Un equipo internacional dirigido por Juan Carlos Izpisúa ha inyectado células humanas totipotenciales o pluripotenciales (no está del todo claro) en embriones de mono. Con estos experimentos, los investigadores quieren generar órganos compatibles para trasplantes. El proyecto es esperanzador, pero también peligroso. Lo han hecho en China, porque ésto es motivo de debate ético a Europa y en los EE.UU. Es una práctica bastante irresponsable, teniendo en cuenta las dudas que esto genera.
Las Células madre totipotenciales pueden hacer crecer y formar un organismo completo, y también se pueden convertir en cualquier clase de célula. Las células, en las primeras fases de desarrollo embrionario, son totipotenciales. Las células madre pluripotenciales se pueden diferenciar en varios tipos de células, pero no pueden formar, por ellas mismas, un organismo completo. No sería el caso de Izpisúa y su equipo, porque se inyectarían en un organismo embrionario ya existente.
La primicia la dio El País como noticia, en principio, positiva. Y, en teoría, lo es. Pero el diario consultó varios expertos, entre ellos el director del Centre de Medicina Regenerativa de Barcelona, Ángel Raya, quién advirtió de las barreras éticas con las cuales se enfrentan experimentos como éstos. Palabras textuales: «Qué pasa si las células madre se escapan del control y forman neuronas humanas en el cerebro del animal? ¿Tendrán conciencia? ¿Y qué pasa si estas células pluripotenciales se diferencian en espermatozoides?»
Los investigadores aseguran que han habilitado varios mecanismos de seguridad para evitar cualquier desviación de los objetivos propuestos. Pero el gobierno japonés ya ha modificado la Ley para superar estas barreras y no poner ningún límite. Esto permite, en teoría, el nacimiento de animales híbridos con células humanas añadidas. Paradoja: parte del experimento de Izpisúa ha sido financiado por la Universidad Católica de Murcia. Y Roma es dogmática i taxativamente contraria a ninguna actuación genética.
El problema general (ya antiguo) tiene una extensión que va mucho más allá de la técnica CRISPR, el método más reciente para editar el ADN genómico, del experimento de Izpisúa o del científico chino He Jiankui, que consiguió el nacimiento de dos gemelas genéticamente modificadas.
Hace muy poco, el biólogo molecular ruso Denís Rebrikov, investigador del Centro Nacional de Investigación Médica Kulakov de Moscú, hizo público un proyecto para modificar genéticamente embriones humanos e implantarlos. Se trata, en principio, de evitar que los hijos hereden las dolencias de origen genético de sus padres. Por ejemplo: inhabilitar el gen CCR5 que permite la entrada del VIH (virus de inmunodeficiencia humana o SIDA) a partir de un padre y una madre seropositivas. Y esto está muy bien.
La historia se repite: Rebrikov cree que no hay ningún problema ético. Ni de seguridad. Está preparado, dice, para evitar las mutaciones no deseadas y todos los otros problemas que se puedan presentar.
Pero ¿y si, en vez de evitar el Sida, se trata de mejorar las capacidades humanas de los futuros bebés? ¿Convivirán mañana personas «mejoradas» y personas «normales»? ¿Y si fallan los protocolos de seguridad y se crean monstruos? Muchos de estos experimentos están en manos de organismos privados, que buscan solo beneficios comerciales.
Las preguntas no son banales. Las formulan, desde hace tiempos, los biólogos y deontólogos. Habrá que resolver el debate de fondo, y quizás habrá que crear unas normas muy estrictas y de obligación general, con supervisión internacional. O el ser humano abrirá una puerta de consecuencias imprevisibles.