un club de caballeros donde las damas son bienvenidas como invitadas. Nunca como socias. Todos los hombres tienen que llevar corbata y las mujeres un traje elegante y decente. Su magnífica biblioteca, una de las más célebres de Londres, se ha especializado en libros de viajes, y el techo está decorado con restos de los frisos del templo griego de Apolo.

El edificio actual, de estilo renacentista, con un frondoso jardín, fue diseñado por sir Charles Barry, el mismo arquitecto que hizo el Parlamento británico, y está inspirado, según dicen, el palazzo Pandolfini de Florencia. El club Travellers, a pesar de su apariencia externa, representa el nuevo modelo de la inteligencia británica, y también americana, rusa y francesa, desde el final de la Segunda Guerra Mundial: torpe, negligente y estúpida.

—El Club Diógenes desapareció, Sara, pero no sus objetivos—, dijo finalmente Sem Loh.

—¿Quiere decir que mi padre quería resucitar el espíritu y la actividad del Club Diógenes en Barcelona?

—Dejémoslo aquí.

Faltaba un cuarto de hora para las siete de la tarde.

16

Entraron a la habitación y despacho del padre de Sara. El aposento permanecía en el acostumbrado estado de caos, al mismo tiempo caprichoso y extravagante: los libros y los papeles, como si se hubieran lanzado al azar, en su lugar de desorden, encima de la mesa y dentro de las estanterías, la ventana cerrada, la lámpara de lata encendida y el polvo cubriendo todo el ambiente. Los tres ayudantes habían desaparecido. Y el cadáver, también.

—Disculpe. Pero permita que les confieses que estoy desconcertada, inquieta y bastante enojada —, consiguió decir Sara, después de comprobar que no había ni una huella de aquello que había sucedido.

—Simplemente, nos hemos llevado el cuerpo de su padre para analizarlo con más detalle. Después lo hemos dejado pulido y arreglado. Ahora ya lo deben de haber incinerado. Mañana le librarán una jarra sellada con sus cenizas.

—¿Y el juez? ¿Todo esto no tiene que autorizarlo un juez?

—Sí. Ya lo ha hecho.

—Discúlpeme otra vez: alguien tenía que pedir mi permiso.

—¿Usted quiere saber cómo ha muerto su padre? ¿Sí o no?

—Sí. Claro que sí.

—Pues aquí tengo el dictamen del juez.

Cogió unos papeles, de aspecto nuevo, que había sobre la mesa y leyó literalmente, y en voz alta, las conclusiones: la última página de siete.

—“En resumen, el señor Vilanova ha muerto de muerte natural, después de un primer examen externo exhaustivo y de una muy cuidadosa autopsia, en la cual no se han encontrado trazas de ninguna herida ni intervención violenta externa. Una vez comprobados estos datos aportados por el médico forense, el doctor Joan Hamish Watson, he ordenado su incineración inmediata. Sus restos serán debidamente librados a su familia más directa. Firmado: Di Rengié, juez”.

Cuando Sara despertó de su aturdimiento, el inspector ya había desaparecido.