Santiago Ramentol

La presentadora del programa de TV3 Preguntes freqüents entrevistó, hace cierto tiempo, Jorge Dezcallar, el exdirector del CNI (2001-2004) y embajador, y le preguntó si la central de inteligencia española había espiado a los independentistas catalanes. Dezcallar respondió con contundencia: “No. El CNI no hace tareas de espionaje interior”. Y se quedó tan pancho. La entrevistadora se lo tragó. Y los presentes en el plató, también.

Dezcallar de Mazarredo, mallorquín, es un gentleman simpático, sensible e ilustrado. Sus libros son siempre interesantes, con anécdotas amenas y, a menudo, reveladoras. Me gustan. Se leen de un tirón. Pero aquello que dijo en TV3 era un camelo de padre y muy señor mío. Prácticamente todos los volúmenes publicados sobre el CNI (y sobre su predecesor, el CESID), muchos expresamente autorizados, explican mil y una historias de espionaje interior. Algunas tan impúdicas, banales y divertidas como los seguimientos de las amantes del rey emérito, desde Bárbara Rey a Corinna. ¿Por qué mintió Dezcallar? Pues muy probablemente porque la mentira es el arma rutinaria de los servicios de inteligencia. Y quizás de los diplomáticos.

Todos los Estados (y cuando digo todos, hay que entender “todos”, sin excepciones) tienen unos organismos, unos sectores institucionales, donde se miente y se incumplen las leyes de forma sistemática. Son, está claro, las mismas leyes que sus responsables aseguran defender. Es más, actúan a menudo más allá de las leyes. “Las putas leyes”, según las memorias y las novelas sobre algunos de los grandes episodios secretos de la historia. Si hace falta, se transgreden todas las normas democráticas internas e internacionales. Y también, naturalmente, las éticas.

Estas áreas oscuras de los Estados están formadas fundamentalmente por las centrales de inteligencia y los servicios de información militares y policiales. Hay que añadir numerosas empresas paraestatales y privadas, dedicadas a las tareas detectivescas (caso Método 3), de seguridad, de vigilancia, de guerra sucia y mercenaria (GAL), de ciber espionaje, contrainteligencia y desinformación. Y hay que sumar grupos diversos de hackers maléficos, que se venden al mejor postor (como en el caso de la Rusia de Putin). Un totum revolutum, que no siempre actúa coordinado, pero que sirve para diluir las responsabilidades. Gente capaz de cambiar la previsión meteorológica del día anterior.

En apariencia, están bajo el control de los Parlamentos y de las instancias representativas. Pero eso no es totalmente cierto. El mismo Dezcallar procuró aumentar el grado de transparencia del CNI. Mero lavado de cara. Porque en las profundidades abisales, más abajo de una superficie llena de datos y compromisos de control parlamentario, figuran presupuestos ocultos, fondos reservados sustanciosos, operaciones secretas, actividades ilícitas y, en algunos casos, crímenes.

Suele pasar que, al jubilarse, los antiguos agentes y analistas se integran en las oficinas de seguridad de las grandes corporaciones, o fundan su propio proyecto, muy interrelacionado con las centrales oficiales. Villarejo es un ejemplo bastante chapucero. Mucho más trascendental e inquietante es el caso de NSO Group, una compañía de origen israelí (ahora, con mayoría de un fondo británico), fundada por exagentes del Mossad, provenientes probablemente de la ultra secreta unidad 2800. Es la diseñadora y distribuidora del programa de espionaje electrónico Pegasus, que penetra en los móviles, vigila las conversaciones, los correos, los accesos a la red, sin dejar rastro.

Volvamos a Jorge Dezcallar, porque fue un innovador. Fue él precisamente quién impulsó la creación del Centro Criptológico Nacional (CCN), adscrito al CNI, y que se dedica al espionaje electrónico al estilo (en pequeño) de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana (NSA). Fue él quien visitó las impresionantes instalaciones que la NSA tiene a Fort Meade, en el Estado de Maryland. Y fue él quien impulsó la adquisición del sofisticado hardware (y el correspondiente software), necesario para controlar todas las transferencias de información telefónicas y en la red. Sus sucesores en el cargo (Alberto Saiz, Felix Sanz y ahora Paz Esteban) recogieron el testigo. No digo que fuera Dezcallar quién aplicó indebidamente estas tecnologías avanzadas, simplemente informo que las proyectó y definió.

Hay pistas interesantes sobre estos tipos de actividades. Edward Snowden reveló que el CNI y el NSA colaboran en las tareas de espionaje masivo de ciudadanos españoles. ¡Alto ahí! ¿No habíamos quedado que nada de nada? Nadie, que yo recuerde, dijo ni pío. Es probable que lo sigan haciendo. Y Wikileaks descubrió que, en 2015, el CNI había comprado (o en su caso, había alquilado) programas maliciosos de vigilancia electrónica. Silencio sepulcral.

Más tarde, se apuntó la policía. En 2018, el Ministerio del Interior gastó 6,2 millones de euros para reforzar el Sistema de Interceptación “Legal” de las Telecomunicaciones (las comillas son mías). Las cifras son oficiales. Las auténticas no se conocerán nunca. Se sabe, porque se publicó, que el gobierno español invitó a la empresa madrileña Dars Telecom SL a participar en un contrato sin concurso ni publicidad. Es decir, secreto.

¿Estamos hablando de programas como Pegasus? Probablemente sí. Sobre todo, si tenemos en cuenta que NSO Group asegura que sólo vende o alquila este software a instituciones estatales. Y Pegasus es el programa que se utilizó para espiar el expresidente del Parlamento, Roger Torrent, y al exresponsable de la Acción Exterior de la Generalitat, Ernest Maragall, entre otros dirigentes políticos y sociales, no siempre independentistas. Lo explica con todos los pelos y señales el mismo Roger Torrent en el libro, que salió por San Jorge, titulado Pegasus. El Estado que nos espía.

¿Todos los Estados tienen zonas de sombra perpetua, donde nunca llega la luz? Sí. ¿Todos los Estados actúan igual: espían impunemente un máximo representante de la institución que representa la voluntad popular? No. Después de seguir con atención los hechos en su origen (verano y otoño de 2020), porque forman parte de mi subsistema académico (la desinformación), y después de leer el libro de Roger Torrent (casi una novela de espionaje), me ha quedado cara como de pasmarote. No por el espionaje en sí mismo, que siempre es previsible, sino por la nula reacción de las altas instituciones políticas y judiciales españolas, una vez descubierto.

¿Se trata de un escándalo mayúsculo o sólo de una anécdota trivial? Personalmente, pienso que es un atentado contra la democracia. Y alguien tendría que ser el responsable. I el beneficiario. Silencio espeso.

(Publicado en Catalunya Plural)